Davina permanecía en el auto, tensa, con las manos temblorosas. Hoy debía ser el mejor día de su vida: su boda con Miguel Aranda.
Mientras su hermana Valeria le ayudaba a bajar, una inquietud crecía en su pecho.
—¿Por qué Miguel no ha llegado? —preguntó Davina, con la voz temblorosa.
—No lo sé, Davina. Seguro está en camino —respondió Valeria, tratando de tranquilizarla.
Los pocos invitados ya estaban en la iglesia, aunque faltaban la madre y hermana de Miguel, quienes nunca aprobaron la relación. Aun así, Davina estaba convencida de que el amor de Miguel era auténtico; él había desafiado a su familia y, en su corazón, ella sentía que pronto comenzaría una nueva vida junto a él.
Al final del pasillo, las puertas de la iglesia se abrieron, y Davina exhaló aliviada. Miguel había llegado. Caminaba hacia ella en un elegante esmoquin, aunque sin el boutonnière de novio. Davina sonrió, esperanzada, pero en cuanto él se acercó, el brillo frío en sus ojos la dejó sin aliento.
—Davina… —dijo, tomando su mano—. No voy a casarme contigo.
La voz de Miguel, firme y cruel resonó como un golpe. Davina abrió los ojos, incrédula.
—¿Es una broma? —preguntó en un susurro.
Él negó, implacable.
—No me voy a casar contigo, Davina. Me casaré con Amelia Rinier. Su familia me abrirá las puertas al poder, al dinero… A lo que siempre soñé.
Las lágrimas comenzaron a correr por el rostro de Davina mientras sus palabras iban penetrando. La había dejado, por dinero y estatus, sin titubear.
—¿Cómo pudiste…? ¿Y todo lo que dijiste, todas tus promesas? —murmuró, apenas en control de sus emociones.
Miguel evitó su mirada, pero su tono fue más cruel al responder.
—Olvídame, Davina. Bórrame de tu vida, igual que yo borraré tu recuerdo de la mía —ella le soltó el anillo de compromiso en su mano y, como si nada, él dio media vuelta para irse.
Desesperada, Davina se aferró a su abrigo.
—¿Miguel, alguna vez me amaste? —imploró, con voz rota.
Él se giró, tomándola del mentón con frialdad.
—Mírame bien. Nunca podría elegirte por encima de una heredera. Amelia me da acceso a un mundo que tú nunca podrías ofrecerme. Aunque… —sus labios esbozaron una sonrisa sarcástica—. Si algún día necesito una amante, quizá te busque, cariño.
Davina, horrorizada, tropezó y cayó de rodillas mientras él se alejaba, indiferente. Lágrimas de dolor y humillación la consumían. Todo su amor y su confianza parecían haberse desmoronado en un instante.
Los invitados se habían marchado gracias a Valeria, quien miraba furiosa a Miguel.
—¡Maldito seas, Miguel Aranda! Siempre supe que no eras más que un farsante.
Miguel la enfrentó, con una sonrisa altanera.
—Valeria, cuidado con tus palabras. Pronto seré un hombre poderoso, y ni siquiera podrás mirarme a los ojos.
—¡Nunca serás más que el hijo de un borracho! —espetó ella, llena de desprecio—. Davina encontrará a alguien que la valore, alguien que sí merezca su amor.
Miguel, enfurecido, la sujetó del cuello.
—¡Nunca! ¡Davina seguirá siendo mía! —gruñó.
—¡Suéltala! —gritó Davina, empujándolo.
Con una sonrisa malévola, Miguel lanzó un beso burlón antes de subirse a su lujoso auto y desaparecer. Davina se desmoronó, llorando en brazos de su hermana.
—Tranquila, Davina, no vale la pena —susurró Valeria, acunándola.
—¿Cómo pude haber sido tan ingenua? —gimió Davina—. Me dejó… por dinero. ¿Quién soy yo para competir con una heredera? ¡No soy nada!
—No digas eso, Davina. Eres una mujer fuerte e inteligente. No dejes que un miserable como él te destruya. Vámonos.
Mientras se marchaban, Davina lanzó una última mirada a la iglesia. Valeria detuvo un taxi, y juntas regresaron al departamento que compartían.
***
De regreso, Davina se encerró en su habitación. Su mente repetía la escena, una y otra vez. Su teléfono vibró; un mensaje de su excuñada.
«¿En serio pensaste que te casarías con mi hermano? Solo en tus sueños salvajes»
El mensaje incluía un enlace a la última publicación de Amelia Rinier: una foto de ella abrazando a Miguel, mostrando un anillo de compromiso. La leyenda anunciaba su compromiso y futura boda.
Davina dejó caer el teléfono y, en silencio, tomó una botella de vino. Necesitaba ahogar el dolor, aunque fuera