El sol se deja ver entre las nubes grises que amenazan con una fuerte tormenta, creando algunos reflejos en los cristales de las ventanas y en el espejo retrovisor de mi lado, dándome una molesta luz directo en mi rostro.
—Ya estamos por llegar al motel que indicó Cromwell para parar a descansar —informa por primera vez mi acompañante, que sigue luciendo incómodo y abatido todo el maldito trayecto en el que el silencio nos inundó por completo en estas largas seis horas.
Decido no contestarle, aunque de igual forma, mi voz sigue trabada en mi garganta con un nudo de emociones atoradas. No fui capaz de hablar, ni de pensar con claridad en eso. Ni siquiera pude escucharlo cuando quiso hablar al salir de Cashmere y tomar la ruta 2. No siento que sea el momento, aunque a su vez, la necesitad por abrazarlo y decirle que lo amo se arraiga creciente en mi interior.
Sigo dándole vueltas a la conversación que tuve con mi tío en la mañana, y siendo honesta, me ayudó bastante. Sé que puedo confiar en él, y también sé que tiene razón en muchas cosas que dijo, pero la tristeza y la amargura que crecieron en el momento en que escuché de la boca de Margot Insaurralde lo que hizo mi padre, fue… Fue un remolino inmenso que no pude soportar lo suficiente como para lograr contenerlo y pensar con nada de calma, más que nada, porque no hubiera salido de su boca, porque no tuvo el coraje de priorizar mi propia decisión y mi propio juicio. Y esta misión, en la que no confío que salga bien, hace que todo aquello que ya sentía se incremente, agregando la preocupación y el miedo. Sólo espero que todo sí salga bien.
Alessander toma un desvío de la ruta 95 hacia el este, sigue siendo carretera, pero a lo lejos percibo un cartel que, al acercarnos, logro distinguir el nombre “Marsing” con letras un tanto descoloradas.
—¿Cromwell no dijo que era un motel sobre la ruta? —el susurro se me escapa sin un destinatario fijo, mientras no salgo de mi aturdimiento al ver un pueblo similar a Cashmere alzarse con varios negocios esparcidos por doquier en tanto nos adentramos a la calle principal.
—Al parecer quiso algo más discreto para ocultar nuestra ubicación —responde observándome de reojo.
Suspiro con frustración al ver el “lugar de descanso” que ella eligió, y estoy segura de que costará que no haya descanso, precisamente.
Pasando el pueblo y cruzando el puente que atraviesa en rio Snake, se aprecia un campo enorme con varios terrenos delimitados y pequeñas granjas viejas, de las cuales algunas parecen abandonadas; y un amplio edificio de dos pisos, que simula ser tan viejo como aquellas granjas deshabitadas y oscuras. La mitad de las ventanas del segundo piso están caídas a pedazos de los marcos, y las paredes cerca del techo son de un color marrón y mohoso. La entrada tiene un par de masetas con plantas secas o simplemente arrancadas de cuajo, y el cantero –que seguramente en sus años de construcción quedaba precioso encuadrando un hermoso jardín lleno de flores y plantas otorgándole vida y naturaleza al hotel–, ahora está roto en varios sectores, y totalmente cubierto por una densa capa de tierra y más moho.
La camioneta de mi tío va desacelerando y aparcando con una exagerada lentitud hasta estacionar detrás del coche de Alessander, quien sigue en el asiento del conductor sin quitar la llave del contacto.
—¿Qué mierda es esto? —se deja caer en el respaldar del asiento con la boca entreabierta y el ceño totalmente fruncido, para luego quitar de un tirón la llave del coche y abrir la puerta con brusquedad, camino a la camioneta.
Dejo escapar un gemido de queja al ver que un hombre anciano de cabello totalmente blanco abre con dificultad la puerta de ingreso, en donde un cartel –que apuesto que estuvo en ese mismo lugar desde que se fundó el hotel– golpetea contra la pesada puerta doble de madera. Decido ir a ver qué tiene para decir María, pero cuando termino de bajar y me volteo decidida, ella está abrazando al anciano dueño del hotel con el cariño de dos amigos que hace años no se ven.
—¡Viejo Julio! ¡Cuánto tiempo sin verte, querido! —el señor Julio le devuelve el apretón con una sonrisa radiante en su arrugado y manchado rostro.
—Pequeña Marie, pero si no has cambiado en nada —su voz es ronca y ahogada, como la típica voz de los que pasan toda su vida fumando cigarrillos.
—Siempre tan encantador —ella se aleja de él, sosteniéndolo un instante de los hombros con sus firmes manos y una sonrisa inmensa en sus labios —. Ven —le palmea uno de los brazos con cuidado y lo guía hacia la camioneta, de la que bajan los demás con expresiones confundidas—, quiero que conozcas a estas personas. Ellos son parte de Protectores, son Lionel y Esther Danvers, el hijo y la nieta de Ricardo Danvers. ¿Te acuerdas de él? —en los ojos azules del anciano cruza una luz, junto con el reflejo de un recuerdo que lo anima aún más con una cierta nostalgia.
—Claro que sí, fue un gran amigo mío en mis días de gloria —palmea el hombro de Lionel, quien se queda estático e intenta sonreír y recordarlo de algún lado—. Tranquilo, muchacho, no vas a poder reconocerme. Salí de las filas de los tuyos hace demasiados años.
—¿Conoció a mi padre? —las ideas van cerrándose dentro de sus pensamientos, y un nuevo interés hacia aquel extraño surge en el hombre.
—Era uno de mis amigos más cercanos. Y déjame decirte, que te pareces mucho a él —Lionel asiente acongojado y con una afligida y sincera sonrisa, devolviéndole la palmada en el hombro al señor.
—¿Y de dónde se conocen? —curiosea James acercándose a paso alerta, mientras observa al hombre con una desconfianza disfrazada de una actitud tranquila.
—Es mi primo, bueno, primo lejano —aclara ella y apunta con un dedo hacia mí—. Ella es Elleonor Carduccio, la chica que te comenté que debemos ocultar aquí, en tu “fortaleza”.
—Pues —ríe Julio, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al hotel—, mi orgullosa y tan vieja como yo “fortaleza” los podrá ocultar tranquilamente. Hace años que todo el mundo cree que está deshabitado, yo mismo me encargué de que así lo piensen.
—¿Y cómo hizo eso? —pregunto extrañada, porque realmente parece estar abandonado.
—Una de mis principales reglas es —hace una pausa dramática levantando el dedo índice en el aire—: no permanecer fuera. Vengan, rápido —toma del codo a María Cromwell quien se ríe como una niña, quebrando el aspecto de líder serio y estricto que representó desde que comenzaron las preocupaciones sobre los otros clanes y los enemigos.
Al ingresar, un amplio vestíbulo cubierto por una empolvada alfombra roja nos recibe, al igual que la titilante luz de los tres candelabros que cuelgan oxidados y semi desprendidos del techo. Un escritorio de recepción está a la izquierda, cubierto por una capa bastante gruesa de polvo, y del techo se distinguen telarañas viejas y sucias que caen como cortinas deshilachadas. Unas escaleras al fondo le dan el aspecto de mansión del horror, y dos puertas a la derecha –una doble con ventanillas circulares de un vidrio ya opaco y quebrado, y otra lisa y de un color muy oscuro–, dan la ilusión de que, en sus tiempos de oro, este hotel habrá sido espléndido y muy concurrido.
—Bien, aquí tienen las llaves de sus habitaciones para poder descansar —les pasa las llaves a mi tío, quien deja los tres pesados bolsos en el suelo para ver los números de las llaves y darse una idea mental de cómo organizarnos.
—Tengan —les pasa una a los Danvers, y otras dos a María y a Margot—. Y ustedes…
—Danos una —balbuceo lo más bajo que puedo, y me da una de las delgadas y ornamentadas llaves con un asentimiento de cabeza para tranquilizarme.
Me aferro al pequeño y oxidado objeto, queriendo huir de aquí y no tener que pasar por esta espantosa película de terror. Alessander apoya con delicadeza una de sus manos en mi cintura, sobresaltándome con su tacto y enviándome esa descarga eléctrica tan adictiva. Nuestros ojos se conectan por un breve segundo, y su tranquila mirada logra transmitirme esa calma y calidez que realmente necesito en estos momentos.
—Antes de que se vayan, terminen de presentarse, encantadores invitados —la voz animada voz de Julio hace que vuelva a conectarme con la realidad, en este lugar lúgubre, y que vuelva a darme otro escalofrío por toda la columna.
—Soy Alessander Di Lorenzo —el ojiverde le extiende la mano, y el viejo hombre la aprieta con entusiasmo—. m*****o de la Alianza.
—Y vienes de un linaje muy respetable, joven Di Lorenzo —y nos observa a ambos con una expresión de saber un gran secreto—. Y supongo que continuará siendo respetable.
—¡Oye, viejo ermitaño! Deja de molestar a los jóvenes —carcajea la señora Cromwell haciendo reír también a su primo.
—Y tú, ¿cómo te llamas? —le interroga a mi tío, quien aún permanece en la entrada observando todo el lugar con detenimiento.
Alessander me quita la llave de las manos, y me guiña el ojo caminando hacia las imponentes escaleras. Trago grueso y tras tomar una bocanada de aire, aprieto mis manos cruzándome de brazos y lo sigo.
‹‹Espero que esto no sea un desastre››.