Las chirriantes escaleras conducen a un tétrico pasillo con varios cuadros sucios y viejos. Varias puertas con números ilegibles parecen arrancadas de cuajo de sus goznes, y otras están abiertas cerradas completamente. El piso de madera cruje, y mi corazón bombea enloquecido por el nerviosismo y el espanto que me produce este lugar. Las luces parecen no prender, o directamente no existir, y no hay ninguna ventana que de luz del exterior… O al menos una forma de escapatoria.
—¿Cómo podremos saber a cuál puerta de estas pertenece la llave? —murmuro estrujando mis manos con un comienzo de ataque de pánico.
‹‹¡Odio las películas de terror! Y esto es igual que una››
—Tranquila —Alessander se adelanta unos pasos mientras yo me quedo quieta, con los pies clavados en el suelo.
Camina con un aire tan despreocupado, que me hace repensar a qué lugares o situaciones se habrá tenido que enfrentar en su vida, con ese llamado “entrenamiento” que tanto me nombró. ¿En qué consistía? ¿Acaso lo obligaban a escabullirse en edificios abandonados?
Se detiene frente a una puerta y con sus dedos quita delicadamente el polvo sobre unos números en relieve, que marcan el ciento diecisiete. Me arquea una ceja con una pequeña sonrisa, y mete la llave en la cerradura.
—¡Bingo! Ya puedes descansar en tus aposentos, mi lady —hace una graciosa y exagerada reverencia invitándome a pasar, y bufo intentando contener una sonrisa y la histeria que parece querer explotar dentro de mi pecho.
Una amplia sala con un viejo sofá cubierto por una manta opaca y polvorienta nos recibe, junto con más de la misma alfombra roja que hay en el vestíbulo. Del techo cuelga un candelabro que parece estar casi intacto, y unos decorativos muebles cubren las descoloridas y desquebrajadas paredes. Un pequeño pasillo deja paso a dos puertas abiertas, una que lleva a un pequeño baño con un espejo partido en un borde, y la otra deja ver una cama con doseles recubiertos por una delgada capa de tul frágil de un azul francés, simulando ser –o lo que queda de– una bonita cortina. Una cinta de seda esta caída sobre la cama de sábanas blancas recién cambiadas, al igual que unas almohadas que, a contraste del resto del hotel, exageran el cambio de épocas de uso, simulando venir del futuro… O haber viajado al pasado.
—Bueno, no es un hotel de cinco estrellas, pero… —Alessander se deja caer de espaldas en la cama, quitándose los zapatos con los pies.
Sigo inmóvil, observando todo con recelo y nervios. ¿Es realmente seguro este lugar? El infantil miedo al monstruo que se esconde en las casas abandonadas vuelve, pero envuelto de la nueva realidad en la que intento aún adecuarme. Una realidad en la que esa clase de monstruos, incluso podrían ser amistosos a comparación de los verdaderos enemigos que nos quieren descuartizar.
—¿Te quedarás parada ahí todo el día?
Él se sienta en la cama con los codos apoyados en sus rodillas, viéndose tan natural y despreocupado. Con esa actitud tan suya que me encanta y me transmite esas emociones que tanto amo. Unas enormes ganas de acercarme y revolverle su cabello azabache y desordenado me recorren la piel, haciendo que instintivamente mueva la mano derecha hacia arriba para alcanzarlo. Y el recuerdo de lo que pasó golpea duro de nuevo en mí, y mi mano queda suspendida en el aire. La sonrisa de Alessander se borra y en sus ojos vuelve a asomar esa tristeza y culpa que tuvo durante todo el viaje.
—Puedes explicarte, si quieres —trago saliva y con lentitud me acerco al otro extremo de la cama para sentarme, porque si me quedo cerca suyo, no pensaré con claridad.
—Lo lamento, bebé. Realmente lo siento —se remueve volteándose para quedar frente a mí, y en sus ojos veo la sinceridad y los buenos sentimientos que mi tío dijo que él tiene, la necesidad de protegerme y el peso de haber tomado una decisión que no fue la mejor—. Tuve miedo de que volvieras a recaer, mucho miedo —su voz se convierte en un hilo inestable y algo gutural, y sé lo que siente; lo veo en toda su expresión, en sus ojos angustiados, en su mentón tensionado y la forma de apretar sus dedos sobre su pierna, creyendo que nunca me di cuenta de que cuando está triste aprieta las manos con fuerza para rechazar esas emociones, como una forma de escapar de ellas—. Te vi tan mal con lo de Lía, con lo de Julia, y estuviste estas semanas haciéndote la fuerte para apoyar a Sara con su duelo. Y yo… —desvía la mirada a un punto indefinido, y pasa la lengua por sus labios resecos—. No tuve el valor para afrontar esa noticia, ni para obligarte a afrontarla. No te pido que me perdones, tampoco que entiendas. Sólo quiero que sepas el porqué de no habértelo dicho.
El silencio nos inunda, inmóviles como estamos, y con nuestras mentes pasando miles de pensamientos agobiantes. ¿No tuvo el valor? Es la persona más valiente que conozco, y más racional y determinado también. Fue a la bodega abandonada con la única intención de sacarnos con vida, sin importarle sufrir las enormes y profundas heridas que se llevó a causa de los dos vampiros que nos atacaron.
Y aún recuerdo aquel instante en que ese maldito vampiro lo sostuvo del cuello, apretándole y extrayéndole la vida de a poco. Recuerdo gravado a fuego la nítida imagen de sus tristes ojos rojos, que se iban tornando verdes y débiles a medida que el agarre del vampiro se hacía más fuerte. Pero esa tristeza no era por su vida; era por la nuestra.
Unas lágrimas comienzan a caer a borbotones de mis ojos, y me lanzo hacia él fundiéndome en un abrazo cargado de anhelo y desespero, pero, sobre todo, de terror de perderlo. Él me envuelve inmediatamente en sus fuertes brazos, y me sienta sobre su regazo acunándome y acariciando mi espalda. Esconde su cara en mi cuello, rozando levemente su nariz con mi piel, erizándola y enviando esa descarga eléctrica que recorre mi cuerpo, y a la cual extrañé todo este día que pasamos distanciados. Lo siento aspirar con delicadeza mi perfume frutal –el de aquel frasco al fondo de mi armario que una vez encontró y me pidió que lo comenzara a usar para él, alegando que le fascinaba la mezcla que tomaba al contacto de mi piel y el shampoo de miel que utilizo–, y se me escapa una sonrisa, que es ahogada por más lágrimas y por ese nudo que se aferra a mi garganta, no queriéndome soltar.
Pierdo la noción del tiempo que pasamos así, en silencio y sumergidos en los brazos del otro, en el calor y la protección tranquilizadora del otro, hasta que escuchamos unos pasos provenientes del pasillo, hacia una de las habitaciones cercanas, y nos alejamos un poco, conectando nuestras miradas.
—Te perdono, Alessander —logro susurrar, y la luz que destella colmando sus ojos de una felicidad radiante me llena el alma de alegría, y de nuevas esperanzas de que todo esto puede seguir sin derrumbarse—. Sólo no vuelvas a hacerlo, soy fuerte y puedo soportar esas cosas, al igual que todo lo que pasó hasta ahora. Y también tengo esperanzas en que todo mejorará, y no voy a darme por vencida. ¿Me oyes? Nunca.
Asiente con la cabeza con una sonrisa inquebrantable, y en sus ojos distingo un orgullo por las palabras que pronuncié. Pero, aun así, hay un dejo de tristeza, algo que lo preocupa demasiado y no quiere mencionar. Sin decir nada más, me atrae de nuevo hacia sus brazos, y acepto recostarme junto a él en la amplia y mullida cama. A tirones mueve las sábanas y nos cubre, dejando que descanse mi mejilla en su pecho, en donde puedo escuchar el acompasado latir de su corazón.
La intriga y nervios siguen ahí, dentro y muy debajo de mi pecho, amenazando por salir a la superficie con cualquier minúsculo detalle o situación que me ponga en estado de alerta… Algo tal, como lo que vi al final en sus ojos, esa preocupación que no puede esconder de mí, así como yo no puedo esconder nada de él. ¿Será con respecto a lo que pasará luego? ¿A la misión en Carvers, y la “supuestamente pequeña y muy remota” posibilidad de que algo salga mal?
Intento concentrarme en sus latidos, en esa increíble melodía relajante, y trato de regular mi respiración junto con la suya, mientras cierro los ojos, cayendo en un profundo sueño, tan cómoda como el calor de su cuerpo y el de las sábanas me dejan estar.