Arrojo el celular al bolso con fuerza, cuando descubro que Alan no ha respondido ninguno de mis mensajes.
Los había leído, o al menos eso indican las mugrosas palomitas azules de la aplicación, pero no me ha respondido ni uno solo.
Al principio, adjudico su falta de respuesta en que quizá no quiere hablar sobre su familia luego de lo ocurrido hace tres días, de todos modos Alan siempre ha sido algo hermético en lo que a su familia concierne.
Sin embargo, cuando reparo que en ninguno de mis mensajes le pido explicación real –sólo saber si todo está bien, si él está bien–, creo que yo sola me he hecho ilusiones y que al final no es que no se hubiera atrevido a besarme; simplemente no quiso hacerlo.
Esa realidad me desanima cada vez más con el paso de las horas y sobre todo, le doy la vuelta al asunto del profesor, de sus labios y lengua recorriendo mi boca.
Las mil ideas que pasaron por mi cabeza mientras me besaba, el bochorno y la ansiedad que experimenté bajar por mi vientre. Nunca antes me había sentido así.
Las mariposas en el estómago sí, pero esa urgencia caliente al verlo es sencillamente ridículo. Increíble.
Para mi fortuna –o infortunio, no lo sé–, en ésos tres días no tuve clase de anatomía.
Por un lado, porque no era parte de mi horario y por otro, porque Evan Roberts no se presentó en la facultad. Los rumores se despertaron hasta que me enteré que había tenido que asistir a una cirugía que se alargó.
El neurocirujano Evan Roberts es un especialista de esos que, al sentirse agotados luego de una operación, se dan el lujo de faltar a otras obligaciones que no son tan importantes; como la cabeza de alguien.
Supongo que no tiene problemas de dinero, lo que me hace cuestionar el por qué de pronto da clases.
Pero ahora no puedo seguir retrasándolo, por lo que me dirijo hacia su clase y las piernas ya me tiemblan con cada paso. Estoy nerviosa.
No todos los días te besa tu sexy y ardiente profesor y luego te ves obligada a estar en el mismo sitio que él, fingiendo que no te gusta.
Esa noche y las que le siguieron, estuve repasando lo ocurrido una y otra vez, descubriendo que el tacto caliente vibraba contra mis labios cuando lo recordaba.
¿Y si sólo se le habían pasado las copas como a mi? No parecía serlo, ya que lo había visto conducir como si nada y no había intentado nada, sino hasta que mi bikini indicó que moría por besarlo.
¡Santo cielo, eso sonó muy vulgar! Menos mal que sólo está en mis pensamientos.
—¡Leilah! —la voz animada de mi hermano me distrae. Casi tiro mi libro de pediatría cuando su brazo se pone en mi espalda y al instante lo tengo al lado, sonriéndome con franqueza y alegría como sólo él puede irradiar.
—Neil —me quejo—. ¿Qué haces aquí? —no creo que haya llegado a la universidad sólo para verme a mi, el viaje desde donde vivía era bastante largo y tedioso.
—Quedé con Marion —se encoge de hombros—, pero no me acuerdo de la hora, saltamontes —sonríe apenado, rascando su nuca—. Por eso vine desde ahora.
Suelto un resoplido. Ésa era la típica actitud de mi atolondrado hermano.
—¿Qué no tienes trabajo que hacer?
—Cambié mi horario hasta más tarde. Por eso estoy casi seguro que tenía que ver a Marion ahora —asiente, contento con su razonamiento.
—Si no te acuerdas de la hora, ¿qué te hace pensar que cuando quedaron, recordaste el horario que tenías para trabajar? —enarco una ceja. La expresión de Neil se desinfla mientras lo piensa.
Y en ése momento, reparo en algo realmente importante.
—Un momento, Neil —entorno los ojos, acercándome hasta su rostro con gesto de sospecha.
—Leilah, ¿por qué me miras así? —se tensa nervioso, mirándome casi asustado.
Le sonrío.
—¡Fuiste a mi residencia ayer! —de inmediato el rubor tiñe sus mejillas.
—¿Y? —alzo una ceja, al ver su mutismo.
—¿Qué? —me mira confuso.
Ay, cómo es idiota.
—¿Cómo estuvo? —tal vez como su hermana no debería estar averiguando eso de él sino de mi amiga Marion, pero la verdad, quiero saber ahora mismo.
—Marion me cae bien, saltamontes —se encoge de hombros—, por eso quedamos hoy, tardé como media hora hilando sus palabras, hasta que descubrí que estaba invitándome a comer tacos —ladea la cabeza, con gesto confundido.
Tuerzo los ojos.
—Ella es muy linda, no seas un idiota.
—¿Qué? ¿Por qué lo dices?
Su celular timbra en ése momento y lo saca mirando la pantalla. No pasa ni medio segundo desde que identifica el remitente, para llevárselo al oído.
—Alan —saluda con ganas.
Muerdo mis labios al instante. Adiós a la teoría sobre el ladrón que le robó el teléfono o a la posible abducción alienígena que le impide responderme los mensajes.
Neil oye un momento con expresión neutra, por lo que no puedo enterarme de nada.
—Ahora no puedo, pero... —se interrumpe un momento—, tengo una cita, idiota —parece que está disculpándose con nuestra madre. Hace un mohín, inflando sus mejillas—. De acuerdo —pasa una mano por sus rubios cabellos—, sí, malnacido, te veo allá.
Cuando cuelga, resopla.
—¿Todo bien? —pregunto como quien no quiere la cosa.
Si le cuento que ha estado ignorándome, de seguro Neil le reclama a Alan por su falta de caballerosidad.
—Era Alan —es obvio, ¿sino a quién más llamaría “idiota”?—, quiere que lo acompañe a ver algo.
—¿Cómo se oía?
—¿Eh? —rasca su barbilla pensativo—. Pues bien, ya sabes, engreído y mandón como siempre.
Tal vez no era tan grave lo ocurrido con su familia y, ¡genial, Leilah! Sólo ha estado evitándote.
—¿Te pasa algo? —ladea la cabeza. Al instante trato de recomponer el gesto.
—Sí —lo pienso un segundo—. Oye, Neil, ¿conociste a su ex novia?
—¿Kristen?
—Ajá.
—Sólo la vi una vez —se encoge de hombros—, n una salida a un bar —voy a preguntar cómo es ella, cuando sus ojos azules se posan sobre mi cabeza—. ¡Marion!
Me vuelvo, pero mi amiga ha huido dentro del aula.
—Creo que no me vio —se lamenta.
Niego un par de veces. No sé quién está peor; si él por ser tan despistado, o ella por huir de él cuando se supone que tienen una cita.
—¿Que hay de Marion? —inquiero. A lo mejor podemos intercambiar lugares.
—Tendrá que ser otro día —sonríe apenado. Así es el, siempre pone ante todo sus amigos, en especial a Alan.
Se inclina hacia mi, me da un beso en la mejilla y se aleja por el pasillo.
Suspiro recobrando mi andar hacia el aula, a unos cuantos pasos de la entrada descubro al profesor Roberts mirándome por encima de la carpeta que sostiene. Las piernas se me aflojan al instante, despertando los nervios que hasta ahora habían estado controlados.
Descubro que he querido saber que ocurriría después de ése beso, cuando nos viéramos de nuevo.
El profesor se detiene junto a la puerta, pasando de a hoja lo que revisa. Hasta donde estoy puedo percibir el aroma de su colonia. Me estremezco.
—Si va a saltarse la clase, dígalo de una vez —dice de pronto sin mirarme.
Parpadeo un par de ocasiones, preguntándome hacía cuanto que simplemente lo miraba.
—¿Eh?
Santo cielo, ¡qué idiota me he oído!
El profesor alza su gesto impertérrito de su carpeta. Ladea levemente el mentón hacia la entrada y hasta entonces es que comprendo que sostiene la puerta abierta y está esperando a que entre para hacerlo después de mi.
Aspiro hondo mientras ingreso al aula apretando mi libro contra el pecho, respirando agitadamente. Nadie puede estar tan nerviosa como yo en este momento.
Evan entra y casi puedo palpar la tensión en el aire cuando lo hace, creo que hasta oigo suspiros y tardo un momento; mientras me siento, en notar la mirada de admiración que le echan la mayoría de mis compañeras.
Y ahí me doy cuenta que hay alguien ajeno en el aula.
—¿Qué haces aquí? —pregunto por lo bajo, mientras el profesor acomoda su abrigo en el respaldar de su silla. Ése día lleva una camisa azul rey, con una delgada corbata amarilla a rayas.
Hillary me señala con la barbilla al profesor, respondiendo mi pregunta. Tuerzo los ojos.
—No tienes clase de anatomía hoy —replico por lo bajo todavía.
—Me gusta aprender —se encoge de hombros, pero ambas sabemos que es una total mentira. Trato de ignorarla y concentrarme en sacar mi carpeta.
El profesor eleva la mano apenas para bajar la pantalla blanca, la camisa se le estira sobre la espalda, enmarcando sus anchos omóplatos. Enciende el proyector que pende sobre nuestras cabezas y la conecta a su laptop.
Nótese que no ha vuelto a abrir la boca ni para saludar a sus alumnas y menos a sus admiradoras.
Cuando se vuelve a su público, ya están frente a nosotros las imágenes de su exposición. Alguien apaga las luces y dado que afuera está nublado, el salón se sumerge en una grisácea oscuridad.
Va hablando con fluidez, su grave voz se oye por sobre cualquier pobre intento de distracción, no hace preguntas y se reserva las respuestas a las que se hacen para que investiguen ¡Abusivo!
Hillary está alucinada. Yo me remuevo sobre mi asiento, enfriando mi mente.
Trato de concentrarme en su explicación y las imágenes que va proyectando; sin embargo, mi mente sigue dándole vueltas al beso, cuestionándome si las copas se me fueron de más y en realidad sólo fue mi imaginación... ardiente y sensual.
En algún momento deja correr un video y aunque debo prestar atención a los minutos de alguna conferencia, no logro enterarme de lo que habla.
Con curiosidad miro a mis costados: mis compañeros –y hasta Hillary–, parecen interesados en lo que ven. Debe ser realmente interesante para que la rubia tome unas cuantas notas.
Luego miro al profesor, recargando la cadera sobre el filo del escritorio y mirando distraídamente la pantalla.
Paso los ojos por su garganta escondida a medias por el cuello de la camisa, después sobre su pecho y la estrechez en su abdomen, en cómo se arremanga la camisa con gesto abstraído.
La bufanda que tengo en el cuello comienza a apretarme, hay una gota de sudor bajando por mi nuca. Suspiro al sacarla, alborotando mi cabello para refrescarme.
No parece ser suficiente, porque cuando mis ojos vuelven a encontrarse con su posición altiva y contemplan las piernas enfundadas en el pantalón, me abro discretamente el cierre de la chaqueta mientras cruzo las piernas, al percatarme del fuego creciente en mi vientre.
El profesor parece notar mis movimientos, porque gira su perfil a tres cuartos, mirándome. Aprieto los muslos y agradezco al clima frío que contrarrestra los ataques de subida de temperatura.
Escondo mi vergüenza detrás de una pantalla de cabello entre nosotros, que me permite verlo a medias. Él eleva una de sus manos, rozando sus labios con un dedo y pasando la legua suavemente sobre ellos, bajando luego hasta su barbilla.
Pierdo el aliento muerta de calor y me obligo a ignorar la humedad entre mis muslos.
Cuando la clase termina, la mayoría de mis compañeros huyen hacia su siguiente clase, yo me quedo guardando mis cosas lentamente, controlando mi respiración.
—Hey, taruga —Hillary se recarga contra el pupitre, mirándome con sus ojos verdes de manera expectante.
Es obvio que quiere enterarse del chisme, la he estado evitando en el tema, pero al parecer no puedo seguir estirando la liga más.
—Quítate, Hill —me abstengo de insultarla, porque el profesor sigue dentro del aula, guardando de vuelta su portátil.
—Cuéntame todo —dice, ignorándome—, hasta los detalles más sucios.
Me tenso y miro fugazmente a mi profesor, él apenas parece consciente de nosotras. A la rubia ese gesto no le pasa desapercibido.
—Oh, claro —lo mira, aunque con más satisfacción que yo—. El profe.
Si Hillary piensa que me guardo la información de lo sucedido en la fiesta, porque él está presente a un par de metros de mi, me parece bien. Me evita mucho bochorno innecesario.
De pronto Marion se para lentamente a nuestro lado.
—Leilah —habla bajito. Al instante me siento mal, de seguro mi idiota hermano la canceló ya—. ¿Te dijo Neil... por qué ya no...? —se muerde los labios.
Hillary pone mala cara, seguro sumándole una rayita al desagrado por mi hermano. Y pensar que antes andaba detrás de sus huesos.
—Alan le pidió que lo ayudara con algo —exclamo, tratando de sonar comprensiva—. Cuando se trata de él... —sonrío a medias, dejando al vuelo el comentario.
Ella asiente, desanimada.
—Venga Marion, no te pongas así —interviene la rubia—, hay muchos peces como para que te quedes pensando en uno tan idiota como Neil —me dirige una mirada—. Sin ofender, taruga —la toma de la mano—. Ven, te presentaré a mi compañero de patología. Se llama William y es lindísimo.
Tira de Marion hasta la salida, las miro desaparecer y suelto un suspiro. Puede que a Hillary le falte un tornillo pero en definitiva es una buena amiga. Neil tiene que dejar de comportarse como un idiota sí o sí.
Termino de guardar mi carpeta y entonces me sacudo entera, alzo los ojos y sí, el profesor está mirándome.
Aprieto las piernas tratando de ignorarlo, sin embargo, mis ojos ya se han posado en su sonrisa imperceptible, el pliegue que se forma en su comisura con el gesto antes disciplente.
Sus labios perfectamente delineados, el olor y sabor que éstos desprendían, acordarme que me había besado está desatando nuevos cosquilleos en mi estómago.
Luego, simplemente deja de prestarme atención.
Es demasiado pronto para suspirar aliviada, porque he decidido acercarme a él. Me planto frente al escritorio y tardo un instante, mientras acomoda algo dentro de su maletín. Luego hablo.
—Buenas noches —tartamudeo.
¡Maldición!
—Buenos días, ¿necesita algo? —levanta el rostro y desde su altura, parece atravesarme con su mirada.
¡Acuérdate de lo que quieres decirle, Leilah!
Enarca las cejas ligeramente al vestirse con su abrigo, cada movimiento tira de la tela de la camisa que se le ciñe al pecho. Me imagino tirando de su corbata y siento la sangre deprisa subir hasta mis pómulos.
¡Oh cierto, ya me acuerdo!
—Alan —digo de pronto. Su expresión severa se acentúa—. Me pregunto si él... —sólo quiero saber si está bien.
—Este no es lugar para hablar temas personales —interrumpe.
Su tono es indiferente por completo, marcando claramente la distancia entre alumna y profesor. Tiene razón, aprieto el libro contra mi pecho, balanceando el peso de mi cuerpo sobre los talones.
—Entiendo —sonrío lo mejor que puedo, derrotada en cierta manera porque acabo de llevarme el mayor chasco de mi vida al pensar que diría algo sobre lo ocurrido, pero no.
Grandioso Leilah, ningún hombre tiene la más mínima intención de evitar que te sientas miserable.
Doy dos pasos atrás para dirigirme a la salida.
—Olvidas algo —su voz grave me paraliza otra vez, me vuelvo agitada.
Sonríe altanero cuando me señala con el mentón mi asiento durante la clase: mi bufanda pende del respaldo.
La cabeza está dándome vueltas y ya me duelen los hombros por tanta tensión en ellos. Retrocedo y tomo la tela tejida.
—Mi abuela Anne de seguro me mata si la pierdo —musito con una mueca, pensando en las horas que pasó tejiéndola para mi. Había hecho otras seis para mis primos y nos obligó usarlas la navidad pasada.
Cuando me vuelvo, él está recargado en el escritorio de nuevo, esta vez de mi lado. Tiene cruzados los brazos sobre el pecho y eleva la mirada desde mi cintura hasta mi cara. Me hace creer que ha estado mirándome cuando me incliné para recoger la bufanda.
La blusa al instante me aprieta y las piernas me tiemblan sólo con imaginarlo mirándome. Separa una mano sosteniendo unas cuantas hojas engrapadas que parece ofrecerme, me acerco lentamente para tomarlas.
Son impresiones de su presentación en clase.
—Estaba distraída, señorita Ferguson —ese tono es el mismo de ésa noche. Cuando su aliento caliente con sabor a alcohol se introdujo en mi boca, despertando humedad en mi ropa interior.
—Gracias —musito. Es imposible no sentirse frustrada, desanimada y caliente al mismo tiempo—, al menos tiene una guía —trato de consolarme y luego, noto la hoja extra atrapada con un clip.
—Se pondrá al corriente esta tarde —sentencia sin mirarme—. A las seis en el Saint John's Medical Center. No llegue tarde.
Él se despega del escritorio, echándose a andar hacia la salida y yo, estoy a punto de desmayarme.
***
—Todos saben que es una zorra —exclama Hillary sin importarle que su voz se escucha por toda la cafetería.
Marion se encoge en su lugar, apenada por la mirada que nos echan algunos de nuestros compañeros.
Tuerzo los ojos y me enfoco en el pitillo de mi mokaccino frío.
No obstante del frío que afuera se cuela por los altos ventanales que conforman la pared norte de la cafetería escolar, de la amenazadora lluvia y de lo ridícula que me vi pidiendo una bebida helada, es lo único que ha enfriado mis ideas luego de lo sucedido.
Entre más lo pienso, más aumentan las posibilidades de que me termine las reservas de hielo del lugar.
Lisa sonríe con naturalidad.
—No he insinuado nada —dice, dándole un sorbo a su expreso, restándole importancia al asunto. Así es ella, juvenil a un nivel medio, entre la locura de Hillary y la timidez de Marion.
—Cierto que no lo dijiste —continua Hillary, picando con su tenedor el pastel que sigue intacto—. Pero todos aquí lo saben.
No voy a decirlo, pero en ésta ocasión estoy de acuerdo con ella. Rita Tennynson siempre ha sido una docente de dudosa reputación, que combina muy bien con su amplio escote y la eterna sonrisa insinuante en su faz.
Se decía que se había acostado con un estudiante una vez, pero dado que sólo eran chismes ella no perdió el empleo, aunque su reputación se elevó en la escala de la putería.
Personalmente creo que está desesperada por casarse, ya está por llegar a los cuarenta aunque quiera aparentar menos con su actitud coqueta.
—¿Y entonces? —pregunta Marion con un hilo de voz.
—Pues eso —retoma Lisa—. Cuando estaba ordenando las solicitudes de internados de este año la ví, coqueteando con el nuevo profesor.
Me estremezco, aunque logro disimularlo cruzando los tobillos debajo de la mesa.
—La profesora Rita es... bonita.
—No creo que el profe Roberts caiga en su juego —apunta Hillary.
No, de hecho me parece que el peligro es él.
—¿Y cómo sabías que le coqueteaba? —hablo por primera vez, fingiendo indiferencia.
Lisa me mira como si la pregunta fuera estúpida.
—Le echaba ésas miraditas de querer meterse en su cama, hasta mordió un lapicero y todo —ríe con sorna.
Hillary resopla bajo su fleco rubio.
—¿Y qué hizo él? —agradezco en silencio que la rubia me gane la pregunta. Lisa ensancha su sonrisa.
—Eso fue lo mejor: el profe ni siquiera se inmutó. Tenía la misma cara de siempre estar enojado.
Hillary explota en carcajadas y hasta Marion sonríe tímidamente.
No puedo evitar sentirme poderosa, a la guapa Rita Tennynson la ignoró titánicamente y a mi me había besado.
Triunfal como me siento, sobrellevo el calor que me invade pensar en él. El celular vibra entre mis piernas y me apresuro a sacarlo del bolso.
Hay dos mensajes pendientes para leer; el primero del grupo de w******p de tres (a saber, Neil, Alan y yo) y el otro de Alan. Con un vuelco en el corazón, abro primero el de él.
«¿Estás libre?»
A punto de responder con una afirmación me detengo: El profesor Roberts. ¡Rayos!
Antes de responderle, contesto el otro mensaje, donde mi hermano me recuerda la reunión en casa de nuestros padres para el siguiente sábado. Mientras me debato sobre el primer mensaje, noto a Marion revisar su celular y el color teñir sus mejillas.
Supongo que está invitada también.
«¿Puedo invitar a alguien también?» escribo, pensando que es una buena idea para sacarme a Hillary sobre Marcus.
Neil se apresura a responder que sí, que entre más gente mejor. Alan escribe en nuestra conversación privada un par de signos de interrogación y lo imagino frunciendo el ceño al ver mi respuesta grupal sin haber contestado su mensaje privado.
Me muerdo los labios.
«Olvídalo» escribe entonces.
El gesto se me desinfla, aunque trato de mantenerme optimista.
***
El techo de mi habitación –ahora también la de Marion–, tiene once manchitas de humedad, dos peladuras de pintura, y en el rincón junto al armario, se forma una figura parecida a un caballo.
Me hace replantearme los motivos por los cuales es barato el alquiler, no es una ganga después de todo.
—Leilah.
Me vuelvo hacia Marion al oír su susurro preocupado, me mira fijamente con su normal expresión tímida. Supongo que está pensando en Neil, aunque a la final mi hermano la haya compensado con una invitación a una fiesta.
No es una cita, pero quizás mejor a nada.
—¿Eh?
Su gesto preocupado se ensancha.
—¿Estás...estás bien?
No, la respuesta es no. ¿Acaso es tan notorio? He estado mirando el techo desparramada sobre la cama mientras pensaba y pensaba. Ya no me siento feliz con haber jugado la estúpida sugerencia de Samuel y ahora me siento como toda una idiota. A lo mejor hasta Alan piensa lo mismo.
No ha vuelto a escribir y me pican las manos por insistirle en vernos, pero, ¿qué pasa con el profesor? ¿Me había invitado a salir?
—¿Leilah?
Miro a Marion de nuevo, ignorando el entusiasmo repentino y el cosquilleo por mi cuerpo. No necesito mucho para decidirlo.
Vuelvo mi cuerpo sobre el lecho, desperezándome.
—Todo está en orden, sólo estaba haciendo tiempo.
—¿Para qué?
—Tengo que hacer un par de cosas —me encojo de hombros, dejándolo pasar—. ¿Cómo estás tú?
Su gesto se ensombrece.
—Neil es así —digo. Ella parece interesada, aunque todavía luce desanimada—, me refiero a que es un amigo muy leal —admito—. Siempre se preocupa por Alan.
—Tú igual —musita ella.
Suspiro, pensando que soy demasiado obvia.
—Sí, Alan es muy importante para los dos, sólo que diferente —me apresuro a decir, antes que termine por pensar que ambos batean para el otro equipo—. Así que no te preocupes, también es despistado.
Una sonrisa tímida inunda sus labios.
—N- no pienso eso —se encoge de hombros, ruborizándose.
Me incorporo de un salto y tras retocarme el maquillaje, aplicarme un poco de perfume y cepillarme el cabello, decido que debo cambiar mi atuendo.
Marion me mira a medias, alternando su atención entre su libro de pediatría y mi indecisión entre unos vaqueros y un blusón con medias. Al final gana la segunda opción y con el bolso al hombro, me dispongo a salir.
El camino hacia el hospital resulta tortuoso, mitad porque sigo pensando en Alan, del problema familiar que había presenciado y de lo mucho que debía afectarle. Siempre era así cuando se trataba de Rick.
Y luego está su mensaje y su segura molestia, por no responderle afirmativamente.
Por otro lado, la otra gran medida de mi nerviosismo era lo ocurrido con el profesor Roberts; el beso, su indiferencia, sus palabras y sobre todo, mis ganas de repetir lo ocurrido aquélla noche.
Tengo que admitirlo.
El Saint Jonh's Medical Center es uno de los hospitales privados del estado. Sus instalaciones son tan exclusivas y modernas, que casi nadie puede darse el lujo de obtener atención médica allí.
Ya había estado adentro un par de ocasiones: cuando hice mi solicitud para hacer allí el internado dentro de un año... y cuando me rechazaron.
No me extraña que un reconocido y especialista neurocirujano tan altivo como Evan Roberts, trabaje allí.
Cruzo las puertas de cristal corredizas directo a la recepción, me he echado la bata al bolso por si las dudas y en éste momento, retengo el aire tan nerviosamente que tuve que hacer una pausa, por comenzar a sonar como adolescente enamorada.
La recepcionista me dice que vaya a la cuarta planta, cuando el amplísimo ascensor termina de correr, miro el camino del ancho pasillo de piso cromado que se me antoja peligrosamente resbaloso, y me aliso nuevamente la falda del blusón rojo preguntándome si es muy corto.
Me planto en medio del corredor, maravillada por la calma del pasillo. No hay camas afiladas unas tras otras, sólo un camino de puertas cerradas que debían conducir a las habitaciones personales de cada paciente.
Voy a dirigirme hacia la estación de enfermeras, una media luna en un rincón con un amplio florero repleto de rosas, cuando lo veo.
Se acerca acompañado de dos enfermeras, parece darle instrucciones sin detener sus pasos. Ellas, mucho más bajitas en comparación lo miran más embelesadas por su rostro, que por lo que está diciendo.
Y no las culpo. Evan Roberts no es un profesor de facultad en este momento, sino un médico hecho y derecho. La bata blanca le queda tan bien sobre la camisa, que estoy a punto de hiperventilar allí mismo.
Se detiene, me mira y su gesto severo se vuelve simplemente soberbio. Le entrega la tablilla que sostiene a una enfermera y descubro que me muerdo los labios, sintiendo las piernas como un par de gomas tensas.
Le echa una ojeada a la bata que llevo colgada al bolso y enarca una ceja.
—Espéreme en mi oficina —indica, extendiéndome una llave. Ahora soy yo la que lo mira alucinada.
La mano me tiembla desde que introduzco la llave al pomo hasta que ingreso, adentro está fresco y huele a él. Los nervios se me disparan al notar que ya reconozco su aroma.
El despacho es amplio y luminoso, el muro sur es un ventanal cerrado de manera permanente, los artículos son los típicos de una consulta aunque parecen nuevos y la diferencia con otros cubículos médicos, es que el lugar refleja soberbia y dinero.
Así deben ser las oficinas de todos los especialistas del hospital y me emociona tanto, que tengo que hacer uso de toda mi madurez para no sentarme en su silla.
No hay fotografías ni nada que le reste un poco de impersonalidad al lugar. Me siento frente al escritorio, dejando la llave de su despacho frente a mi.
Los nervios me carcomen mientras espero.
***
Finalmente, luego de nueve súplicas por mensajes; Marcus acepta ir a la fiesta de Neil con la condición de llevar a un amigo para no aburrirse.
¡Miren quien ya tiene amigos! ¿Quién lo diría?
Suspiro jugueteando con el celular, ya sin arriesgarme a que se arrepienta, me limito a enviarle un escueto “gracias” y vuelvo mis ojos al reloj en la pantalla.
Llevo esperándolo como cuarenta minutos, me siento ridícula. Tal vez deba irme, buscar a Alan y...
La puerta se abre y me tenso en mi asiento de inmediato, diciéndole adiós a mi trabajo de relajación. Vuelvo el rostro sobre mi hombro y descubro al profesor cerrando la puerta tras su espalda...con seguro.
Experimento mucha ansiedad cuando sus pasos hacen un sonido seco al acercarse, me encojo cuando pasa a mi lado, quitándose la bata.
¡Santo cristo! Está aflojándose la corbata y mis nervios se hacen añicos cuando pasa por mi cabeza que comenzará a desvestirse.
¡Por todos los cielos, deja de pensar idioteces, Leilah!
Se sienta del otro lado del escritorio, apoya la mejilla sobre la palma y me mira. Paso saliva, sintiendo mi respiración atascada en mi garganta.
—¿Eres novia de Alan?
Me toma desprevenida, la garganta la siento seca y quiero poder tener en claro estar de acuerdo con la respuesta.
—No —musito, acordándome de los mensajes sin responder y mi eterno enamoramiento por él.
Lo curioso del asunto, es que quiero que el profesor Roberts me crea, hasta pienso en un tono sensual pero lo descarto por lo ridículo que sonaría.
Hay un silencio incómodo, luego de mi lastimera confesión.
—Yo...traigo los apuntes —digo de prisa, mientras comienzo a hurgar mi bolso.
Cuando los saco a su vista, él enarca ligeramente las cejas con expresión asombrada, creo que no esperaba que me creyera que en realidad iba a darme una clase particular.
No quiero pensar en nada más, porque estar encerrados en su oficina me está causando hormigueos en la piel.
—Haz las preguntas que tengas ahora, porque después no querrás hacerlas —indica sin cambiar su pose.
—¿Cómo dice? —ni siquiera he leído bien la dichosa guía.
Baja sus ojos por mi escote en uve y el aire me abandona, al mismo tiempo que la humedad comienza a bajar por mi entrepierna. Suelta un ligero suspiro y se acomoda contra el respaldo de su silla.
—Tu estadía y la mía en la facultad van a estar en peligro, si alguien comete una indiscreción —apunta directo.
Las manos que sostienen las hojas engrapadas pierden fuerza. Tardo un momento en comprender el sentido de sus palabras.
—Me citó aquí para decirme que no diga nada sobre la otra noche —suelto el aire de golpe.
Su expresión gélida e indiferente se mantiene firme.
Es inevitable no sentirme frustrada al descubrir el motivo para hacerme ir, de hecho, inclusive no quiso hacerlo en la escuela para evitar que alguien escuchase y malinterpretase...o más bien, se enterase.
—No le he dicho a nadie —musito, guardando de nuevo mis hojas. Él ladea el rostro levemente, entornando sus preciosos y profundos ojos café.
Tiene un atisbo de sonrisa altanera en la comisura de sus labios, así que deseo arrancarme el zapato y arrojárselo.
—Y no lo haré —remato ofendida—. No se preocupe, de todos modos nadie me creería.
Al ponerme de pie él me sigue, aunque sólo se muevan sus pupilas.
—Un momento.
Me detengo a medio camino, devolviéndome enfurruñada. Se supone que debo sentirme aliviada por saber que mi problema de calor termina ahí, pero no, es lo contrario.
—¿Nadie te creería? —enarca una ceja.
Aprieto los labios al saberme exhibida con todo y mi baja autoestima.
—No diré nada —aseguro de nuevo.
Evan se pone de pie, rodeando su espacioso escritorio. Al instante me tenso en mi lugar, encogiéndome conforme se va acercando, con la mano dentro de los bolsillos del pantalón.
—Crees que estoy rechazándote —exclama con seguridad. El aroma de su perfume se cuela por mis fosas nasales, haciéndome temblar ligeramente.
—Usted es mi profesor —balbuceo, como si aquella fuera una explicación suficiente a sus palabras ciertas—. Se le pasaron las copas... —trato de hacerlo parecer como si no hubiese sido nada.
—¿Te parecía borracho? —reta.
¿Por qué lo está haciendo tan difícil? Es él quien acaba de zanjar lo ocurrido.
Aún así, niego en silencio.
—Entonces no te estoy rechazando —dice, encogiéndose de hombros como si nada.
Ya no dice nada más, así que me aventuro a alzar la mirada, eligiendo como centro de atención sus labios.
Reconozco el temblor subir por mis piernas, humedeciendo mi ropa interior. Da otro paso hacia mi y contengo el aliento.
Me siento asfixiada dentro del blusón.
Sus palabras rebotan en mi mente una y otra vez, aumentando el bochorno debajo de mis muslos. Quiero besarlo otra vez.
Doy un paso al frente, estirando mi cuello hacia él, acercando temerosamente mi boca, esperando que me contenga. Él permanece quieto, con las manos metidas en su pantalón.
Su aliento choca contra el mío y vacilo a punto de encontrarme con sus labios, frunzo la nariz sin querer abrir los ojos. Debo verme como una niñita miedosa.
No lo culpo por pensarlo, así me siento.
—No va a besarme, ¿verdad? —inquiero con un hilo de voz.
—No.
Me muerdo los labios regresando los pies al suelo; húmeda y excitada, frustrada y dolida.
No encuentro muchas palabras que decir, estoy turbada y lo único que quiero hacer es escapar.
—Si dudaste es porque no quieres hacerlo —exclama con firmeza. ¡Pero sí quiero!—. No obligo ni seduzco niñas.
Ahora me siento como en pañales.
Veo su mano acercarse a la perilla y pierdo la noción de lo que hago, me estiro de nuevo, plantando mis labios sobre los suyos.
Me corresponde de inmediato, invadiendo mi boca con su lengua. Me estremezco cuando se abre paso entre mis labios, echando a volar mi imaginación.
Me pego a su cuerpo, luchando por querer mantener mis brazos a mis costados, arrugando la tela de mi blusón.
Sabe a menta.
Las piernas me hormiguean, despertando la ansiedad como humedad que vibra dentro de mi bikini, estando a punto de hacer combustión. Tiemblo cuando de pronto sus dedos rozan mis brazos, despertando choques eléctricos por toda mi piel, creo que me muevo hacia él.
El tacto se hace firme en mis hombros, aspiro hondo su mismo oxigeno y luego, me aparta de él.
Los labios me hormiguean tanto como mi entrepierna.
Había perdido el aliento por completo, así que no es hasta que escucho los golpecitos en la puerta, que me atrevo a abrir los ojos.
Carraspeo dando un par de pasos atrás, los golpes en la madera se repiten. Sacudo la cabeza, apartándome de la cercanía de la puerta y Evan la abre sin más.
—Evan, creí que... —Peter se frena a media frase mirándome, su expresión se agria.
Algo me dice que no le caigo bien. Alzo la palma para saludarlo pero ante su gesto desagradable, termino peinándome el cabello. Todavía me arden las mejillas y espero que Peter no se de cuenta.
El interpelado se da vuelta con soltura, avanzando de vuelta al escritorio.
—No sabía que estabas acompañado —habla Peter sin dejar de mirarme—. ¿Vino Alan?
Golpe bajo. Bueno, ahora él no me cae bien.
—Alan no tiene por qué venir al hospital —replica Evan, extendiéndole un trozo de papel parecido a un cheque.
Peter lo acepta, pero aún parece molesto.
—Hammer llamó.
—Hablamos más tarde —le indica la salida con la mirada y aunque su hermano parece interesado en seguir atacando, da unos pasos atrás para salir.
—Claro, no interrumpo tus clases particulares —una mueca de cruel diversión se asoma ahora a sus labios.
Cuando la puerta se cierra, siento el mundo caerse sobre mi. ¿Qué estás haciendo, Leilah?
La mano de Evan se alza por mi espalda cuando se para frente a mi, acercando la otra a mi cuello cuando se inclina para besarme.
Tengo un acceso de pánico y me aparto torpemente pese a la turbación que nubla mi cabeza.
No tengo tiempo para analizar si hay alguna reacción por parte de él, sólo me apresuro a la puerta, huyendo.
Afuera está Peter, repantigado contra el muro con los brazos cruzados, me mira fijamente cuando le paso por un lado y luego se vuelve a la oficina de su hermano.
Apresuro mis pasos, oyendo mi corazón haberse alocado con tanta fuerza que me duele. Y sobre todo, asfixiada con el entorno.
Estoy deseosa por llegar a casa y tomar una ducha fría. O quizás, pensar en Evan un poco más, en el error que he cometido al besarlo de nuevo y por supuesto, calmar la excitación que ya siento le pertenece a él.