Han pasado ya dos semanas y el profesor Roberts sigue con su fría indiferencia hacia mí, o al menos es lo que creo.
Quizás no es así y él simplemente actúa conmigo como lo haría con cualquier otra alumna.
El problema es que de mi cabeza no salen ésos recuerdos, por más que me empeño en seguir mi vida como si nada. Lo que ya está haciéndome sentir como una paranoica.
La clase del viernes llega y apenas entra al recinto siento mi respiración comenzar una carrera contra mis pulmones. Me tenso en mi asiento y él pasa de largo sin mirarme, como si más bien hubiese un puesto vacío en mi lugar.
Trato de no hacer ninguna mueca o gesto que delate mi inconformismo, pero no puedo evitar sentir cierta desazón que me deja un amargo sabor de boca.
No es posible que me sienta tan mal porque él actúe como debe: como mi profesor frío en indiferente.
A pesar de que no puedo evitar acosarlo con mi mirada como una completa demente, trato de concentrarme en la clase y quitarme los punzantes pensamientos que aguijonean mi cabeza de que él de nuevo está ignorándome.
¿Y qué esperabas, Leilah, un abrazo?
Él comienza a explicar algo sobre el hueso húmero y abro mi cuaderno para tomar unas notas. Su mirada pétrea recorre el salón sin detenerse ni un momento en mi persona, pero trato de que no me afecte, prestando real atención en lo que está diciendo y sacándole el mejor provecho; de seguro va a haber otro exámen sorpresa.
Mi mirada está fija en el severo perfil de rectas líneas, que dibujan una mueca que se figura siempre estar enojado. Pero como yo sé, se transforman en una fiera expresión de lujuria que me dedica de manera profunda al acabar de devorar mi boca.
Soy incapaz de apartar mis ojos de él; dándome cuenta tal vez demasiado tarde, que los de mi alrededor han comenzado a escribir, a pesar de que él ni siquiera ha vuelto a despegar los labios.
Miro mis escasos apuntes, y finjo atención a los garabatos dispuestos de cualquier forma en mi cuaderno, ya que desde que él llegó sólo he estado pendiente de cada uno de sus movimientos.
Todos han salido del salón y me quedo rezagada; quizá a propósito, fingiendo estar acomodando mis cosas en el bolso. Estoy plenamente consciente de su imponente presencia, sentado en su escritorio con la vista fija sobre unos papeles en los que parece tener su completa atención.
—¿Necesita algo, Ferguson? —habla de pronto en tono despectivo y autoritario, haciéndome pegar un respingo.
Aprieto los dientes ante ése tono que tanto detesto, sobre todo al ver su mueca de suficiencia cada vez que me nombra. Me pregunto si sabe que Ferguson es también un nombre de chico y por eso se burla, o lo hace por mi huida como caperucita delante del lobo.
Quizás suene tonta la comparación, pero así me sentí frente a él ése día.
—No, profesor Roberts —respondo severa, con un tono tajante que no había planeado usar.
Siento el aire tenso en ésos momentos, sobre todo al mirar de reojo cómo él se levanta de pronto y toma su maletín, seguramente para disponerse a salir sin dirigirme siquiera una sola mirada, como siempre desde aquella vez.
—¿Necesitas algo? —añade en un tono que no puedo descifrar, haciendo que me quede estancada en el sitio al verlo caminar hacia mi—. ¿Por qué sigues retrasando tu salida?
Me siento como una tonta al reparar que no sólo ha comenzado a tutearme de nuevo, sino que se ha dado cuenta tan rápidamente que he retrasado mi salida a propósito.
No puedo ser más patética.
—Y- yo no... no he... —mi lengua parece haberse atascado a mi paladar, haciendo que tartamudee igual a mi amiga Marion. Me pregunto si alguien se lo pegó a ella—. No sé... de qué habla, profesor.
Pierdo el control de mi respiración, sintiendo un cosquilleo en mi estómago que me recorre entera cuando él roza mi brazo al inclinarse sobre mi. De pronto me siento como un umpa-lumpa delante de su metro noventa, comparado a mi pobre metro sesenta y cuatro.
—¿Qu- qué...? —no puedo terminar la frase porque siento el calor de su fuerte torso chocar contra mi cuerpo. Cierro los ojos automáticamente al recordar su beso y me estremezco un poco, pero la sensación me dura poco ya que él vuelve a adoptar su posición inicial, erguido delante de mi.
—Se te cayó esto —sostiene delante de mis ojos una bufanda, que seguramente ha caído en un momento de descuido, por estar mirándolo embelesada.
Tardo unos segundos en procesar la información, pero finalmente extiendo mi mano y tomo el fino trozo de tela, que no es lo suficientemente grueso como para dejar de sentir el roce de sus dedos.
Siento el aire atascarse en mi garganta, al reparar en su mirada fija, comenzando a sentir que mis piernas se vuelven de goma. Sus ojos profundos se posan en mis temblorosos labios, alzando una ceja y ladeando su rostro en un gesto de prepotente y cínica curiosidad.
—No la pierdas —apunta, señalando el trozo de tela con su fuerte mentón—. Más te vale ser menos descuidada, Ferguson, no estamos en primaria.
Se dirige a la salida con un porte erguido, elegante y con aires de suficiencia. Yo lo miro de manera atolondrada, sintiendo mis piernas como un par de algodones de azúcar, con mi corazón a punto de salirse por la garganta.
Suelto un suspiro y tomo mi bolso con manos temblorosas, consciente de la tensa situación en la que se encuentro. No es posible que me sienta de ésa forma por él, un arrogante y egocéntrico profesor mayor que yo, que ni siquiera me había mirado luego de dos semanas desde que salí huyendo de su presencia.
Admito que no debí huir de ésa forma, pero la verdad no sé me ocurrió otra cosa que hacer.
Sé que es una enorme tentación y que si cayera por él viviría una real aventura idílica, pero, con mis veintidós años bien cumplidos también sé lo peligroso que puede ser involucrarme con mi profesor, por lo que vuelvo a desechar la idea de pronto; a pesar de que soy consciente de la avasalladora atracción que siento por él.
Tuerzo la boca al darme cuenta que voy a necesitar más que fuerza de voluntad para evitar caer delante de mi sexy, guapo y ardiente profesor.
***
Termino de calzarme los tacones rojos, apretando el cincho de la hebilla para evitar que se me salga a medio paso. Al mirarme en el espejo me pregunto de nuevo si no es demasiado exagerado mi aspecto, pero termino de convencerme porque no me he estrenado éste vestido n***o y lo he amado desde que lo vi.
El corte en uve en mi pecho es muy sutil pero aún así se me abre un poco para dejar al vuelo mi femineidad. No quiero ni pensar en el largo porque he estado mentalizándome a que nadie –dígase Evan Roberts–, le importa el corto de mi falda.
—¿Exactamente a qué hora llega? —pregunta Hillary, pasándose la segunda capa de rímel.
—Ya debe estar por llegar —replico—. Marcus detesta hacer esperar... y que lo hagan esperar.
Hillary alza ambas manos a modo de rendición y se pone de pie dejando de lado el maquillaje. Había calculado el tiempo que tardaríamos en estar listas con mucho margen de error para no fastidiar a mi primo.
Marion ha sido la primera en terminar y la más nerviosa con la idea de ir a una fiesta en casa de Neil.
Por mi parte, me siento feliz con la idea de volver a ver a mis padres, al volver a ver a Alan y su familia sentía que todo volvía a ser como antes. He tratado de apartar de mi mente los encuentros con mi profesor para no sentirme azorada o acalorada.
Aquél día falté adrede a mi clase de anatomía porque no me sentía capaz de enfrentarme de nuevo a su mirada, o a la adrenalina que se convertía en real excitación cuando mi profesor se paseaba por enfrente.
El primer beso puede adjudicarse al alcohol en las venas de los dos (aunque estuviéramos lúcidos) y el segundo a mi encandilamiento inmediato. Me gusta, obviamente y rayos, enciende mi cuerpo entero.
No quiero ni recordar las imágenes que azotaron mi cabeza cuando me quedé sola en la ducha; imaginándome que estaba detrás de mi, debajo del agua caliente y cubiertos por la espesa capa de vapor.
Y por otro lado; Alan y sus nulos mensajes de w******p luego del último.
Cuando oigo el timbre, salgo disparada para evitar que Marcus se exaspere. Pueden pensar que exagero, pero... es que nadie lo conoce enojado. Abro y de inmediato me cuelgo a sus hombros. Se tensa y no me corresponde, sin embargo sé que alegra de verme tanto como yo.
Creo.
—Primo —exclamo, soltándolo—. Pasa.
Con tacones llego casi a su altura así que miro directo a sus grandes ojos pardos, estoicos pero fatuos.
Sus lisos cabellos oscuros están perfectamente peinados y el color azul intenso de su camisa, contrasta muy bien con su pálida piel y negra cabellera.
—¿Nos vamos ya? —es la primero que dice. Mantengo mi sonrisa intacta para no golpearlo por su falta de tacto.
—¿Cómo está la abuela Anne? —inquiero y su gesto se hace aburrido.
—¿Es tu prima, uhn? —oigo otra voz, decidida. Me asomo al costado de la cabellera de Marcus, detrás de él, apostado en un Mazda gris, está quien debe ser el misterioso amigo.
No parece del tipo que soportaría a Marcus. Es ligeramente más alto que yo, cabello largo (más que el mío) rubio, recogido a medias con un fleco que le cubre la cara igual que a... Hillary..
Me muerdo los labios divertida con la analogía. Tiene los ojos azules claro y un gesto fastidiado con los brazos en jarras.
—¿No es evidente? —replica Marcus exasperándose. El rubio enarca una ceja.
—¡Leilah! —Hillary sale a nuestro encuentro, pasándome mi bolso mientras le dedica una amplia sonrisa a Marcus. Luego sus ojos se cruzan con los del otro muchacho. Es como ver la versión masculina de ella.
La escena me provoca tantas ganas de reír que tengo que fingir un ataque de tos.
Detrás viene Marion, con la mirada baja.
Siento un pellizco en mi espalda por parte de la rubia que me hace dar un brinco.
—Claro —musito—. Marcus, ya conoces a Hillary y ella es mi amiga Marion. Chicas, mi primo y... —miro al rubio.
—Félix —se presenta, aunque sin descruzar los brazos.
—Félix —susurro, aunque presiento que no será una noche cualquiera.
***
Dos fiestas en el mes suenan ajenas a mi, pero ahí estoy, encaramada en el asiento del piloto mientras Marcus conduce. Atrás Félix está sentado entre mis amigas con una clara mueca de disgusto por estar mi amiga más parlanchina intentando sacar información sobre él.
Aún así, mientras nos dirigimos a la residencia Ferguson, nos enteramos que Félix esta en su último año estudiando arte y que además de egocéntrico, trabaja en uno de los periódicos de más circulación en la ciudad. Imagino que para ganarse la vida y seguir sus estudios pero no lo menciona.
Hillary intenta sacarle conversación a Marcus incansablemente, logrando sacarle un par de frases y suspiros cansinos. Mi primo es el mayor de todos nosotros (que somos cinco primos en total), tiene principios inalterables sobre la puntualidad y hace un año se matriculó como arquitecto.
Cuando nos adentramos en el conjunto residencial, Marcus tiene que dejar su identificación en la caseta de vigilancia y abrir la cajuela para que sea revisada.
Recuerdo la broma pesada que hizo Neil a nuestros padres, haciéndose pasar por secuestrado en la cajuela y me echo a reír.
Una mini patrulla nos guía hasta el caserón de Mattew Ferguson. Aparcamos unos metros delante en vista que el jardín entero está ocupado. Puedo imaginar la ira de mi madre Katerine cuando vea cómo le han dejado el pastizal y sus flores la fiesta de su retoño rubio.
Mi amiga Hillary comienza a ignorar tiránicamente a Félix, acaparando –o intentando–, toda la atención de Marcus. Incluso lo toma del brazo al andar y supongo que tanto su amigo como yo sufrimos de un mini infarto.
Me apresuro a andar, tirando a Marion de la mano, esperando que el rubor le baje unos niveles de carmín para cuando lleguemos donde Neil.
La música retumba contra las paredes y cristales antes de siquiera llegar al porche. Voy a tocar la puerta cuando ésta se abre de pronto.
—¡Leilah! —mi hermano enfundado en una camisa blanca a medio abotonar, parpadea sorprendido. Pasea la mirada por nuestro pequeño grupo, desde la expresión malhumorada de Marcus, hasta la egocéntrica de Félix.
—¡Marion! —sonríe ampliamente al verla, la interpelada se tensa, alzando la mirada—. ¡Qué bueno que viniste! —exclama.
—¿Ibas de salida? —pregunto, frunciendo el ceño.
—Sí, yo... —se pasa la mano por el cabello—. ¿Sabes dónde puedo conseguir pegamento industrial a ésta hora, saltamontes?
Mi gesto se ensancha.
—¿Y tú para qué quieres pegamento?
—Kevin y Russell rompieron un jarrón de mamá —explica dando saltitos de ansiedad. Hago una perfecta "o" con mi boca entendiendo su pánico.
A nuestra madre la apodaron "La baronesa sanguinaria" durante la universidad, cuando no necesitó que nadie la defendiera de un grupo de patanes que quisieron pasarse de listos. Así conoció a nuestro padre, Mattew Ferguson. El intentó intervenir pero no fue necesario su galantería varonil. La historia es muy cómica y algo romántica.
Nuestro padre no se cansa de contarla.
—Estás perdido —le aviso. Gime.
—Me daré una vuelta —suspira, dejándonos pasar—. El idiota ya llegó, por cierto.
Asiento mecánicamente, nerviosa.
—Hola, Marcus —saluda a nuestro primo. Éste asiente con la cabeza simplemente. Es obvio que no se llevan muy bien, ya que Marcus no tolera sus arranques de "estupidez".
—Neil —habla Marion de manera tímida—. Si buscas en una ferretería...
—¡Grandioso! —el rostro se le ilumina, la toma de la muñeca y la arrastra hacia el jardín—. Acompáñame, cariño.
Una menos me digo.
Adentro el ambiente está bastante animado, me fijo que no conozco a casi nadie de los presentes así que me siento tranquila por haber ido acompañada. Busco con la mirada a Alan, pero entre tantas personas es imposible. El salón de la residencia está repleto, algunos muebles han sido retirados para crear una pista improvisada que más que usarse para bailar, es el centro de grupitos de borrachos charlando.
Busco a mis padres con la mirada pero no los veo por ningún lado.
Tomo a Marcus por la manga de la camisa y lo llevo conmigo, por consiguiente a los gemelos rubios, hasta la mesa de bebidas. Contraria a la fiesta sofisticada de los Beresford, en ésta se carece de un barman o un bartender, de modo que tenemos que recurrir a preparar la bebida nosotros mismos.
Me quedo mirando las botellas tratando de recordar cómo se mezcla el vodka, no tengo mucho éxito porque Félix tiene que acercarse, mirarme de medio lado con suficiencia y ocuparse.
Al volverme a la juerga, me encuentro con la posición hastiada de Marcus. Amo a mi primo con toda mi alma pero es un fracaso para las fiestas, creo que hasta Félix se está divirtiendo.
Sigo buscando a Alan por todos lados, balanceándome sobre mis talones. No me había percatado de que Neil ha regresado junto con Marion y que viene al lado de nuestros padres, quienes me saludan de manera cariñosa y efusiva.
—Cariño, ¿estás comiendo bien? —mi madre me mira con preocupación—. ¿Cómo van tus exámenes? ¿Ya has encontrado dónde hacer tu internado?
—Creo que la tía Tessa me dijo que iba a averiguar sobre una clínica al sur de California o Canadá —hago una mueca, nada convencida—. Pero es demasiado lejos para hacer mi interno.
—Si necesitas que llame a un par de contactos... —comienza diciendo mi padre.
—Para nada, papá —lo interrumpo encogiéndome de hombros—. Ya veré dónde consigo uno que me acepte.
—Neil dijo que vino tu primo Marcus —habla mi mamá con una mueca en sus labios—. Me parece increíble, con lo asocial que es.
—Pues ya ves, tuve que obligarlo —sonrio con macabra satisfacción.
Ellos ríen divertidos, alegando ir donde mi arisco primo a saludarlo. Neil se acerca a mi de nuevo y de pronto nos vemos rodeados del grupo de amigos universitarios del rubio.
Si mi hermano ya me parece hiperactivo él solo, cuando se junta con ésos dos debe resultar de lo más hilarante.
Kevin es más bien del tipo salvaje mientras que Russell comienza a enfocarse en un filtreo continuo que deja mucho que desear. Quiero que Neil me lo saque de encima con su ridículo corte de cabello y su atuendo verde chillón, sin embargo, mi hermano está más ocupado bebiendo a sus anchas hablándole a Marion confianzudamente.
Apuesto a que ni siquiera se da cuenta que mi amiga está a punto de desfallecer con tanto tacto despreocupado.
Hillary me lanza una mirada de burla mientras le coquetea a Marcus, ahora me pregunto quién de las dos está más perdida: si yo con Russell y su escandalosa perorata sobre sus logros, o la rubia y sus intentos por seducir a mi primo, cuya plática está siendo apacarada por Félix.
Creo que incluso ha hablado con otras muchachas antes que ella. Frunzo los labios y me disculpo para ir al sanitario. Realmente no me la estoy pasando de lo mejor, me desvío en el camino de vuelta a la salida.
El aire está frío y el pastizal mojado, con tanta música retumbando dentro de la casa es imposible escuchar, así hubiera iniciado el diluvio bíblico.
Miro la hora: la diez treinta. Tal vez es mi poco ánimo pero ya puedo ver en la lejanía las sirenas de la policía mandando a callar el escándalo, los medios fotografiando al súper político Mattew Ferguson y por supuesto, a mamá regañar a Neil como si se tratase de un niño pequeño.
Es tan tonto que pasa por uno.
Me apoyo en la baranda del porche aspirando el aire helado. Comienzo a tiritar ligeramente, golpeando la punta de mi zapato contra la duela del recibidor, encontrando al que buscaba.
Alan habla por teléfono distraídamente, moviéndose sobre un rango de medio metro de ida y vuelta.
Me muerdo un labio indecisa, su mensaje rebota en mi cabeza sin poder darle un significado a su actitud. Así que mientras decido cómo proceder, me dedico a mirarlo: viste una camiseta polo azul oscuro y pantalones hueso. Muy guapo.
Sólo... guapo.
Me acaloro al haberlo comparado con mi profesor de anatomía y carraspeo para calmar mi ansiedad.
Alan se detiene un momento, volviendo sus ojos hacia mi, le sonrió de inmediato alzando una mano para saludarlo. Al acercarme a él lo escucho murmurar una despedida cortante y luego, deja el celular sobre el borde de la baranda.
Miro discretamente antes de que la pantalla se apague, el nombre del contacto es el de su ex novia: Kristen.
De pronto me acuerdo de lo dicho por Neil sobre que quizás vuelvan y me siento como una tonta.
—Alan —musito peinando mi cabello en mi mejor intento de seducción. Debo decir que es muy pobre.
—¿Por qué no estás adentro, Leilah?
—Necesitaba algo de aire —me encojo de hombros—. ¿Qué pasa contigo? Neil estaba a punto de retarte a otra de sus competencias, hasta Russell estaba interesado. Bueno, no debes conocerlo o quizás sí —estoy parloteando, así que me obligo a frenarme.
—Me lo presentó hace rato, es fastidioso.
Típico comentario de Alan Beresford, aunque ésta vez estoy cien por ciento de acuerdo.
—Un poco —me muerdo el labio y decido lanzar el anzuelo—. No ha parado de invitarme a salir.
Su verde mirada se entorna levemente como única reacción. Me quedo un momento en silencio, sopensando las posibilidades de que me responda si le pregunto sobre el mensaje.
Bueno, Leilah el “no” ya lo tienes, así que arriésgate.
—Alan.
Me responde con un monosílabo.
—El otro día que me enviaste un mensaje, creí que te ocurría algo.
—¿Por qué pensaste eso? —frunce el ceño.
—Ya sabes —suspiro—. Desde que nos reencontramos hemos hablado un poco más (muy poco) antes nos distanciamos un poco.
—Ya sabes, la universidad.
Asiento.
—No puedes culparme por preocuparme por ti y ése mensaje —lo miro por debajo de las pestañas, sintiendo las manos vibrarme como si acabara de decirle que siempre he estado enamorada de él.
Oh, esperen, eso ya lo sabe.
—Quería hablar con alguien —responde como si nada, apoyando los codos sobre el barandal. La leve brisa acaricia sus mechones negros.
Por algún motivo no me siento halagada por haberme elegido para algo como eso. Vacilo antes de hablar otra vez.
—¿Estás bien?
Frunce ligeramente los labios, comprende sin mayor explicación y resopla irguiéndose de nuevo. Pienso que debo disculparme por tocar ésa fibra sensible de Alan: su familia. Sobre todo su hermano.
Si Rick tiene problemas, Alan también los tiene y viceversa.
—Si necesitas algo... o Rick... —me ofrezco, acariciando su antebrazo. Él me dirige una mirada atenta.
—Lo sé, pero no hace falta —va a pasarme de largo, pero se detiene—. Gracias, Leilah.
La sonrisa vuelve a mi rostro, doy un paso esperando que por fin tengamos nuestro: “vivieron felices por siempre”. Alan sigue mirándome y casi escucho mi corazón.
Al instante pasa fugaz por mi cabeza el tacto suave de Evan al besarme, las explosiones de urgencia en todo mi cuerpo y me encojo sin pensarlo. Me pregunto por qué no tengo la misma ansiedad en presencia de Alan.
Alan toma su celular, juguetea con él y se aleja unos pasos.
—El siguiente reencuentro, se tú quien haga la reservación —dice, al alejarse con el celular en el oído—. Kristen —musita al bajar los escalones del recibidor.
Me quedo plantada en mi sitio, frustrada y desanimada. Había malinterpretado toda la situación, de principio a fin.
¿Cómo no? Siempre ha sido así con Alan.
***
Cierro con fuerza detrás de mí, ignorando los mensajes de Marcus por haberlo arrastrado hasta allí y luego abandonado en compañía de una exuberante rubia que no paraba de coquetearle.
Al menos a él no lo habían rechazado por enésima vez... la misma persona.
No me tomé tiempo de despedirme de nadie porque parada en el recibidor de la casa de mis padres, no me sentí lo suficientemente valiente como para volver adentro y fingir que mis ilusiones de cuento de hadas no se habían ido al caño otra vez.
A veces me digo que en cuestiones de amor me hace falta madurar.
Había tomado un uber de vuelta a casa y esperaba que con mi mensaje de último momento tanto Marcus como Marion no se preocupasen. Además se las dejé fácil con sus respectivas conquistas, no deben quejarse.
Sin nada mejor que hacer y con las mismas ganas de estudiar que las que tengo para arrojarme de un bungee, enciendo la computadora. Ni siquiera son las once de la noche y ya estoy de vuelta en mi habitación.
No me cambio de inmediato, digo; si por fin había estrenado mi vestido, al menos lo usaría un par de horas más.
Qué patético.
Inconscientemente, me encuentro con la página de la universidad. Debo admitir que estoy interesada –y con muchas ganas de olvidarme de lo de hoy–, intrigada por Evan Roberts y por supuesto, confundida con respecto a mis deseos candentes de echármele encima cada vez que lo veo.
Tecleo por mi cuenta privada en el sitio oficial, voy bajando el cursor por la lista de profesores que imparten las asignatura en las que me inscribí hasta que encuentro su correo electrónico institucional.
Tamborileo con los dedos decidiendo que es una tontería.
Sin querer, mis ojos llegan hasta el retrato de Neil, Alan y yo. La habíamos tomado en una divertida visita a la feria. Fue mi idea y ahora los tres tenemos una copia.
Muerdo mi labio al entender que nunca hubo nada más que una relación de amistad entre los dos, la reunión en su casa fue malinterpretada por mis ilusiones vacías y alimentada por los actos de su primo y su hermano. A lo mejor ellos también creen algo distinto.
Al menos no soy la única confundida.
Aspiro hondo, curiosamente sin lágrimas en los ojos. Miro de nuevo la pantalla de mi laptop y entro a la dirección del profesor. Devano mis sesos buscando qué decir y cómo hacerlo.
La última vez que estuve cerca de él lo había besado (por segunda ocasión) y mi ropa estuvo a punto de sufrir una combustión instantánea.
Me tallo las manos en los muslos y decido escribir.
«Buenas noches, si usted no dice nada tampoco yo».
Cuando lo envío me doy cuenta que suena bastante chantajista, así que vuelvo a intentarlo.
«No quise decir eso, gracias por la guía de estudio».
Suena mejor.
A punto de golpearme la cara contra el tablero por la estupidez cometida, la pequeña casilla aparece en medio de la pantalla. Abro mi correo personal, acordándome que lo había registrado para el sitio oficial de la universidad.
No soy de tener muchas cuentas o diferentes contraseñas, se me olvidan con facilidad.
Mi mamá me molesta preguntando cómo recuerdo los doscientos seis huesos del cuerpo humano.
No se puede tener todo en la vida, madre.
Un nuevo mensaje y la dirección es la del profesor. Retengo el aire en los pulmones mientras, leo su simple: “de nada”.
Resoplo, sintiendo el rechazo por segunda vez consecutiva en una noche.
Madurez, madurez...
No sé por qué pero la palabra da vueltas en mi cabeza, tal vez debido a mi imaginación infantil entre Alan y yo.
Sin embargo, tiene sentido: después de más de un año sin vernos, el que él decida concretar una relación sustentada solo en una “amistad” con la hermanita de su mejor amigo, es hasta ridículo.
Hace mucho que he abandonado mi enamoramiento por los príncipes azules.
Entonces; de pronto se me ocurre algo distinto, algo que tiene que ver con mi bochorno entre las piernas y Evan Roberts.
Aprieto las rodillas al recordarlo respirando mi mismo aliento y muevo mis dedos guiada por ésa sensación de ardor en mi piel.
«¿Podemos vernos?».
Me siento como Rita Tennynson al sugerir algo tan directo, o peor, seguro el profe tiene cosas mejores que hacer como para salir de casa un viernes por la noche para besarse con su alumna.
Freno mis pensamientos en cuanto nos imagino. ¿Por qué no fantaseo con una intensa plática sobre el húmero?
Espero minutos que me parecen eternos. Luego veo que ha enviado una dirección.
Se me escapa el aliento, el estómago me cosquillea con intensidad y las manos me sudan. ¿Será la dirección de su casa?
No he bebido prácticamente nada, como para alegar inconsciencia si decidía cruzar la puerta de su casa. Es claro que no es una invitación para beber té con galletitas.
Las piernas me vibran, cierro la laptop y me quedo en mi asiento, repasando en mi mente su rostro, su sonrisa.
Imagino su cuerpo y ésta vez creo que los sueños subidos de tono, encontrarán fundamento cuando salga de casa.
Aspiro hondos varias veces mientras decido. Luego, me pongo de pie.
***
Acabo de bautizar ésta fecha como: “chascos para Leilah”.
Debería sentirme avergonzada por mis fantasías por como sería su casa, si un departamento; un penthouse o si hasta la dirección era de un motel.
Digo, no sé si es casado, aunque no lo parecía en la fiesta de los Beresford.
Durante todo el trayecto, siento las piernas cosquillearme y el escote pegarse a mis pechos de forma poco conveniente, tomando en cuenta que el chofer del uber parece entusiasmado con hacerme la plática.
Le pregunto un par de veces si no está equivocado el domicilio y en ambas ocasiones recibo la misma respuesta negativa. De esta manera y con la adrenalina corriéndome por el cuerpo, me bajo del vehículo y camino hecha un manojo de nervios hacia la entrada del club.
Mi experiencia en antros es tan limitada a juergas adolescentes, que cuando pongo un pie dentro del sitio; me pregunto dónde están los cuerpos agitados, sudorosos, ebrios y abarrotados, mientras se retuercen en algo parecido al baile.
El sitio está oscuro y faltan las luces de neón parpadeando.
En vez de todas ésas cosas atronadoras, hay frente a mi una amplia pieza de mesas circulares que asemejan las de un restaurante elegante; al fondo, la amplia barra apenas iluminada por una lámpara en el techo es atendida por un bartender que viste de etiqueta y no una camisa de flores con el nombre del lugar.
Me siento como la protagonista de una película en el bar del casino, donde encuentra el amor.
Sacudo ésas ideas de mi cabeza y me encamino por el sitio. Dios, creo que soy la más enana aquí, todas las mujeres visten demasiado elegantes para ser un bar, no obstante; se ven preciosas.
Gracias al cielo no me cambié, porque llegar de pantalones vaqueros hubiese sido el papelón de mi vida.
Me acerco a la barra sin estar segura de qué hacer; es tan diferente a la fiesta de Neil. Aquí la cerveza no la bebería de la botella.
Dejo el bolso sobre la barra, me subo a un taburete cruzando la pierna y le sonrío al cantinero esperando que me extienda la carta, sin embargo; él me mira expectante, esperando.
¡Como si yo fuese experta en coctelería!
—Una margarita —ésa si la conozco.
Me sonríe, murmura un “en seguida” y se aleja.
Trato de acompasar mi respiración a la melodía del fondo, para tratar de relajar mis hombros tensos.
—Se te ocurrieron un par de dudas en clase.
Su voz grave me sorprende al sonar a mi costado, cerca de mi oído. Aprieto mis muslos cruzados al girarme.
Mi profesor apoya la mejilla sobre una mano en gesto arrogante; sus profundos ojos cafés me atraviesan, atentos a mi rostro.
Su camisa negra es menos formal que las que lleva en clase y su gesto más animado, al menos no tan severo. Las lustrosas hebras castañas están mojadas y despiden un delicioso olor a cítricos.
Parece divertido y creo que es de mi.
Hasta que sus pupilas se pasean cínicas por el escote de mi vestido es que me doy cuenta que he estado comiéndomelo con los ojos, así que ofenderme por su atención sería hipócrita.
Carraspeo al sentir la garganta seca y mi corazón acelerarse con su cercanía, agradezco que ya haya vuelto el barman con mi bebida.
El silencio amenaza con terminar con mi cordura, así que decido comenzar con un terreno común.
—Espero no haberle causado problemas con Peter —digo, antes de dar un sorbo.
Cuando el cantinero se le acerca, Evan hace un gesto con la mano para que se retire, aunque no despega los ojos de mi.
—¿No va a...?
—No estamos en la escuela, tutéame —sentencia, dejando bien en claro que en la facultad debíamos volver a los papeles. Me tenso bajo el vestido, cuando me percato del rumbo de mis pensamientos—. Es que no quiero que pienses que me pasé de copas.
Me muerdo un labio, aunque de inmediato lo suelto, dado que sus hipnóticos ojos vuelan hasta allí.
—Lo siento —murmuro avergonzada—. No quise llamarlo... llamarte borracho —trato de sonreír. Evan aparta los ojos de mis labios, liberándome de la ansiedad que experimento por besarlo.
Doy otro sorbo de mi coctel como excusa para espiar.
No se ha arremangado ésta vez y sus pantalones de gabardina gris caen sostenidos por su afilada cadera. El brazo que sostiene su mejilla está hinchado por el músculo, marcándose por debajo de la camisa.
Enarca una ceja y me avergüenzo por mirarlo tanto y más porque mis piernas están tan tensas que comienzan a cosquillearme. Mirar el camino de su garganta rumbo a su pecho, ha logrado que la impudicia se convierta en humedad.
—Gracias por aceptar venir —suelto, al no encontrar otra cosa qué decir.
Lo sé, no soy la más experta en esto de la seducción.
De pronto su mano abandona su mejilla y vuela hasta la mía, rozando mis dedos me aparta el vaso. Parpadeo sin entender.
—Vas a embriagarte si sigues así —explica como si nada. Ahora no tengo con qué fingir que estoy a punto de colapsar.
—Niñas ebrias tampoco —digo sin pensar. Sus ojos se entornan levemente con curiosidad—. No seduces ni obligas niñas... ebrias.
Sonríe con un destello de gracia, bailando en sus ojos burlones. Está exasperándome que sólo me mire como si gozara de un chiste privado que más que divertirlo, lo satisface.
—¿Te gusto? —me giro sobre el taburete en su dirección, descruzando la pierna en el camino. En la vida jamás he preguntado algo así, siempre me ganan los sonrojos llenos de vergüenza; sin embargo, así me sale esta vez.
—No beso a nadie que no me guste —responde con simpleza.
Una honda de calor me sacude, siento apretado el escote y tengo que cruzar los tobillos para no cometer una estupidez allí mismo.
Quiero de vuelta mi margarita. ¡La exijo!
Él me gusta. No, me encanta. O el calificativo que le siga.
Analizo su sonrisa altanera, que ésta vez no le llega a los gélidos ojos, el pliegue de su comisura, la fuerte mandíbula cuadrada...
Me deslizo por el taburete, oyendo mi respiración agitada convertida en hiperventilación y luego, me lanzo a sus labios.
Su aliento es fresco, sin ninguna estela de alcohol en él. Sabe a menta.
Aspiro su oxígeno cuando pierdo el mío, lo siento acercarse, una de sus piernas choca contra las mías, separándolas ligeramente. Me estremezco de pies a cabeza temblando, buscando más de él.
Presiono con las rodillas su pierna, previniendo que estoy a punto de regalarle mi ropa interior.
Cuando voy a colgarle los brazos al cuello, Evan se separa suavemente, sosteniendo mis muñecas. Tardo un segundo en deshacerme de la turbación, producto de la falta de oxígeno en mi cerebro.
Abro los ojos descubriendo su mirada fija en mi rostro, sus pupilas cafés brillan intensamente con una resolución que me arrebata de nuevo el oxígeno. Sus labios entreabiertos con una mueca de excitación es tan gloriosa que si no me estuviera sosteniendo, me hubiese pegado a su boca nuevamente.
Por suerte, él sabe controlar ésos impulsos de urgencia que en mi se convierten en humedad.
Saca su billetera, depositando luego unos billetes sobre la barra. Sin mediar palabra, tira de mi mano ligeramente y lo sigo como mosquito a la luz, taconeando a su lado en medio de las personas.
Soy consciente de las miradas que las mujeres le dedican, sus sonrisas insinuantes; incluso una rubia de pechos generosos se relame los labios al cruzarse con nosotros.
Mi corazón trabaja a un ritmo descontrolado, febril y nervioso. Reconozco mi hiperventilación y no sé el momento en el cual pide su abrigo del guardarropa, hasta que me lo pasa por los hombros.
La fragancia impregnada en la tela me hace estremecer y lo que más quiero en ése instante es enredarme en la prenda, que me queda gigantesca.
***
El interior del Audi está cálido a punto del verano o tal vez es mi piel que palpita acalorada, sobre todo en el vientre y el busto, que pese al pronunciado escote de pronto no parece suficiente.
Es imposible: estoy en el auto de Evan Roberts, mi profesor de anatomía, amigo de la familia de Alan... de salida de un bar nocturno, con un rumbo peligroso.
—Peter está en mi casa —exclama mientras conduce.
Tardo unos segundos en comprender la connotación de sus palabras y el resultado me revuelve la mente.
Me atrevo a mirar a su estoico perfil.
—Yo...comparto cuarto con Marion Pratt —musito con voz ronca.
Creo que le digo el nombre completo de mi amiga, sólo para revelarle que es su alumna también. No lo imagino dando tumbos por el salón común, chocar con los libros desperdigados hasta mi cama individual.
La lampara de Mickey no va muy bien con la situación.
Aprieto los muslos ansiosa, es más que claro lo que va a ocurrir. No había sido otro chasco... simplemente un retraso, quizás una evaluación de él sobre mis ganas de besarlo.
De tocarlo...
Imaginarlo sobre mi, sudando...
Me muerdo mis labios, nadando en mi ropa interior.
¡Qué vergonzoso!
Lo veo torcer los labios apenas, aunque de inmediato recobra su gesto gallardo.
Las manos me tiemblan cuando reconozco que si su hermano está en casa... la mía es un caso perdido.
Motel.
La palabra rebota en las sienes con tanta fuerza, que me duele.
Evan todavía no dice otra cosa, sigue conduciendo hasta tomar la ruta hacia el aeropuerto, luego da la vuelta y se adentra en un estacionamiento subterráneo.
Motel.
Motel.
Motel.
¡Leilah, contrólate!
Aparca el auto en un cajón y se vuelve hacia mi, sus abisales ojos me escrutan porque siento su peso, aún en medio de las sombras.
Contengo el aire y aprieto las rodillas. Su tono de voz está ligeramente ronco.
—Una vez arriba, no habrá marcha atrás, Leilah.
Es una clara advertencia, mezclada con amenaza también, o una promesa. Me encanta como lo dice, sobre todo cómo mi nombre se ha deslizado por sus labios.
Ante mi silencio se baja del auto, respiro hondo dentro de la cabina, mientras rodea la carrocería hasta mi portazuela.
Me siento autómata y urgente; de pronto me veo en el espacioso lobby de colores claros, amplio y forrado en madera. No es un motel y si lo es, es uno caro.
Lo veo hablar, pero no estoy segura de mucho hasta que me extiende una llave, de cuyo extremo cuelga un llavero de metal. La tomo mientras aprieto el bolso contra mi vientre.
Sus ojos son una clara advertencia, siento que me está dando una oportunidad de salir huyendo como la última vez.
Retrocedo mis pasos rumbo al ascensor.
***
No enciendo las luces porque tengo miedo, estoy aterrada y excitada en partes iguales.
Así que no me entero cómo es la habitación. Apenas cruzo la puerta con el número doce grabado en acero, me dirijo hacia el ventanal, decepcionada porque no hubiese un balcón a través del cual corriera el aire helado.
¿Qué estás haciendo, Leilah? Es obvio que no vas a jugar barajas o a ver una película con él.
Aspiro hondo, pero de nuevo es inútil.
Me niego a ver la cama –porque debe haber una–, y suelto el bolso sobre una de las mesas de adorno.
Diminutos puntos de luz iluminan la ciudad oscura, van apagándose con cada minuto que transcurre y así como las luces van desapareciendo, también mi cordura... y mi coraje.
Las manos me están temblando y odio la analogía de las luciérnagas provenientes de los edificios, porque ahora son gotitas de lluvia las que se estampan sobre el cristal.
Apoyo la palma en el cristal, resintiendo el frío traspasar la superficie. ¿Qué pasa si esto es un error?
Curiosamente, esta inseguridad no me está arrastrando hacia la salida; al estar más interesada por sus labios, por su cuerpo... por hacer realidad ésas fantasías que me acosan por las noches, desde que supe que me miraba las piernas.
¡Maldición Leilah! Nadie puede sentir tanta pasión por alguien.
Oigo el ligero click de la puerta y me petrifico. Cierro los ojos, aspirando el aire y reteniéndolo en mi pecho apretado en el vestido; cuento sus pasos ahogados sobre la alfombra.
Trece.
El sitio es grande.
Su aliento golpea mis cabellos de pronto, me estremezco cuando lo percibo detrás de mí tan cerca, que podríamos estar ya rozándonos. Sus palmas vuelan hasta mis hombros.
—¿Eres virgen? —pregunta. Su hálito roza mi cuello, trayendo palpitaciones en mi sistema.
No sé si debo avergonzarme con mi respuesta o no.
—¿Qué? —alcanzo a balbucear.
—Como respondas depende —susurra contra mi oído, sus labios que apenas tocan el lóbulo me convencen de lo que sea—. Si lo eres, yo decidiré cómo hacértelo… sin réplicas.
Hay una explosión de calor en mis muslos.
—Si no lo eres... —continúa—. Me dirás cómo quieres que te lo haga.
¡Qué lo haga como quiera pero que lo haga!
Evan pega sus labios a mi cuello, lamiéndolo con parsimonia, mientras acaricia el borde de mi vestido sobre los hombros, extendiéndolo a los lados lentamente.
El roce de la tela contra mi piel se ve opacado con el tacto húmedo de su lengua, recorriendo desde la base de mi cuello hasta el mentón. Retengo el aire con una inhalación ahogada, disfrutando de su invasiva boca.
En éste momento podría sólo satisfacerme la idea de él y yo.
Una de sus manos vuela hasta el cierre del vestido, en cuanto lo oigo me siento dichosa al prever que mis pechos se librarían de toda ésa presión. La tela comienza a quedarse floja sobre mi cuerpo, pero me enfoco en el cosquilleo sutil de sus dientes esparciendo mordidas leves en mi mandíbula.
Su cadencia amable está volviéndome loca, mi mente se divide en exigirle quitarse la ropa o seguir dejándome hacer. Cualquier opción está bien… tal vez una luego de la otra.
Presiona mis hombros con fuerza, las piernas se me tensan y me vuelvo de golpe, perdiendo todo dejo de interés por la lluviosa noche.
Elevo los brazos con trabajo debido al vestido desabrochado, me cuelgo a su cuello buscando sus labios; aspiro su mismo oxígeno, antes de besarlo con exigencia.
No reconozco la demanda en mis actos, ni la falta de pudor que me reclama en éste momento. Su lengua invade mi boca, saboreando mi lengua en medio de aspiraciones urgentes; me pego a su pecho y al instante sus manos me atraen todavía más con fuerza, me estrello contra su pecho con un gemido gutural.
Mi vientre se encuentra sin espacio contra su erección. Todo se obnubila en mi mente.
Me alza en vilo, le abrazo la cintura con las pantorrillas consciente de que el vestido se me ha arrugado encima de la ropa interior.
Caemos sobre la cama, me hundo en el colchón recibiendo una parte de su peso al continuar el beso, ésta vez mordiendo mi labio inferior, tirando de él con los dientes. Oigo su inhalación ronca.
El vestido se va deslizando por mis brazos hasta abandonarlos, se escurre por mi cuerpo entero hasta desaparecer de mí; me asalta un ataque de pánico del que me olvido, apenas lo descubro en medio de las sombras, hincado entre mis rodillas y desabotonándose la camisa.
Celebro en silencio que mis pupilas estén acostumbradas a la media luz para maravillarme con su torso desnudo. Evan tiene los pectorales firmes que imaginaba y un abdomen de muerte, cuyos relieves darían envidia a cualquier hombre.
Se termina de sacar la camisa dejándola de lado, las hendiduras a los costados de su vientre conducen hasta su hombría abultada debajo del pantalón.
Se inclina y concentra sus labios en mi garganta, lamiéndola luego y dejando una estela de ardiente humedad conforme baja por mi pecho. Tengo el corazón tan alocado, que estoy segura que puede oírlo.
Acaricia con uno de sus dedos la separación de mis pechos, engancha el dígito en el broche frontal de mi sostén y de pronto ya no lo traigo puesto.
Me estremezco cuando su pecho se pega a mí, aplastándome los senos que en éste punto se han endurecido en su dirección. Me cuelgo de su espalda descubriendo que es tan ancha como suave, me siento pequeña debajo de él; acaricio hasta su cadera afilada mientras se me escapa un suspiro de urgencia: Evan había lamido uno de mis pezones, succionándolo con sorprendente paciencia, porque yo ya estoy a punto de hacer combustión.
Acaricia mi otro pecho, apretándolo con sus dedos mientras su mano libre se escabulle entre nosotros hasta mi vientre. Tiemblo cuando comprendo sus intenciones pero ya es tarde: el bikini está bajando por mis piernas.
Es como si con mi ropa desapareciera mi pudor, con una pegajosidad vergonzosa producto de mi excitación.
Enreda la mano por mi pantorrilla, separando mis piernas para poder acomodarse mejor; oigo dos golpes secos –supongo que sus zapatos–, y dado que tengo los ojos cerrados, no me doy cuenta de cuando desapareció su pantalón.
Simplemente, de pronto, la suavidad de su cuerpo desnudo choca contra mi entrepierna mojada. Abro los ojos, curveándome hacia él.
Me mira fijamente, estoy a punto de derretirme en el lecho, sus ojos cafés me escrutan con un feroz deseo que me hace sentir víctima, aunque estoy lejos de querer huir.
Retengo el aliento al verlo llevarse un cuadrito de plástico a los labios, lo contemplo sacar el condón y bajar la mano hacia su cuerpo.
Nerviosa, me niego a mirar.
Respira ronco y excitado contra mis labios, la loca idea de que él me desea tanto como yo a él me provoca tanta satisfacción, que muevo la cadera en su dirección para incitarlo.
Una sonrisita altiva llena de orgullo corre por sus labios, los míos, hinchados, suplican por él.
Se talla contra mis muslos logrando que abra más las piernas, me estremezco sintiendo todavía más lubricada mi entrada. Su mano viaja hasta mi garganta sosteniéndome firmemente.
—¿Entonces? —reta. Siento la punta abrirse paso. Me siento tan caliente por dentro, tan mojada y excitada que la estrechez lejos de ser un impedimento, aumenta el placer al saberme invadida por él.
—¿Cómo?—gruñe, mordiendo mi labio. Sigue penetrándome lenta pero firmemente, mi pulso se acelera contra su palma.
¿Acaso no va a terminar de entrar?
—¿Así? —se empuja con fuerza, traspasándome las paredes del cuerpo, introduciéndose por completo. Las piernas se me tensan, apretando las rodillas contra su afilada cadera. Sale apenas y vuelve a entrar con fuerza, haciéndome temblar—. Si no te gusta, me detendré— embiste en un golpeteo constante. Siento sus testículos golpearse contra mi trasero.
No puedo hablar, así que me limito a arquear el cuerpo contra su pecho buscando sus labios y apretando los muslos, sintiendo el calor inundarme por completo.
Evan deja de ser amable.
Me suelta la garganta, sujeta mi cintura y se apoya contra la cama. Comienza las embestidas de forma profunda, bañándose con mi lubricación, su cuerpo masajea mi punto de placer con cada estocada.
Me cuelgo de su espalda, hincando los dedos en su piel.
Respiro entrecortadamente y pronto mis inhalaciones erráticas se convierten en gemidos guturales. Satisfechos.
Su respiración está acelerada también, con cada golpeteo de nuestros sexos su pecho masajea mis senos, trayendo descargas de sensibilidad que se extienden como cardenales por todo mi cuerpo.
Muerde levemente mi oreja y de pronto separa el pecho de mí, apoyado en ambas palmas acelera el ritmo, penetrando más y más profundo.
Separo más los muslos elevando mis rodillas, quiero sentirlo todo adentro.
Sus gruñidos guturales se acompasan a mis jadeos quedos. Evan inicia un vaivén de arriba abajo sin dejar de entrar y salir, siento su m*****o golpear la pared superior de mi interior.
Se me escapa un jadeo y luego otro… y otro…
Se siente tan bien. Me retuerzo debajo de él, percibiendo la estela de sudor que perla su torso, la misma que me acalora toda la piel. Sus cabellos se agitan con cada embestida brutal. Sigue golpeando, gruñendo con su grave voz rota por el placer.
Me sujeto de su fuerte pecho, acariciándolo sin dejar de morderme los labios, ahogando los jadeos que me arañan la garganta. También me engancho a uno de sus brazos, sus músculos tensos son duros debajo de su pálida piel.
El filo de sus dientes separa mi labio del agarre liberando los gimoteos de placer por como está tomándome. Pasea su lengua por mi mentón.
—Hazlo… en voz alta —ordena con voz ronca. Obedezco, cualquier cosa que diga voy a hacerla en este estado.
Aumenta la intensidad y la profundidad, su erección entra y sale a un mismo ritmo acelerado, atravesándome el interior.
¡Dios, que delicia!
“Ésa” parte en mi interior, ahorca su m*****o al llenarse de placer, pequeños espasmos me sacuden de a poco haciéndose más constantes y luego, con un hormigueo frenético; todo ése placer explota en mi cuerpo, extendiéndose desde mi entrepierna. Tiemblo de pies a cabeza, cerrando los ojos automáticamente.
Se detiene dentro, presionando mis paredes inundadas.
Hiperventilo, tratando de acordarme cual es mi nombre, cuando su fuerte brazo se enreda a mi cintura. En un instante estoy de cara a la almohada.
Me remuevo al sentirlo afuera, confundida.
Su peso vuelve a subirse encima de mí, su mano baja por el largo de mi espina dorsal, logrando que me estremezca hasta gemir.
—Recupérate —ordena. El tono sensual vuelve a matarme las neuronas—. No he acabado contigo— amenaza, como lo haría un asesino a su víctima.
Me pasa la otra mano por los labios, experimento un ajeno ataque de lascivia así que lamo un dedo. Oigo su gruñido excitado.
Su erección se talla contra mis nalgas, antes de volver a introducirse.
Saca los dedos de mi boca y se apoya contra la cama, su otra mano me levanta la cintura buscando el botón al paraíso, justo arriba de la penetración.
Me separa los muslos con sus rodillas, oscilando el duro falo en mi cuerpo, sus dedos masajean ese puntito de carne, haciendo que me sacuda con renovados espasmos.
Intento apoyar los codos, cuando lo logro mis pezones rozan las sábanas y puedo sentir con mayor fuerza sus embestidas, presionándome los riñones con su fuerza.
Me muerdo los labios, sin lograr ahogar los nuevos jadeos.
Lo siento llegar como el anterior, pero más fuerte. El orgasmo vuelve a explotar por mis piernas, recorriéndome entera mientras vibra.
Me sujeta por la cintura con ambas manos y junto con sus gemidos guturales, aumenta la rapidez.
Me siento desfallecer de placer ahí mismo.
Las piernas me tiemblan.
Lo oigo gruñir con más fuerza, su respiración rompe todo ritmo y se entierra en mí al tiempo que jala mi cadera contra su vientre. Me estremezco con una nueva honda de placer aunque más sutil.
Caigo sin fuerzas sobre el lecho, vibrando cuando Evan se retira de mí con cuidado.
La niebla mental va disipándose con el paso de los segundos, normalizándose también la taquicardia y mi respiración.
Él se deja caer agitado, a mi lado. Recarga a medias la espalda contra la cabecera, sin preocuparse por cubrir su cuerpo desnudo.
No presto atención a cuando se retira el condón, pero agradezco que se haya acordado de usarlo. Se cubre los ojos con el brazo, dejando syolo visibles sus labios entreabiertos, aspirando hondamente.
Viajo los ojos por el largo de su cuerpo, las sombras que lamen su pálida piel iluminada apenas por la mortecina luz de las lámparas públicas.
Soy consciente del sonido de la lluvia de fondo, pero no me interesa descubrir si el mundo se está inundando, si se cae el cielo, pase lo que pase, solamente puedo verlo a él.
Me encojo ligeramente con hormigueos incómodos en las piernas, percibiendo mis muslos húmedos aunque seguro es gracias a mí, dado que él usó protección.
Evan extiende el otro brazo en mi dirección, nerviosa (y todavía agitada) me deslizo por la cama hasta él. No estoy segura si debo hacerlo así que no me acurruco; él tira de mi brazo con suavidad pegándome a su silueta, me sujeta el trasero luego y asoma los altivos ojos cafés por debajo del brazo.
Me ruborizo, aunque no le rehuyo la mirada.
Estoy esperando que me diga que me levante, me vista y me vaya, tal vez me pida un taxi… o quizás me lleve a casa.
Me muerdo los labios, temblando.
Percibo su pecho subir y bajar, quiero acariciarlo. De improviso me acomoda la espalda contra el colchón de nuevo. Abro los ojos con real asombro, Evan me mira a escasos centímetros con sus penetrantes ojos.
—¿Arriba o abajo?
—¿Eh? —que no me pregunte nada, que ni me acuerdo cómo me apellido.
—Supongo que abajo —ronronea de nuevo en tono de advertencia, deslizando su sonrisa autosuficiente.
—Yo…
—No he terminado contigo aún.
Y aunque debiera asustarme, mi cuerpo se estremece sintiendo urgencia por él… otra vez.
Porque aunque suena vanidoso, yo tampoco quiero que se acabe.