Sólo para mí

4945 Words
Derrapo sobre el pasillo, acomodándome la bata rápidamente. No recuerdo la última vez que llegué tarde a clase y la excusa se me ha quedado estancada en la planificación de la mentira. Está claro que no voy a decirle que los minutos se me fueron como arena entre los dedos porque no decidía qué usar, sobre todo si dentro de un par de horas voy a ver a Evan en clase de anatomía y mi guardarropa no quería jugar de mi lado del tablero. Iván Montero es el docente más atemorizante de toda la facultad, sus comentarios sarcástico-ofensivos son conocidos por todos los estudiantes y su reputación está tan arraigada a él, que no concibo como es que terminó siendo pediatra. Digo, su debilidad debían ser los niños, pero no lo diré en voz alta porque se puede malinterpretar. Me peleo unos segundos más con las solapas blancas, antes de abrir la puerta discretamente, con la intención de deslizarme cual ninja silencioso hasta mi asiento. Apenas pongo un pie dentro, me freno preguntándome si no me he equivocado de aula, cuando me cercioro que no es así, vuelvo los ojos al interior. La mayoría de mis compañeros de clase están atentos a la interrupción: yo, y sobre todo; Evan me está mirando fijamente con gesto severo. Tengo el impulso de mirar la hora pero me contengo, porque sería todavía más vergonzoso. —¿Tiene planeado seguir interrumpiendo la clase, señorita? —el tono de burla y reprobación me hacen sentir nerviosa. Oyendo risitas disimuladas, me encamino hasta el pupitre, no me he sentado cuando Evan ha recuperado el monólogo. Descubro que las piernas me están temblando y tengo una fiesta en el estómago. Evan viste un abrigo a tres cuartos gris oscuro, cuello levantado, debajo se asoma un pedazo de la tela blanca de su camisa. En el espaldar de la silla hay una larga bufanda negra y supongo que le pertenece. ¿A quién más si no, Ferguson? Carraspeo discretamente ante mis difusos pensamientos, enfocándome en seguir el ritmo de la clase. Doy con el tema que estaba abordando, (nótese que me he leído las hojas de su exposición mientras lucho entre párrafos para concentrarme en la lección y no su piel ardiente); mi atención se enfoca en el vaivén de su mandíbula cuando habla y el movimiento ligero de sus labios. Me acuerdo de su forma demandante de besar y al instante me asalta una honda de calor incómodo. Hasta el momento en que ordena que demos nuestro diagnóstico, me doy cuenta del caso clínico proyectado detrás de él. Sacudo los cabellos enfocándome en mi carpeta. Si quiero matricularme, tengo que dejar de embelesarme con el movimiento de sus labios y escuchar lo que dice. Evan se sienta con el gallardo arrogante con el que hace cada cosa y deja de prestarnos atención, ladea el rostro dejándome perfecta visión de su perfil de líneas cuadradas. Se acaricia la barbilla suavemente con el dorso de los dedos, luciendo endemoniadamente atractivo. Aspiro hondo. ¡Leilah, tienes un caso clínico y la plena convicción de terminar la carrera! Copio las palabras que considero claves y comienzo a hacer mis hipótesis, no he descartado la segunda cuando me recorre un escalofrío, asomo los ojos por entre las pestañas, descubriendo que los orbes castaños del profesor me miran. No, me comen. Aprieto las rodillas instintivamente, tensándome por completo. Es como estar debajo de una lupa que pretende desnudarme con un gesto estoico y feroz al mismo tiempo... pero eso es sólo porque detrás de la frialdad en ésas pupilas cafés, reconozco la soberbia lasciva. Como una avalancha, llegan a mí los recuerdos y se me escapa una sonrisa que trata de disimular mi nerviosismo. Evan aparta la mirada como si nada, perdiéndose de nuevo en algún punto del salón. Me muerdo los labios, tratando de ignorar el bochorno que está apretándome la blusa. Paso el resto de la clase preguntándome no sólo por qué está Evan en el salón, sino también si alguna vez va a dejar de arderme el cuerpo mientras esté frente a mí. Cuando la clase termina y varios de los compañeros huyen del aula, Marion se acerca para saludarme. Guardo mi carpeta mientras ella me informa que Iván había cancelado la clase debido a una emergencia familiar y que por ése motivo la clase de anatomía se había adelantado. ¡Vaya mañana para llegar tarde, Leilah! —Le... Leilah —¿Sí? —¿Sa...sabes qué tipo de...película le gusta a Neil? —pregunta por lo bajo, como si temiera que alguien la escuche. Me quedo parada unos segundos en los que tardo en hilar sus palabras para encontrarles sentido. Lo pienso sólo un momento. —Bueno —me muerdo el labio—, Neil es hiperactivo y escandaloso, una de acción. ¿Por qué? —luego caigo en cuenta—. Marion, ¿debo regresar tarde a casa? Los colores le suben al rostro y de inmediato, niega agitadamente. —N...no —tensa los puños contra el pecho—. Vamos a ir al...al cine...y...él dijo que yo...bueno...yo... —Que eligieras la película —una muy mal disimulada risa me distrae de las palabras atropelladas de mi amiga y su indecisión. Me vuelvo hacia el escritorio, rodeado de tres compañeras de clase. Está de más mencionar que los tacones y escotes se han convertido en las prendas de vestir más comunes, pero... atosigar a un profesor es una exageración. Tuerzo los labios inconscientemente, al notar los descarados coqueteos de las chicas hacia Evan. No estoy segura, pero por el lenguaje corporal debe estar la vieja treta de las clases particulares. La pequeña mano de Marion se pasa frente a mis ojos, obligándome a despegar la mirada del gesto indiferente del profesor. Mi amiga mira discretamente hacia el escritorio y luego a mí, con una muda interrogación. —Disculpa, no oí eso último. Marion va a abrir la boca, cuando el sonido de la silla contra el piso nos llama la atención: Evan se pone de pie, despidiéndose de las chicas y saliendo sin mirarnos ni una sola vez. Un retortijón me sacude el estómago. Cuando nos unimos a la afluencia de estudiantes en el pasillo, todavía no he asimilado su indiferencia. Es claro que está siendo discreto tal y como él dijo; sin embargo, eso no evita que me sienta desubicada por un instante. Vamos Leilah, que no es tu novio. De hecho, ni siquiera he decidido todavía y eso me quita el derecho a esperar lo que sea que esté esperando, porque si soy honesta... ni yo misma lo sé. Resoplo cansinamente. Las manos me tiemblan ligeramente cuando me acuerdo de las opciones: nos encontramos sin necesidad de conversar, o nos encontramos y hablamos un poco de nosotros. Hasta ahora me doy cuenta que en ningún momento sopesé (o él mencionó), la posibilidad de que me negara. ¿Y cómo vas a pensarlo, si te vuelves loca con sólo verlo? Me encojo suavemente, he retardado el momento de elección porque no me siento preparada para hacerlo; además, se trata de la primera vez que acuerdo algo como eso y encima con mi sensual profesor. Más prohibido, adrenalínico y confuso no puede ser. Si me acuerdo de él, sólo logro acalorarme. —¡Taruga! —Hillary se cuelga de uno de mis brazos, clavándome un beso en la mejilla. Frunzo el ceño. —¿Qué te ocurre, pelos de elote? —Por primera vez diré que has hecho algo bien para variar —sonríe deslumbrante al guiñarme un ojo. Al instante desconfío de sus palabras, comparto una rápida mirada con Marion y caigo en cuenta que no soy la única desconcertada. —Al desaparecer así de la fiesta de tu hermano, hiciste que Marcus sacara su lado humano —se encoge de hombros. Y a Leilah que se la cargue el secuestrador, que pudo haberla descuartizado y vendido sus órganos. ¿En serio es mi amiga ésa rubia superficial? —¿Y eso como en qué te ayudó? —enarco una ceja. —Pues es obvio que nos acercó más —ensancha el gesto—. ¡Saldré con él esta tarde! Sigo sin comprender a qué se refiere, ni tampoco imagino la forma en que la histeria de mi primo ayudó en su “relación” tan pronto, pero de todas formas me tiene sin cuidado mientras no pregunte sobre el motivo de mi huida. —Y a todo esto, narizona —agrega, encaminándose con nosotras—. ¿A dónde rayos fuiste? ¡Maldición! Marion se muerde los labios con expresión solidaria, así que tengo que darle la misma versión a la rubia. —¡No me digas que fue por Alan! —suelta Hillary de pronto. ¿Tan previsible soy? Suspiro y Hillary chasquea la lengua. Me recuerda a Marcus. —Te presentaré a William a ti también —avisa como quien no quiere la cosa. —En primera, no necesito que me presentes a nadie, cerro prendido —frunzo los labios. ¿Cuál es el interés de ésa mujer por conseguirle novia al susodicho?—. Y en segundo, ¿qué no se lo presentaste a Marion? La interpelada se tensa. —Sí, pero Marion está interesada, por algún motivo, en tu torpe hermano Neil —tuerce los ojos. El rubor en el rostro de la chica es tan visible, que podría combinar con el cabello rojo encendido de la profesora Marisa. La rubia nos detiene al final del corredor, ambas seguimos la dirección de su mirada y aunque pensamos que busca a Lisa en la oficina de profesores; es a Adrián Santoni a quien mira. —Vuelvo en un momento. —¿A... dónde vas? —inquiere Marion —Les dije que saldré con Marcus y solo tiene tiempo en media hora así que iré hasta allí —señala con el mentón al médico—. Y conseguiré que me justifique la falta. Marion aprieta los labios con desconfianza y estoy segura que también lo hago yo. —¡No me miren así! —se queja—. Sólo voy a decirle que mi abuelita está enferma y necesito ir. Claro, su abuelita rubia de ojos pardos, carácter difícil y cuya sonrisa; dicen las malas lenguas, alguna vez existió. Aunque, desde luego, yo soy la menos indicada para criticar los métodos de coqueteo inocente de mi amiga, si tomo en cuenta lo sucedido el sábado por la noche (toda la noche) y el domingo en la mañana... Mientras me balanceo sobre mis talones -viendo a la rubia brincar hasta el barbudo profesor de farmacología-, los veo. Justamente en la mesa de recepción; Rita Tennynson se acaricia un mechón de cabello a la altura del pronunciado escote, mientras le sonríe abiertamente a Evan Roberts. Hablan o eso parece, aunque el gesto exagerado de la docente es más bien una advertencia de que le saltará encima de un momento a otro. El profesor mantiene una posición autosuficiente, aunque responde de vez en vez. Ni una sonrisa en el rostro... sólo la penetrante mirada oscura. Por un segundo olvido como cerrar la boca, pero al instante sólo me siento cohibida y profundamente incómoda. —¿Sucede algo? —pregunta Marion. Niego con mi mejor sonrisa, aunque sospecho que no me sale muy bien. Ella entorna los ojos apenas, mirándome con desconfianza y dado que está a punto de seguir la dirección de mi mirada, tengo que apartarla de la posición de los dos profesores, justo en el momento en que los largos dedos de Rita acarician el dorso de la mano de Evan. Una inesperada honda de irritación me revuelve el estómago y estoy a punto de darle nombre: celos. ¿Qué ocurre contigo, Leilah? El profesor y tú no son nada. Aprieto los labios mientras tiro de la mano de Marion hacia la cafetería, gracias a ésa clase adelantada tengo un par de horas libres. *** ¿Cómo se supone que me voy a concentrar en la metodología para la creación de un diagnóstico, si no he parado de pensar en Evan? La respuesta es obvia, aunque no quiera aceptarla todavía. Gruño en silencio (porque la anciana bibliotecaria tiene un oído privilegiado), y cierro de golpe el libro. Voy a concederle a mi adolescencia tardía no saber que está pasando por mi cabeza en ése momento, por una parte estoy eufórica con los recuerdos ardientes de ése fin de semana y por el otro, sigo repitiéndome que no tengo motivos para sentirme celosa cuando sólo compartimos sexo. Ésa es la peor parte del análisis; cuando llego a ése pensamiento, mis ideas de embotan dejando todo de lado y concentrándose solamente en el cuerpo de Evan enredado entre mis piernas, su hombría dentro de mí y sus suaves labios. Me tenso automáticamente, percibiendo la biblioteca más calurosa de lo normal. A éstas alturas, de lo único que estoy segura es que necesito aclarar mis ideas y la situación; sin embargo, mi coraje está muy por debajo del nivel necesario para enfrentarme al profesor. Me tallo las palmas contra los muslos, optando por volver hacia la cafetería donde seguramente están Marion y Lisa. Mientras cruzo la explanada de cemento voy revisando los instantáneos del grupo “amigos forever”, Neil y Alan se han enfrascado en una guerra de insultos que no tengo muchos ánimos de rastrear hasta el inicio, ya que seguramente se trata de los pormenores de la fiesta de la cual desaparecí. Como esperaba, Alan no me ha enviado ningún mensaje y dado que tengo miedo de averiguarlo, no he revisado su cuenta de f*******:. Ni siquiera estoy de humor para compararme con Kristen. Paso frente a un grupo de chicas cuyas risitas son más audibles que una manada de hienas... es eso o mi humor está empeorando. No quiero averiguar a quien miran, puesto que ya imagino el centro de su coquetería descarada; me asombro al darme cuenta que eso antes no me había molestado. —¡Leilah! —la voz de Lisa me sobresalta, acto seguido me remolca de vuelta al corredor. Su sonrisa expectante me da mala espina, es la forma con la que Hillary me augura un momento vergonzoso. Marion nos espera del otro lado de la máquina expendedora. —¿Qué ocurre? —Sé que tú lo conoces —dice la pelirroja, jalándome hasta apretarnos a las tres detrás de la maquinita. —¿A quién? Lisa me sujeta del mentón y me gira la cara en dirección al estacionamiento, tardo un segundo en dar con el motivo de tantas miradas indiscretas. Inhalo hondo, acostumbrada a la revolución que provocaban los Beresford (y sus guapos amigos), donde sea que se paren. Ahora mismo me acuerdo de la primera vez que vi a uno y lo sentencié como mi futuro esposo, antes de saber siquiera lo que era el significado del amor. Apostado contra un auto; Rick Beresford habla por teléfono, su gesto es un poema: una mezcla de resignación con arrepentimiento que explica a todas luces el por qué es un príncipe azul. ¡Bendita Elaine! —Es hermano de Alan —aviso. —Se parece mucho a tu amor platónico. Me muerdo los labios, mientras salgo del escondite para acercarme a él ahora que ha terminado su llamada. Rick se ha echado a andar con ambas manos dentro de los bolsillos del pantalón, mirando fijamente al frente con un recuperado gesto estoico que caracteriza a todos los de su familia. Lisa tiene razón: se parece mucho a Alan. En cuantos sus ojos verdes me notan, me sonríe ligeramente con una especie de disculpa, por lo que imagino que está apenado por lo sucedido en la fiesta. —Buenas tardes, Leilah —saluda al detenerse frente a mí. —Hola, Rick ¿Cómo está Elaine? —apenas termino de preguntar me arrepiento: se supone que debo preguntar por él, su hermano o hasta sus padres. No su novia rechazada por la familia—. Disculpa, yo no... —Descuida, Leilah —niega gentilmente—. Ella está bien, le daré tus saludos. Suelto el aire. —Gracias. ¿Qué haces aquí? Rick necesita ver al doctor Roberts, el amigo y doctor de la familia, por algo relacionado a su internado y dado que no puedo negarme ahora que lo sé, tengo que guiarlo hasta el cubículo que le pertenece. Tengo un cosquilleo continuo en el estómago, pero me convenzo de que no tengo por qué cruzar ninguna palabra con él. —¿Cómo está Alan? —inquiero, luego de un agradable momento en silencio. Ésa es una de las características más prometedoras de él, los silencios prologados no son un problema debido a su aura de bondad que irradia, mezclada con seguridad que le da garbo al caminar. —Es muy afortunado —dice, al parecer por completo fuera de contexto. Me vuelvo a él con curiosidad—. Lo siento, debí especificar —sonríe de forma agradable—, quiero decir que es muy afortunado por tener a alguien que se preocupe por él, como tú lo haces. Por algún motivo, las palabras dejan mucho que desear para su propósito: no me siento halagada; de hecho, son lo más parecidas a una puñalada de realidad. Inhalo hondo antes de responder. —No soy la única. Neil también se preocupa mucho por él y estoy segura que tiene otros amigos que también lo hacen —reparo en que estoy hablando demasiado rápido. Agradezco que nos detengamos frente a la puerta de cristales ahumados que; según el directorio de profesores, está asignado a Evan. Cuando alzo los ojos, descubro la mirada avergonzada en los ojos verdes de Rick, sé lo que pasa por su cabeza en ése momento: el estúpido juego de Samuel. —Leilah, lo sentimos —dice al fin, poniéndole la cereza a mi pastel de humillación. Supongo que habla a nombre del primo mayor, ya que Alan no lo haría nunca y menos a través de su hermano. Le sonrío lo mejor que puedo, dado que por un lado no tengo derecho a molestarme por algo que nunca podría haber sido, porque él no tiene la culpa... y también porque el rostro de disculpa de Rick es demasiado adorable para que alguien se enoje con él. Me encojo de hombros, señalándole con una mano la puerta de cristales gruesos, él llama un par de veces. Ambos oímos la voz de Evan indicándole la entrada, doy un respingo y me alejo un paso. —Gracias, Leilah —exclama Rick—. Y por cierto, Alan solamente tiene dos verdaderos amigos —se encoge de hombros con gentileza antes de abrir la puerta. Aspiro hondo con un poco de ánimo de vuelta, al menos ése es mi derecho: considerarme su mejor amiga (nótese el femenino, porque es obvio que el rubio es el hermano con otra madre de Alan) —Ah... Leilah. Me vuelvo a Rick de nuevo, él abre la puerta para dejarme pasar. Frunzo el ceño y mis ojos vuelan directo al gesto estoico de Evan, apoya una mejilla en la mano y ni así se le quita de encima el aura arrogante. —¿Eh? —Ferguson —habla Evan con aburrimiento—. Lleve este libro a la copiadora —me extiende el volumen de algún libro, que seguro será material de exámen. Las piernas me tiemblan cuando me adentro en el simple cubículo (que nada tiene que ver con su oficina en el hospital), y tomo el libro. Evito mirarlo. Cuando sujeto el libro, noto la tarjeta membretada de presentación del profesor sobre la pasta. —Llámeme cuando lo devuelva. Entonces alzo el rostro vivazmente, con los colores subiéndome por el rostro, el gesto de Evan se endurece y al instante se dirige a Rick. Me quedo pasmada por un par de segundos, antes de salir huyendo de allí. Prácticamente corro hasta la copiadora, avergonzada con el temblor en mis manos que no quieren ceder a mi indignación de hace un rato. Mientras espero que el libro esté fotocopiado, me dedico a abanicarme con la tarjeta hasta que reparo en algo evidente. ¡Brillante, Leilah! La etiqueta tiene un diseño sobrio, elegante; su título profesional, nombre y número de cédula. El sello del Saint Jonh's y el número de fax de su oficina. Le doy la vuelta por inercia y ahí, escrito con tinta está su número de teléfono particular. Pierdo el aliento de pronto, yéndome de espaldas contra la pared y deslizándome hasta el suelo. La insinuación ha sido tan discreta que ni siquiera la inteligencia privilegiada de Rick pudo darse cuenta. Evan Roberts me ha dado su número celular. *** Las pastas del libro son gruesas y pulcramente cuidadas, casi con exceso; su verde bandera está intacto y las letras grabadas en dorado del título ni siquiera tienen un raspón. A su lado, mi celular ejerce una especie de fuerza gravitatoria hacia mí. Gracias al cielo Marion está en el cine con Neil, de otro modo ahora mismo estuviese más confundida que yo y dudo que pudiese aguantarme las ganas de exteriorizar mi bochornosa ansiedad. —Dijo que lo llamara —musito, colocando el último elemento de la triada de nerviosismo: su tarjeta. Ya he registrado el número, aunque lo guardé como: “Profesor Roberts”, ningún nombre como “Evan” o “El sensual hombre con el que te acostaste, que es tu profesor y doctor de Alan y su familia”. ¡Basta de drama, Leilah! Aspiro hondo y tecleo un mensaje de texto. «Encargo hecho. ¿Dónde puedo devolverle el libro?» Mordisqueo mi pulgar derecho, y él responde pronto. «En una hora. Elije el lugar.» Y ahí estoy a punto de desmayarme... otra vez. *** Tengo tres teorías: me estoy convirtiendo en una obsesa de la puntualidad como Marcus, el neurocirujano Evan Roberts es un hombre realmente ocupado o, la peor; me ha dejado plantada. Me dejo caer contra el respaldo de la silla, resoplo y caigo en cuenta que mi concepción de ése lounge; mi favorito, ahora está manchado por la decepción. El mesero ha desistido desde hace veinte minutos para pedirme la orden, ahora sólo me mira lastimeramente mientras se limpia las manos en su manchado mandil azul. Me he planteado pedir algo para llevar, sólo para que se dé por sentado que me dejaron plantada pero que aún así no soy pobre. Aspiro hondo, acariciando mi celular sobre el libro. Todavía me queda dignidad para no llamarlo, aunque no la suficiente como para irme. Seguro esperaba que la dirección fuera de un motel. Y así, Leilah, es como se obtiene sexo de un hombre al que no le interesas... Es parecido a besar a Alan, sólo que con más excitación de por medio. Alzo el rostro de nuevo y lo veo. Evan cruza la puerta del local sacudiéndose las gotitas de agua del abrigo, sus lisos cabellos castaños se le pegan al rostro delineando su palidez. Me cuesta mucho trabajo apartar la mirada de su atractivo rostro pero cuando lo hago, me percato que afuera llueve copiosamente. Oigo la silla de enfrente removerse y las rodillas se me aprietan inconscientemente, pese a haber decidido optar por una actitud indignada. Al asomar los ojos a él, noto que Evan está mirándome fijamente mientras se afloja la corbata con una mano. Me asalta un estremecimiento ardiente y deseo tirar de su corbata. —Tuve un diagnóstico de último momento —exclama a modo de disculpa, aunque el tono suena incómodo. Evidentemente, es alguien que no está acostumbrado a pedir disculpas. Asiento, arrastrando el libro hacia él y tomando mi móvil de vuelta. Sus orbes se entornan levemente. Luego, comienza a quitarse el abrigo; los movimientos de sus brazos causan que la tela se le pegue al pecho y ahora, ya sin corbata, desabotona los dos primeros botones. La espina dorsal se me tensa junto con los muslos. ¡Se supone que llegó casi una hora tarde, Leilah! ¡Concéntrate! Pero no en él... Infructuoso. Deja botado el abrigo, la corbata y el libro en el asiento libre en medio de nosotros y toma la carta predispuesta contra el servilletero. —Esperaba otro sitio, pero no he comido —dice, mientras echa una ojeada al menú. Mi cabeza se embrolla con su frase, al diablo que pase de las cinco de la tarde y que él no haya comido por su trabajo, está siendo directo de nuevo: esperaba que el domicilio fuera de un motel. Oigo mi corazón empezar a hacerse errático. Aspiro hondo, apretando los brazos contra mis costados, sin querer aprieto mis senos; llamando su atención. La blusa está asfixiándome de pronto. —¿Te comió la lengua el lobo? —inquiere, elevando la mirada de mi no tan discreto escote hacia mi rostro. La sangre ya lo ha coloreado, así que sólo me queda la opción de evitar mirarlo, excusándome en el menú. Me asalta un dejavú. —¿Cómo estuvo? —pregunto lentamente, luchando por relajarme. —¿El qué? —hace una mueca extraña por algo que lee en el menú. Creo. —El diagnóstico. —Lo plantearé en clase —directo como siempre. Hasta ahí llega mi gran idea de tema en común, de pronto me siento demasiado infantil como para encontrar un tema de conversación con él, no obstante estoy a un año de matricularme como doctora. Por fortuna aparece el mesero, me dirige una mirada fugaz que no sé si es de lástima o resignación... o ambas, y nos pide la orden. Evan me mira fijamente y descubro que otra vez no he elegido nada, no quiero que vuelva a ordenar por mí porque está mirándome con burla implícita. —Unos waffles con fresa —leo atropelladamente ¿Es en serio, Leilah? Tal vez el nombre deban cambiártelo a «Lela». Evan enarca una ceja y el mesero no ahoga un carraspeo. Sé que el muy maldito se está burlando de mi. —Para acompañar puedo sugerir... ¿Una malteada de chocolate, tal vez? Lo miro de mala manera y estoy a punto de replicar. —Dos y muévete —intervene Evan, señalándole una línea en la carta. Estoy a punto de exclamar un sonoro y burlista «Uhhh», pero sé que sonaría muy infantil y en éstos momentos estoy en desventaja. El mesero cierra la boca, asintiendo rápidamente para luego alejarse. Resoplo, hundiéndome en mi sitio. —Puedo ordenar por mi cuenta —replico, cruzándome de brazos. Acabo de descubrir la cura para mi bochorno: enojarme con él. Enarca la ceja de nuevo, apoyando la mejilla en el dorso de la mano con gesto distraído. El músculo se le marca debajo de la camisa y me olvido de mi resolución. Echa una mirada por el lugar antes de volver los ojos a mí, me tenso y aprieto las manos con más fuerza contra mis costillas. —¿Por qué éste sitio? —pregunta de pronto. —Me gusta —me apresuro a responder. —Imaginé que preferirías un sitio más privado —esboza una media sonrisa altanera. El cosquilleo en mi vientre se convierte en una peligrosa humedad impúdica. —Pero tienes hambre —apunto como única salida. Le causa gracia y trata de disimular, pero a la final comienza a reír entre dientes. —Estabas preocupada por mí. —¡No! —siento que debo defenderme—. Yo... tenía que devolverle el libro que ya está fotocopiado y... —No has tomado una decisión —interrumpe. Aprieto los labios al sentirme expuesta. —No es eso —musito. Realmente he tomado una decisión basada en el ardor que baja por mi cuerpo cada vez que lo veo—. Es que... —Quieres conocerme —concluye en tono cansino. Vuelvo a sentirme intimidada. Me muerdo los labios sin atreverme a encontrarme con su gesto, que seguro es de fastidio. —No entiendo —admito con una mueca—, no soy como la profesora Tennynson y seguramente ustedes... —me callo, esperando que sepa el resto—. Y yo... nunca he hecho algo así con nadie —estoy hablando rápido, pero es mejor reconocerlo antes de volver a decepcionarme. Transcurre un momento en silencio hasta que me atrevo a levantar los ojos, curiosamente la expresión de Evan es neutra. —Te deseo a ti. Aprieto los muslos, recibiendo una descarga lasciva de humedad que bien puede vaporizarme la ropa interior. Boqueo ligeramente, antes de morderme los labios de nuevo. ¿Qué puedo decir? El destino juega de mi lado por una sola ocasión, el mesero se acerca cargando una bandeja de la que baja un par de vasos altos con malteada de chocolate. Si no estuviera tan avergonzada en éste momento habría fruncido el ceño; Evan no había ordenado por mí, solo había mandado callar al chico. —Exclusividad —dice. Lo miro tímidamente—. Si yo te doy exclusividad, tú tendrás que dármela a mí. Tardo un minuto en procesar lo que ocurre, en un momento estoy admitiendo mi inseguridad y poca experiencia s****l y al siguiente; Evan me ofrece exclusividad. Un hombre como él... no, él. Evan Roberts. Solamente él y yo en ésta especie de “convenio”. Enredados en una cama como aquella vez... —Sólo para mi —musito sin pensar. Él me devuelve un gesto de suficiencia. Me muerdo los labios con más fuerza, sintiendo que la ropa me aprieta. —¿Qué será esta noche, Leilah? —ladea el rostro, con ése gesto feroz que me provoca explosiones de calor internas—. ¿Polvo vainilla? —Prefiero el de chocolate —digo. Una amplia sonrisa inunda su rostro, no solamente carente de soberbia sino sincera. Se suelta a reír ligeramente, en ése tono grave que suena demasiado sensual. Pero eso no evita que no entienda el chiste. Tonta de mi. —Así que conocernos... —musita, recargándose en el respaldo. Se muerde ligeramente el labio inferior y siento que me le arrojaré encima. —¿Eh? —oficialmente no sé de qué habla. —Entonces... —parece hablar consigo mismo—. Exclusividad, quieres conocerme y... —me mira astuto—, no tienes idea de lo que te pregunté. Frunzo el ceño. Evan se acerca hacia mí sobre la mesa de forma acechante, su mano acaricia mi rodilla por lo bajo, subiendo peligrosamente. Me estremezco y entonces sí me acerco hasta él, deslizándome hasta el otro asiento y clavando mis labios en los suyos. Su aliento se enreda en mi boca cuando su lengua se adentra de una sola vez, su aroma a cítricos me envuelve al tiempo que su palma aprieta suavemente mi muslo. Me siento demasiado mojada. —Estaba hablando de sexo —musita contra mis labios, luego muerde el inferior y me sacudo entera. Deseándolo en mi cuerpo. De pronto los waffles no suenan tan urgentes.
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