Sobrevolamos por Atenas alrededor de las siete de la noche, después de una plática con Ginebra mucho más trivial y menos profunda que un inicio. Lo cual, para mí, estuvo bien. —Tengo las reservaciones para usted y su acompañante, señor Cavanagh —dijo la mujer que nos esperaba en la pista al aterrizar—. Este auto es para usted. —Gracias, iremos al hotel de inmediato… —Yo no iré al hotel —negó Ginebra—. Ni tú. Sólo estaremos una semana en Atenas, así qué hay que aprovechar cada segundo. —Es demasiado tarde —le dije—. Podemos salir mañana. Hoy sólo quiero dormir. —Somos jóvenes, es cuando no debemos dormir. — ¿Sabes qué? Haz lo que quieras. —Abrí la puerta de la camioneta que pusieron a mi disposición y amenacé con entrar a ella—. Yo no quería venir a Grecia, tú querías. Así que ve a d