Massimo
Mi mente vagaba lejos de esta habitación, mucho más allá del vaso de whisky que giraba distraídamente en mi mano, las luces del bar privado del club eran tenues, pero el resplandor del cristal me resultaba casi insoportable. El dolor de cabeza que había comenzado como un leve cosquilleo la noche anterior ahora latía con fuerza, recordándome que apenas había dormido.
Ella.
Savina Caravaggio.
El nombre resonaba en mi cabeza como un eco interminable. Lo había repetido tantas veces en silencio desde que la vi de nuevo que ya no parecía real, pero lo era. Ella era tangible ahora, ya no era un sueño, ni una fantasía que invadía mi mente en las noches más solitarias.
No. Ahora tenía un rostro, una voz, una identidad que iba más allá de mi imaginación.
Dos años.
Dos años fantaseando con esa noche, deseándola, arrepintiéndome de no haber hecho algo más que disfrutarla, no le pedí su número, ni siquiera le pregunté su nombre. ¿Qué clase de idiota hacía eso? La dejé allí, en esa cama deshecha, con su perfume impregnado en mi piel y un vacío que tardé meses en reconocer como lo que era, pérdida.
¿Y ahora? Ahora la encontraba en el peor lugar imaginable.
Era la hermana de mi prometida.
El pensamiento era como un golpe seco en el pecho, seguido de una sensación de asfixia. Intenté buscarle lógica, una explicación que no existía, cuando Vito Caravaggio, me habló de su hija menor que estudiaba en Nueva York, nunca pensé en ella. ¿Cómo podría? Savina había sido un fantasma, un recuerdo borroso de la mejor noche de mi vida.
Dios, cuánto me había obsesionado con ese fantasma.
Cerré los ojos por un momento, intentando ignorar la quemazón del whisky al deslizarse por mi garganta. Pero la imagen regresaba con fuerza, su cabello castaño cayendo en cascadas sobre sus hombros, sus ojos azules brillando con una mezcla de desafío y dulzura. La forma en que sus labios se curvaron cuando entro a mi habitación aquella noche, sabiendo exactamente lo que sucedería, lo que pensaba hacer con ella.
Y lo hice, jodidamente toda la noche sin poder parar.
Savina había dejado una marca en mí que ninguna otra mujer pudo borrar.
Ni Allegra y mucho menos Fiorella.
Abrí los ojos, dejando escapar un suspiro. ¿Qué demonios hacía ahora? No podía deshacer lo que sucedió dos años atrás, pero tampoco podía ignorar el impacto de haberla visto anoche.
Ahora, todo lo que había construido, mi relación con Fiorella, mi alianza con Vito, se tambaleaba con una simple mirada de Savina.
Un recuerdo ardió en mi memoria, tan vivo como si acabara de suceder, el sonido de su risa entre jadeos mientras le decía que nunca había visto a alguien tan hermosa. Esa risa me había perseguido desde entonces, burlándose de mí por no haber sido lo suficientemente valiente como para quedarme.
Pero ahora era diferente. Ahora no era un sueño al que podía aferrarme en la oscuridad, ahora era una realidad.
Una realidad prohibida.
Cansado, decidí que era momento de irme a casa. Mi mente no podía soportar más vueltas al mismo pensamiento, y mi cuerpo, agotado por la falta de sueño, me pedía a gritos un descanso, mañana tenía una lista interminable de reuniones que no podía postergar. Si no dormía, al menos debía estar lo suficientemente lúcido para enfrentar el día.
Dejé el vaso vacío en la barra, saludé brevemente al barman y me dirigí al auto. Las luces de la ciudad parpadeaban a través de las ventanillas mientras el chofer conducía, pero mis pensamientos no se calmaban.
Savina seguía allí, como una sombra persistente.
Al llegar a la mansión, el peso del día me cayó de golpe. Todo lo que quería era una ducha rápida y perderme entre las sábanas, pero parecía que la noche tenía otros planes. Apenas puse un pie en la entrada, Andrea, mi amigo y mano derecha, me interceptó con una expresión que vagaba entre la seriedad y diversión.
―Massimo― dijo, cruzando los brazos mientras se apoyaba en el marco de la puerta―. Tienes dos problemas.
Solté un suspiro, quitándome la chaqueta con movimientos lentos, casi automáticos.
― ¿Ahora qué pasó? ― pregunté, dejando entrever la pesadez que sentía en cada músculo.
Andrea inclinó la cabeza, disfrutando un poco más de lo necesario la pausa antes de responder.
―Hubo problemas en el almacén del norte, y… ― hizo una pausa, permitiéndose una pequeña sonrisa que no presagiaba nada bueno―. Hay alguien esperándote en tu habitación.
Me detuve en seco, arqueando una ceja.
― ¿Quién?
―Allegra― respondió, encogiéndose de hombros mientras se colocaba su abrigo―. Le dije que no te gustaba que invadieran tu espacio, pero, ya sabes cómo es… Una loca.
―Joder.
Andrea dejó escapar una risa breve, divertida por mi reacción, antes de recuperar la compostura.
― ¿Quieres que suba y la eche?
Negué con un gesto mientras masajeaba mis sienes. No tenía fuerzas para discutir con Allegra, pero tampoco quería involucrar a Andrea en algo que claramente era mi problema.
―No. Tú encárgate del almacén y envíame el informe cuanto antes― asintió, con una expresión mezcla de alivio y curiosidad.
―Entendido. Buena suerte allá arriba, la vas a necesitar.
En cuanto Andrea cruzó la puerta de entrada, quedé solo en el amplio vestíbulo. La casa, normalmente un refugio de silencio y calma, parecía cargar con una energía incómoda esta noche.
Respiré hondo, preparando mi paciencia para lo que venía. Subí las escaleras lentamente, cada paso resonando en el mármol como un eco de mi irritación.
Allegra.
Siempre Allegra.
La mujer no entendía límites, no aceptaba negativas, y definitivamente no tenía respeto por la privacidad. Erróneamente había pensado que, por haber follado de manera ocasional hasta mi compromiso, tenía derechos que nunca le había dado.
Abrí la puerta de mi habitación y allí estaba, sentada en el borde de mi cama, con una sonrisa que podía ser tan seductora como calculadora. Llevaba un vestido rojo ceñido que parecía elegido específicamente para desarmarme.
―Massimo― dijo, su voz melosa llenando el espacio como una nube―. Te he estado esperando.
Cerré la puerta detrás de mí, apoyándome brevemente en el marco mientras la observaba con una mezcla de cansancio y frustración.
―Allegra, ¿qué estás haciendo aquí?
―Lo que debería haber hecho hace mucho― respondió, cruzando las piernas con un gesto deliberado―. Estoy cansada de que me ignores.
―Esto no es ignorarte, es respetar límites― dije, intentando mantener la calma mientras caminaba hacia la ventana, dándole la espalda. La vista de la ciudad iluminada era mucho más fácil de soportar que sus ojos expectantes.
Ella rio, una risa baja que me hizo girar con un suspiro.
―Massimo, sabes que no puedes mantenerme fuera. ¿Cuánto tiempo más vas a seguir con este juego?
―Allegra, no estoy jugando― respondí, acercándome con pasos firmes―. Si seguimos teniendo esta conversación, es porque tú decides ignorar lo que digo.
Su sonrisa se desvaneció por un momento, pero pronto volvió a recuperar su máscara de seguridad.
―No puedes negarlo, Massimo. Lo nuestro tiene sentido, podríamos ser perfectos juntos, si dejaras de luchar contra lo inevitable.
La miré a los ojos, dejando que el cansancio y la sinceridad se filtraran en mi voz.
―Lo inevitable es que esto termine, Allegra. Si realmente respetaras algo de lo que tenemos, no estarías aquí invadiendo mi espacio otra vez― respire hondo antes de seguir―. Estoy comprometido, voy a casarme y eso lo sabias desde siempre, lo nuestro solo era algo s****l, nunca iba a ir más allá.
Su expresión se endureció, pero antes de que pudiera responder, me acerqué a la puerta y la abrí de par en par.
―Es tarde. Por favor, vete.
Por un momento pensé que se negaría, pero finalmente se levantó con un movimiento elegante, recogiendo su bolso y lanzándome una última mirada cargada de reproche.
―Esto no ha terminado, Massimo. Lo sabes.
La observé marcharse, dejando un rastro de perfume demasiado dulce en el aire. Cerré la puerta detrás de ella y solté un largo suspiro.
El único motivo por el cual Allegra seguía con vida, a pesar de sus actitudes insolentes y su constante invasión de mi espacio, era porque su padre era uno de los subjefes más importantes de la organización. No podía tocarla, no directamente, al menos.
Pero eso no hacía que lidiar con ella fuera menos exasperante.
Me dirigí al baño, cerrando la puerta detrás de mí con más fuerza de la necesaria, como si eso pudiera borrar la presencia de Allegra de mi habitación y de mi noche. Prendí la ducha y el sonido del agua al golpear las baldosas llenó el espacio, un ruido constante y reconfortante que me ayudó a calmar la frustración que bullía bajo mi piel.
Me quité la ropa lentamente, dejando que cada prenda cayera al suelo como si al hacerlo pudiera despojarme del peso del día. El vapor comenzó a llenar el baño, envolviéndome en una niebla cálida que prometía relajar los músculos tensos de mi cuerpo.
Cuando finalmente entré bajo el agua, dejé que la calidez de la lluvia artificial se deslizara por mi piel, arrastrando consigo el agotamiento y parte del estrés acumulado. Cerré los ojos, apoyando las manos en las paredes de la ducha mientras dejaba que mi respiración se acompasara.
Pero entonces, como un fantasma que no conoce descanso, ella volvió a aparecer.
Savina.
Su nombre resonó en mi mente como un susurro peligroso, una tentación a la que no debía sucumbir. Pero era imposible detenerla, era como si cada gota de agua que tocaba mi piel trajera consigo la memoria de su cuerpo, la forma en que se movía, el calor que había compartido conmigo esa noche hace dos años.
La vi en mi mente con una claridad que me perturbaba. Sus ojos azules, llenos de vida, contrastando con la oscuridad que habitaba en los míos, su risa, un sonido que había sido tan breve y etéreo como una estrella fugaz, pero lo suficientemente potente como para quedarse conmigo todos estos años.
La manera en que había bailado para mí esa noche, sin miedo, sin vacilaciones.
Mi respiración se volvió más pesada mientras las imágenes se volvían más vívidas. La textura de su piel bajo mis manos, el sabor de sus labios, dulce y peligroso. Sabía que no debía hacerlo, pero mi mente me traicionaba, llevando mis pensamientos a lugares que solo me complicaban la existencia.
No podía desearla.
No debía. No solo porque era la hermana de Fiorella, sino porque desearla significaba abrir una puerta que jamás podría cerrar.
Golpeé la pared de la ducha con un puño, dejando escapar un gruñido bajo, apenas audible entre el ruido del agua. Mi cuerpo reaccionaba a ella incluso en su ausencia, como si la sola idea de Savina tuviera el poder de tomar control sobre mí.
Respiré hondo, intentando recuperar el control, pero ella no me dejaba en paz. Su recuerdo se aferraba a mí con fuerza, recordándome que, por más que intentara enterrarlo, lo nuestro nunca había sido algo pasajero.
Y me rendí, al menos en este momento.
Mi mano fue directo a mi mimbro dolosamente duro, y como si tuviera vida propia empecé a bombear, arriba y abajo, duro, fuerte y letal. Lo apreté en mi mano, de la misma manera en que me imaginé que apretaba su cuello, cortando brevemente el paso del aire mientras me enterraba de forma profunda dentro de ella, follandola hasta la inconsciencia.
Era casi jodidamente bueno.
Tantas posibilidades, tantas fantasías.
Y en todas estaba ella.
Ojos hipnóticos, boca tentadora, cuerpo de infarto, una jodida ninfa del infierno.
Me corrí fuerte, como nunca antes, y suspiré ante la liberación, pero, sabía que no era suficiente, porque ya la había besado, ya había probado su boca y ahora con ella en mi vida, quería más, mucho más.
Y estaba tan fuera de los malditos límites.
Dejé que el agua siguiera corriendo, intentando borrar el fuego que ella había encendido dentro de mí, pero, sabía que era inútil, Savina no era solo un recuerdo. Era una amenaza, una que estaba cada vez más cerca de destruir todo lo que había construido.
Apagué la ducha con un movimiento brusco, el eco del agua cesando abruptamente, dejando al baño en un inquietante silencio que solo amplificaba el caos en mi mente. Salí, permitiendo que el vapor cálido me envolviera una última vez antes de disiparse, me sequé lentamente, con movimientos mecánicos, mientras mis pensamientos seguían atrapados en la espiral de frustración y deseo que Savina había dejado tras su reaparición en mi vida.
Rodeé mi cintura con una toalla, sin molestarme en buscar ropa, nunca lo hacía. Me gustaba sentir la libertad de dormir desnudo, como si al menos en la soledad de mi cama pudiera despojarme de todas las máscaras que llevaba durante el día.
Caminé hacia la sala en penumbras, la suave luz de una lámpara al rincón proyectando sombras en las paredes. Cada paso resonaba en el mármol bajo mis pies, como un eco de la soledad que llenaba esta enorme mansión, me acerqué al bar y saqué una botella de mi whisky favorito, uno que solo reservaba para las noches en que todo parecía demasiado pesado.
Llené un vaso hasta la mitad, el líquido dorado brillando tenuemente bajo la luz. Lo llevé a mis labios, permitiendo que el sabor amargo y cálido recorriera mi garganta y cerré los ojos, respirando hondo, dejando que este día de mierda finalmente terminara para mí.
Pero incluso en el silencio de mi hogar, mi mente no encontraba paz. Podía sentir el fantasma de Savina acechando en los rincones, cada pensamiento mío arrastrándola de vuelta a la superficie.
¿Cómo podía alguien que apenas había vuelto a ver desmoronar mi autocontrol con tanta facilidad?
Caminé hacia el ventanal que daba al jardín trasero, el reflejo de la luz de la luna iluminando tenuemente las copas de los árboles. Apreté la mandíbula mientras llevaba el vaso nuevamente a mis labios, quería culpar al alcohol por mi debilidad, pero sabía que no era el culpable.
Era ella.
Savina Caravaggio no era solo una mujer que deseaba. Era una obsesión, una que amenazaba con arrastrarme a un abismo del que quizás no podría salir.
Bebí el último sorbo y dejé el vaso vacío sobre la mesa. Respiré hondo una vez más, forzándome a apagar esos pensamientos, quizás mañana sería más fácil, pensé, aunque sabía que era una mentira que necesitaba para convencerme de ello.
Con pasos pesados, me dirigí a mi habitación.
Tal vez, solo tal vez, la madrugada me daría un respiro.