Savina
Los últimos días habían sido un torbellino de trabajo, agotador hasta el extremo.
Desde la fiesta de compromiso de Fiorella, parecía que no había espacio para respirar, ni física ni emocionalmente.
Esa noche había sido un punto de quiebre.
No solo porque me vi atrapada entre luces, risas y las expectativas de una familia obsesionada con la perfección, sino porque volví a encontrarme con él.
Ese hombre que llevaba grabado a fuego en mi memoria y en mi piel.
Ahora sabía su nombre, y también quién era.
No era simplemente un hombre con una presencia devastadora y ojos capaces de desarmar cualquier defensa. No, era más que eso.
Era peligroso.
Y el prometido de mi hermana.
El peso de esa certeza me había acompañado desde entonces, envolviéndome como una nube densa que no podía disipar. Cerré los ojos, dejando que mi mente se apartara por un instante de los innumerables bocetos esparcidos por la mesa de trabajo frente a mí.
Fiorella había rechazado todos hasta ahora. Cada diseño había sido minuciosamente criticado.
“Es demasiado ajustado”.
“El escote es vulgar”.
“No tiene la elegancia suficiente”.
“Esto es insulso, Savina”.
Podía escuchar su voz con claridad, como un eco constante en mi mente. Cada comentario suyo era un golpe sutil, pero preciso, directo a mi confianza, y, aun así, seguía intentándolo.
A pesar del agotamiento.
A pesar de la frustración que crecía como una llama dentro de mí.
Las horas de mi jornada laboral, ya de por sí extensas, se alargaban aún más. Cuando el resto del mundo apagaba las luces de sus oficinas y tiendas, yo seguía aquí, aprovechando la soledad para crear, o al menos intentarlo.
Como me había dicho Fiorella.
Respiré hondo y dejé caer la cabeza entre mis manos. Mi cabello, recogido en un moño desordenado, se sentía pesado, igual que mis párpados.
“El vestido de sus sueños”
Ese maldito vestido se estaba convirtiendo en mi peor pesadilla.
Con un suspiro, me enderecé y tomé uno de los bocetos que había descartado hacía unas horas, lo observé con atención, intentando comprender qué había fallado en él, no era malo, ni mucho menos, incluso podría decir que tenía potencial. Pero sabía que, para Fiorella, lo que buscaba no estaba en un dibujo.
Ella quería algo que reflejara la perfección que proyectaba en su vida, su prometido ideal, su carrera envidiable, su imagen pública intachable.
Lo que Fiorella quería no era un vestido, era un símbolo.
Y yo estaba destinada a encontrarlo para ella, aunque eso significara dejar mi cordura en el proceso.
De fondo, el suave murmullo de la música que había puesto para acompañarme era lo único que rompía el silencio de mi pequeño estudio. Cerré los ojos de nuevo, intentando calmar mi mente.
Pero lo único que vi fue a él.
Su mirada, su sonrisa de medio lado. La forma en que sus dedos rozaron los míos cuando me ofreció aquella copa de champán en la fiesta.
Sacudí la cabeza, intentando alejar esos pensamientos. No podía permitirme pensar en él, no podía permitirme sentir nada por él.
No cuando pertenecía a mi hermana.
Tenía que volver a ser un recuerdo, lejano y sin rostro.
Me levanté y caminé hacia la ventana, observando las luces de la ciudad titilar como un recordatorio constante de que la vida seguía, implacable, mientras yo estaba atrapada en este caos interno.
Había trabajo por hacer, mucho de hecho.
Y si quería encontrar la forma de sobrevivir a esto, tendría que empezar por dejar de pensar en esos ojos que habían hecho tambalear mi mundo.
Cerca de las diez de la noche, sentí que había llegado a mi límite. Mis ojos estaban pesados y mis hombros tensos, como si cargara el peso del mundo sobre ellos, me estiré en mi silla, tratando de aliviar la rigidez que se había instalado en mi espalda después de horas frente a los bocetos.
Decidí que era hora de terminar por hoy.
Guardé los diseños en una carpeta, apagué las luces de la oficina y salí al pasillo, dejando atrás la soledad del lugar.
A esa hora, el tráfico era sorprendentemente tranquilo, las luces de la ciudad se reflejaban en las ventanas de los edificios como destellos intermitentes, casi hipnóticos. Cuando llegué a casa, me sentí aliviada por el silencio.
Entré, encendí las luces y dejé el bolso y la carpeta sobre la mesa del comedor.
Una ducha caliente.
Eso era todo lo que necesitaba para aliviar el agotamiento del día, luego, algo ligero para cenar y finalmente dormir. Por suerte, mañana no tenía que entrar temprano al trabajo.
Fui a mi habitación y prendí la luz del velador en la mesita de noche. Me quité el reloj y las pocas joyas que llevaba, colocándolas cuidadosamente en su lugar, y una vez en el baño, abrí la llave de la ducha, dejando que el agua corriera mientras me desmaquillaba frente al espejo.
Me deslicé fuera de mi ropa, dejando caer las prendas al suelo sin pensar en el desorden. Cuando finalmente me metí bajo el agua caliente, un suspiro escapó de mis labios.
Pura liberación.
El calor alivió mis músculos tensos, derritiendo poco a poco el estrés acumulado en cada fibra de mi cuerpo.
Tomé mi jabón de rosas, el aroma llenando el baño con su fragancia delicada. Lo pasé lentamente por mi piel, disfrutando del contraste entre el frío mármol bajo mis pies y el calor envolvente de la ducha, lavé mi cabello con movimientos automáticos, aplicando el tratamiento que prometía devolverle el brillo perdido por el agotamiento.
Cuando terminé, me envolví en una toalla y me sequé con calma antes de ponerme mi bata de seda. Opté por no llevar nada debajo; necesitaba sentirme completamente libre después de todo el día atrapada en ropa ajustada y elásticos apretados.
Salí de la habitación con la intención de buscar algo ligero para cenar, pero apenas puse un pie en la sala, el aire pareció detenerse a mi alrededor.
Mi respiración quedó atrapada en mi garganta, y mi cuerpo se congeló, como si estuviera sujeto por hilos invisibles que me mantenían fija al suelo.
No podía ser real.
Mis ojos recorrieron la escena frente a mí con incredulidad. Allí, sentado en mi sofá con una confianza que era tan inquietante como atrayente, estaba él.
Massimo.
Por un instante, pensé que el cansancio me estaba jugando una mala pasada. Era la única explicación lógica, pero cuando sus ojos, azules oscuros y tormentosos, se encontraron con los míos, supe que no era un sueño ni una alucinación.
¿Cómo demonios había entrado?
Massimo estaba allí, tan tranquilo como si fuera el dueño de mi casa, como si tuviera todo el derecho de estar en mi espacio, en mi mundo. Su figura parecía dominar la sala, vestido impecablemente, cada detalle de su apariencia irradiaba una amenaza implícita, una mezcla peligrosa de poder y magnetismo que era imposible ignorar.
Su boca, esa media sonrisa que siempre parecía contener secretos y desafíos, me hizo estremecer.
―Hola, Conejita― dijo, su voz baja y cargada con un tono de familiaridad que me descolocó.
Mi corazón latía con fuerza, pero mi cuerpo seguía sin responder. Las palabras no salían de mi boca, atrapadas por el nudo de emociones que se había formado en mi pecho, incredulidad, miedo, y algo más oscuro que no quería admitir.
El silencio entre nosotros se volvió denso, cargado de una tensión eléctrica que amenazaba con explotar en cualquier momento. Sus ojos no dejaban los míos, como si estuviera esperando a que reaccionara, a que dijera algo.
Pero yo solo podía pensar en una cosa: ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Y qué demonios quería de mí?
Me tomó un momento salir de mi estupor.
Cuando finalmente encontré mi voz, traté de sonar lo más indiferente posible, aunque el temblor en mi interior amenazaba con delatarme.
― ¿Cómo entraste? ― pregunté, sin moverme ni un centímetro de mi lugar. Necesitaba desesperadamente esa distancia para no sentirme más abrumada de lo que ya estaba.
Massimo, sin embargo, parecía completamente en control, como si este fuera su terreno.
―Por la puerta― respondió con una naturalidad exasperante mientras se reclinaba en el sofá, tan cómodo como si estuviera en su propia casa. Su mirada me recorrió de arriba abajo, deteniéndose un segundo más de lo necesario en mi bata de seda―. Déjame decirte, Conejita, que tu sistema de seguridad es un desastre. Vamos a cambiar eso.
Mi incredulidad fue inmediata.
― ¿Vamos? ― repetí, tratando de no sonar afectada. Una parte de mí sabía que no debía cuestionarlo; Massimo no era un hombre común, y lo que decía al parecer tenía un trasfondo más grande de lo que parecía. Pero no me acobardaría. No ahora.
―En efecto.
―Lo único que tú vas a hacer es irte― mi tono fue firme, aunque por dentro me sentía como un pájaro atrapado en una jaula que él había construido sin mi permiso―. No hay ninguna razón para que estés aquí.
Él sonrió.
Esa sonrisa suya cargada de arrogancia y peligro que parecía capaz de desarmar a cualquiera.
― ¿Eso crees? ― se levantó del sofá con una elegancia casi antinatural. Su cuerpo parecía moverse con una precisión calculada, como si supiera exactamente el efecto que tenía sobre mí.
Y vaya que lo sabía.
Mi garganta se secó al verlo tan cerca, pero no retrocedí.
―Sí, no es apropiado― dije, tratando de mantener la compostura mientras caminaba hacia la puerta principal. Era mi espacio y él, no tenía ningún derecho a invadirlo. Abrí la puerta, o al menos intenté hacerlo―. Eres el prometido de mi hermana, no hay ningún motivo para que estés aquí.
Antes de que pudiera abrirla del todo, su mano grande y fuerte cerró la puerta de golpe, mi corazón dio un vuelco cuando sentí su cuerpo acercarse, su calor envolviéndome. Massimo estaba tan cerca que cada fibra de mi ser reaccionó a él, traicionándome.
Mi espalda chocó contra la puerta, y él se inclinó apenas, atrapándome entre la madera fría y su figura imponente.
Demasiado cerca.
Demasiado él.
― ¿No hay motivos? ― su voz era baja, un susurro cargado de peligro que me recorrió como una descarga eléctrica. Sus labios rozaron mi oído mientras hablaba, su aliento cálido haciéndome estremecer―. Hay muchos motivos, Savina.
Mi nombre en su voz sonó como una caricia y una amenaza al mismo tiempo.
―Y tú... ― continuó, deslizando una mano hasta apoyarla sobre la puerta, bloqueando cualquier intento de escape―, eres el principal.
Mi cuerpo, ese traidor, pareció recordar todo de golpe.
Cada caricia, cada roce, cada beso de aquella noche que no había podido borrar de mi mente. Mi piel reaccionó antes de que pudiera detenerla, y un calor abrasador subió por mi cuello, haciéndome sentir aún más expuesta bajo su mirada intensa.
―Massimo, esto no puede... ― intenté hablar, pero mi voz se quebró, tan débil como mi resistencia en ese momento.
― ¿No puede qué? ― interrumpió, sus ojos clavados en los míos con una intensidad que me dejó sin aire―. ¿No puede ser? ¿O no debería?
Su cercanía hacía imposible pensar con claridad. Todo en él era un desafío, una fuerza que me arrastraba hacia un abismo del que no estaba segura de querer salir.
Y lo peor era que él, lo sabía.
―Esto es un error... ― murmuré, pero incluso para mis propios oídos sonó poco convincente.
― ¿Un error? ― repitió con una sonrisa ladeada, esa que siempre parecía burlarse de mis intentos de resistirme―. Entonces, ¿por qué no puedes mirarme y decirlo sin titubear?
Mis labios se entreabrieron para responder, pero las palabras no salieron. ¿Cómo podía decirle algo que mi cuerpo desmentía con cada respiración agitada, con cada escalofrío que me recorría cuando él estaba tan cerca?
Massimo inclinó la cabeza apenas, sus labios peligrosamente cerca de los míos.
―Dímelo, Conejita― susurró, su tono un reto que sabía que no podría superar―. Dime que no me quieres aquí, y me iré.
Pero no lo hice.
Porque, aunque sabía lo mal que estaba todo esto, una parte de mí no quería que se fuera.
―Eso pensé― antes de que pudiera reaccionar, me beso la piel del cuello, y chupo con fuerza. Estaba segura de que había dejado una marca. Su mano fue deliberada hacia el nudo de mi bata, abriéndola de una manera simple y fácil―. Apuesto a que estas tan mojada para mí.
―No vas a obtener nada de mí.
― ¿Segura? ― dijo en mi oído, mientras su dedo tanteaba la piel de mi muslo subiendo cada vez más―. Porque yo creo que estas pidiendo a gritos que te toque como esa noche, ¿recuerdas?
―Massimo― susurre en cuanto su dedo índice, encontró mi humedad.
―Abre las piernas conejita― su mano, se clavó en la piel de mi muslo e hizo que mis piernas se abrieran para él. Paso la palma de su mano, de arriba hacia abajo, sus pupilas dilatándose mientras me tocaba, mi respiración volviéndose más caótica e irregular a medida que su toque se vuelve más dura, más profundo.
Acaricia mi cintura con su otra mano, apretándome contra él, el calor de mi piel y de la suya traspasando la ropa que lleva puesta. Sube su mano por mi piel, delineando mi columna hasta llegar a mi nuca, sosteniéndome con fuerza para besarme, para devorarme.
―Tú, Savina― acaricia la piel de mi garganta con su lengua―. Me perteneces, no olvides eso― acaricia mis labios y luego pone su dedo índice y medio―. Abre la boca.
Lo hago y los recibo, lamiéndolos y humedeciéndolos sin dejar de mirarlo.
Mete su mano entre nuestros cuerpos, justo en mi entrepierna, húmeda y me toca. Va despacio, de arriba hacia abajo, acariciándome, tentándome, mis jadeos son respuesta suficiente para que sepa lo mucho que estoy disfrutando esto.
Dejo caer mi cabeza hacia atrás, y toma mis pechos desnudos con desesperación, sin ser delicado. Me sujeto a su camisa, montando sus dedos, moviendo mis caderas, acoplándome a su ritmo buscando mi orgasmo.
Estoy agitada, y jadeo tratando de filtrar aire a mis pulmones y en cuanto aprieta mi clítoris hinchado y sensible, aprieto fuerte su brazo. Estoy tan cerca, y Massimo vuelve a atacar mis pezones, mordiéndolos para luego pasar su lengua por ellos.
Dios, me tiembla el cuerpo y la sensación de sus dedos dentro mío y su lengua me hacen sentir delirante ya brumada, puedo sentir la humedad empapar su mano y ni siquiera soy capaz de avergonzarme por ello. Gimo su nombre y se me eriza la piel, deshaciéndome en sus brazos.
Arqueo la espalda y vuelvo a gemir su nombre mientras experimento un orgasmo brutal, que me ha fragmentado en miles de pedazos.
Se lleva la mano a la boca saboreando mi sabor en sus dedos, quitándome la respiración ante tal gesto.
―Massimo… ― jadeé, apenas encontrando mi voz. Mi pecho subía y bajaba rápidamente mientras intentaba recuperar el aliento, pero mi mirada quedó atrapada en la suya. Sus ojos, oscuros y fríos, ahora estaban iluminados, brillando con una intensidad que me dejó sin defensas.
Se inclinó hacia mí, su cercanía sofocante y reconfortante al mismo tiempo.
―Descansa, conejita― murmuró, su voz suave, pero cargada de una autoridad que me desarmó. Sus manos, grandes y seguras, ajustaron con delicadeza la bata de seda que él mismo había desordenado momentos antes. La calidez de sus dedos rozó mi piel un instante más de lo necesario, como si quisiera grabar ese toque en mí.
Antes de que pudiera reaccionar, sus labios encontraron los míos en un beso inesperado, breve pero devastador. Fue suave, casi dulce, un contraste que me desarmó completamente.
Mi cuerpo, traidor como siempre, respondió de inmediato, inclinándose hacia él, queriendo más, incluso cuando mi mente gritaba que todo esto, estaba demasiado mal.
Y luego, sin previo aviso, se apartó.
Lo observé dar unos pasos hacia atrás, con la misma elegancia peligrosa que lo caracterizaba. Sus ojos se quedaron en los míos por un segundo más, como si quisiera asegurarse de que iba a recodar este momento los siguientes días.
Y lo haría, porque, ¿cómo no hacerlo?
Sin decir otra palabra, Massimo se dio la vuelta y desapareció por la puerta, dejando tras de sí un silencio ensordecedor, tan abrumador como su presencia.
Me quedé ahí, inmóvil, con los labios todavía hormigueando por su beso y el corazón martillando en mi pecho.
¿Qué fue lo que hice?
Llevé una mano temblorosa a mis labios, intentando borrar el calor que aún sentía, pero fue inútil. Todo en mí seguía recordándolo, su voz, su mirada, sus manos sobre mi piel, su boca sobre la mía.
Dios.
Me dejé caer sobre el sofá, escondiendo el rostro entre los almohadones mientras una pregunta se repetía en mi mente, una y otra vez.
¿Cómo iba a enfrentar lo que acababa de suceder?