Savina
Abrí los ojos con una pesadez que parecía extenderse por todo mi cuerpo, como si cada extremidad pesara una tonelada. Un dolor sordo recorría mis músculos, una mezcla de cansancio y un recuerdo punzante de la noche anterior que me hacía imposible moverme sin sentirlo.
Y entonces, lo recordé.
Massimo.
Él, con su intensidad desbordante, siempre un paso más allá de lo que esperaba o podía anticipar. Él, con esa manera de reclamarme como si yo le perteneciera desde siempre. Él, con la brutalidad que bordeaba entre lo insoportable y lo adictivo.
No había sido solo sexo. No con él.
Anoche no me había follado; me había destrozado. Me había empujado más allá de mis propios límites, rompiendo cada defensa que había construido, y lo peor era que no podía decir que no me había gustado, porque hacerlo sería una mentira descarada.
Me dolía admitirlo, pero lo quería todo, cada parte de esa intensidad. Cada momento en el que me hacía sentir como si el mundo entero desapareciera excepto por nosotros.
Suspiré, cerrando los ojos por un instante, intentando recuperar fuerzas. Me había dormido cerca del amanecer, cuando finalmente pareció saciarse.
Apenas podía mantener los ojos abiertos, pero incluso en mi estado de agotamiento, lo sentí.
Lo sentí limpiándome con una toalla, sus movimientos sorprendentemente suaves para alguien tan implacable como él. Lo sentí acomodándome bajo las sábanas con un cuidado que parecía incongruente con todo lo que había sucedido antes.
Después de eso, no supe más nada. La oscuridad me había reclamado, y solo ahora, horas después, volvía a la realidad.
Volteé la cabeza hacia el otro lado de la cama, y algo me golpeó. Su lado estaba intacto, como si no hubiera dormido allí. Las sábanas estaban lisas, perfectamente acomodadas, y el aire a su alrededor carecía de su calor, como si hubiera decidido alejarse después de todo.
El vacío en ese espacio parecía aún más grande de lo que esperaba. Una ausencia que pesaba tanto como la presencia abrumadora que había llenado la habitación anoche.
Respiré hondo, intentando calmar la maraña de pensamientos que revoloteaban en mi mente. Recordar todo lo que había sucedido desde el momento en que Massimo decidió tomar el control de mi vida solo hacía que el nudo en mi estómago se apretara más. Esto estaba jodidamente mal, y sin embargo, yo seguía equivocándome una y otra vez.
¿Cómo podía convencerlo de que diera marcha atrás con esta locura? ¿Cómo podía evitar que mi cuerpo me traicionara cada vez que me tocaba, rindiéndose ante él como si no tuviera voluntad propia?
Dios, este hombre debía casarse con Fiorella, no conmigo.
El peso de lo que había hecho, o lo que creían que había hecho, se hacía cada vez más insoportable. Mi hermana me odiaba, y mis padres apenas podían mirarme a los ojos. La decepción en sus rostros esa mañana, cuando me fui de la mansión, estaba grabada en mi mente como una herida que no dejaba de sangrar.
Intenté moverme, pero un dolor punzante en mis extremidades me detuvo. Cada músculo de mi cuerpo parecía recordarme lo que había sucedido la noche anterior. Definitivamente necesitaba un analgésico.
Justo cuando estaba por intentarlo de nuevo, el sonido de la puerta al abrirse me sobresaltó.
Massimo entró, impecable como siempre, enfundado en un traje n***o que parecía hecho a medida, y con cada paso que daba, parecía llenar el espacio con una autoridad que resultaba asfixiante. No había manera de ignorarlo; cuando él estaba en una habitación, se adueñaba de ella.
―Buenos días, conejita― saludó, con las manos metidas en los bolsillos y una expresión que oscilaba entre la tranquilidad y el control absoluto―. El desayuno ya está por servirse y, como no habías bajado, vine a buscarte.
―Yo… no… no sabía que… ― murmuré, tropezando con mis propias palabras, sintiéndome completamente vulnerable bajo su mirada penetrante―. Te agradezco, pero creo que ya me iré a casa.
Su rostro se endureció, y sus ojos se fijaron en mí con una intensidad que me hizo temblar.
―Esta es tu casa ahora― dijo, cada palabra pronunciada con una seriedad que me hizo sentir como una idiota que no entendía la situación.
Quizás sí lo era.
― ¿De qué estás hablando?
―Savina― murmuró mi nombre mientras se acercaba con una calma peligrosa, su voz baja, casi un susurro que helaba y quemaba al mismo tiempo―. Nos casaremos en menos de un mes, y después del episodio de anoche, me pareció conveniente que te mudaras aquí de una buena vez.
― ¿Y no se te ocurrió preguntarme si quería? ― repliqué con mordacidad, tratando de ignorar cómo su proximidad hacía que mis nervios se dispararan.
―No― respondió simplemente, su tono impasible―. Has perdido esa oportunidad al momento en que intentaste huir de mí.
Cerré los ojos, frustrada, sintiendo cómo el peso de la noche anterior colgaba sobre mis hombros como una losa.
―Massimo, ¿por qué haces esto? ¿Eres consciente del daño que estás causando?
Su expresión cambió, suavizándose apenas. Pero su voz, cuando habló, seguía cargada de una determinación que me desarmaba.
―Ya te lo he dicho, Savina. Te quiero a ti y no voy a dejar que nada ni nadie se interponga.
Avanzó un paso más, reduciendo el espacio entre nosotros a casi nada.
―Lo hago porque puedo y porque quiero― su voz era baja, íntima, un recordatorio de quién tenía el control aquí―. Y no seas hipócrita, tú también lo quieres. Solo necesitas dejar de luchar contra ello.
―No, no lo quiero.
Massimo sonrió, esa sonrisa arrogante que odiaba tanto como temía.
―Eso no parecía anoche, cuando llorabas pidiendo más, ¿o me equivoco, conejita?
Sus palabras me dejaron sin aliento. No respondí.
No podía.
―El desayuno se servirá en diez minutos― anunció con la misma tranquilidad con la que me había desarmado y se giró hacia la puerta.
Intenté levantarme, pero el dolor en mi cuerpo me hizo quejarme en voz alta. Massimo, ya casi en la puerta, se detuvo y giró para mirarme.
― ¿Qué te sucede?
―Me duele el cuerpo― susurré, incapaz de mirarlo a los ojos.
Sus pasos resonaron cuando se acercó. Se inclinó hacia mí, su aliento cálido rozando mi oído.
―Esa es la consecuencia de intentar huir de mí― murmuró, su tono bajo y posesivo.
Antes de que pudiera responder, se dio media vuelta y desapareció en el baño. Regresando momentos después con un vaso de agua y una pastilla.
―Tómala ―dijo, su tono ahora más suave, aunque no menos imperioso.
Obedecí, más por necesidad que por voluntad.
Massimo me tomó de la mano, sus dedos firmes pero cuidadosos, y me ayudó a caminar hasta el baño. Encendió el agua de la bañera y vertió gel espumoso, llenando el aire con un aroma relajante, cuando todo estuvo listo, comenzó a desvestirme con movimientos lentos, deliberados, como si cada gesto fuera una declaración de su poder.
No dijo nada, pero la forma en que me miraba, sujeta a su control, era suficiente para hacer que mi piel se erizara.
Cuando finalmente me sumergí en el agua, sentí que mi cuerpo se estremecía con el contacto del calor. Cerré los ojos, intentando relajarme, pero los abrí de golpe al escuchar el sonido de su saco al caer al suelo.
Massimo se arremangó la camisa hasta los codos y se sentó al borde de la bañera, tomando una esponja.
― ¿Qué… qué haces? ― susurré, mi voz temblorosa, incapaz de comprender su actitud.
― ¿Qué parece que estoy haciendo, Savina?
―Massimo…
Él inclinó la cabeza hacia mí, su sonrisa apenas visible en la penumbra del baño.
―Solo relájate, déjame cuidar de mi futura esposa.
Un escalofrío me recorrió al escucharlo. No sabía cómo reaccionar, no sabía cómo comportarme con él.
Y eso, más que cualquier otra cosa, empezaba a desgastarme.
Después del baño relajante, donde Massimo pareció tomarse todo el tiempo del mundo en hacer desaparecer la tensión de mis músculos y calmar el dolor, bajamos a desayunar.
El comedor era exactamente lo que esperaba de su mansión, majestuoso, imponente, y, al mismo tiempo, ligeramente intimidante. Una mesa enorme de madera oscura se extendía bajo un candelabro que colgaba en el centro del techo, reflejando la luz en cristales que parecían joyas. Cada detalle, desde las sillas tapizadas hasta la porcelana del servicio, hablaba de lujo y poder.
Cuando nos sentamos, ya estaba todo servido. Frutas frescas, huevos perfectamente preparados, pan recién horneado y un café cuyo aroma llenaba el aire, no parecía haber nadie más cerca; ni un ruido, ni un movimiento. Solo el silencio envolviéndonos como una manta ligera.
Pero no era incómodo.
Ese era el detalle que me descolocaba. La tranquilidad entre nosotros no debería sentirse natural, no después de todo lo que había pasado. Y, sin embargo, allí estábamos, tomando café y desayunando como si fuéramos una pareja más, como si no existiera todo el caos que me rodeaba desde que él decidió que esta era mi nueva realidad.
Massimo no habló mucho mientras comíamos. Sus ojos estaban atentos a mí, como siempre, observando cada movimiento, cada gesto.
Esa manera suya de analizarlo todo me hacía sentir vulnerable, pero al mismo tiempo había algo en su mirada que me hacía querer quedarme, aunque solo fuera para entender qué veía en mí que justificaba todo esto.
Cuando terminamos, me llevó a recorrer la mansión. Cada sala, cada pasillo, era una extensión de él.
Desde los muebles sobrios y elegantes hasta las ventanas que dejaban entrar una luz suave, todo reflejaba su personalidad, control, poder y un cuidado meticuloso por los detalles. Los jardines que rodeaban la casa eran igual de imponentes, con árboles altos y setos perfectamente recortados que creaban un paisaje casi irreal.
Pero esa perfección no lograba borrar el peso en mi pecho.
Finalmente, Massimo me llevó de regreso a mi apartamento. Me había dado tiempo para adaptarme, o eso decía, pero ahora había llegado el momento de mudarme a su casa. No me dejó lugar para discusión, aunque no confiaba en que no intentara algo para salirme con la mía. Así que, con su habitual aire de autoridad, se acomodó en mi sala, cruzando las piernas mientras me miraba con paciencia calculada.
―Tienes todo el tiempo que necesites, conejita. Pero quiero que lo hagas bien.
Sus palabras sonaron casi suaves, pero no podía ignorar el subtexto de eso.
No había escapatoria.
Suspiré profundamente y me dirigí a mi habitación. Cada prenda que doblaba y guardaba en mi maleta era una despedida. No quería irme de mi apartamento, no cuando apenas había empezado a sentir que era mío. Este pequeño espacio era todo lo que me quedaba de mi independencia, de la vida que había intentado construir lejos de las sombras de mi familia.
Así que, en un último acto de desafío silencioso, dejé algunas cosas atrás. Una muda de ropa en el armario, mis productos de baño favoritos en el estante, incluso un libro sobre la mesita de noche. Quizás nunca los iba a necesitar, pero saber que estaban allí me daba un consuelo extraño, como si este lugar pudiera seguir siendo un refugio, aunque solo fuera en mi mente.
Cuando cerré la última maleta, suspiré. Massimo apareció en el umbral de la puerta, apoyado contra el marco con esa postura casual que era todo menos relajada.
― ¿Lista?
Lo miré, intentando no dejar que mi frustración se reflejara demasiado en mis ojos.
―Lo estoy.
Sus labios se curvaron en una media sonrisa que no lograba descifrar del todo. Dio un paso hacia mí, tomando la maleta de mis manos con una facilidad que casi me molestó.
―Entonces vamos.
Y, de repente, la vida que había imaginado para mí misma dejó de existir. Todo cambió con un giro abrupto, un golpe que no vi venir, cortesía del hombre que una vez creí relegado a mi pasado.
Massimo había sido una fantasía, una sombra persistente que me visitaba en sueños y susurraba promesas de algo inalcanzable. Un recuerdo que me había permitido idealizar, porque era más fácil convivir con una versión edulcorada de él que enfrentar la realidad.
Pero ahora estaba aquí, tan real que dolía. No era un sueño ni un recuerdo lejano. Era una fuerza imparable, un huracán que había arrasado con todo lo que conocía, lo que deseaba, lo que pensaba que sería mi futuro.
Era mi nueva realidad, una presencia devastadora que no pedía permiso, que tomaba todo a su paso, incluida yo. Y por más que intentara resistirme, había algo en él, algo en esa mezcla de control absoluto y cuidado calculado, que me hacía preguntarme si alguna vez podría escapar de su influencia.
Me estremecí al darme cuenta de que la respuesta era más aterradora de lo que estaba preparada para admitir.