Savina
El tiempo se me presentaba como una ambivalencia aterradora. Por un lado, parecía transcurrir de forma tortuosamente lenta, como si cada día se arrastrara en un ciclo interminable de tensión y angustia. Por otro lado, todo iba a un ritmo insoportablemente rápido, como si la vida me estuviera empujando hacia un abismo sin darme tiempo para procesar nada.
Parpadeé, y de repente, estábamos a una semana de casarnos.
Vivir con él no ayudaba en nada. Massimo era una presencia constante, incluso cuando no estaba físicamente cerca. Su influencia, su control, su forma de ser, lo llenaban todo, como una sombra que nunca se disipaba.
Habíamos discutido por mi trabajo. Él no quería que continuara en la empresa, decía que no era seguro, que no lo necesitaba, pero, por mucho poder que tuviera, no había fuerza en la tierra que me hiciera renunciar a aquello por lo que tanto había luchado, aquello que era mío. Por primera vez desde que esta locura había comenzado, saqué las garras y defendí lo que me pertenecía.
Sorprendentemente, lo aceptó. Pero no sin condiciones, ahora tenía dos custodios que me seguían como sombras, siempre ahí, siempre vigilando. Al principio me molestó, me pareció otra forma de control, pero al final cedí.
No tenía ganas de discutir más.
Fuera de eso, Massimo trabajaba muchísimo, y apenas nos veíamos durante el día. Algunas noches llegaba a cenar, aunque muchas otras, cenaba sola, en esa mesa enorme que parecía demasiado grande para mí. A veces me preguntaba si esa distancia era intencionada, si estaba tratando de darme espacio o si simplemente era su forma de manejar las cosas.
Pero siempre, sin excepción, se colaba en mi habitación por la noche.
Nunca decía nada. No hacía preguntas ni buscaba conversación, solo me tomaba con esa intensidad que era tan suya, como si quisiera grabar su existencia en mi piel, y no paraba hasta que ambos caíamos agotados. Era un torbellino de emociones, deseo, furia, rendición. Cuando cerraba los ojos, lo último que sentía eran sus manos, firmes y posesivas.
Pero al despertar, él ya no estaba.
Al principio, eso me generó un malestar que no podía sacudir. Era como si quisiera marcarme como suya, pero sin darme nada a cambio. Ahora, creo que me había acostumbrado.
No sabía si eso era bueno o aterrador.
No compartimos habitación, desde aquella primera vez en su cuarto, no había vuelto. Y honestamente, creo que lo prefería así. Massimo era demasiado, su intensidad, su control, su poder... todo en él es abrumador, y todavía no sabía cómo manejarlo.
Eran demasiadas cosas que asimilar en tan poco tiempo.
Me iba a casar en una semana.
Una semana.
Y mi familia entera me odiaba como si hubiera traicionado todo lo que éramos al aceptar este matrimonio, como si hubiera tenido la oportunidad de negarme en primer lugar y no lo hubiera hecho.
Mi futuro marido me consumía de maneras que no sabía cómo procesar, como si hubiera un imán entre nosotros que no podía resistir.
Y, además, estaba el pequeño detalle de que era el jodido jefe de la mafia.
Eso sí que no lo vi venir. Pero debería haberlo sabido, ¿no? Estaba en la forma en que caminaba, en cómo hablaba, en la manera en que el mundo parecía inclinarse ante él. Todo en Massimo gritaba peligro, y ahora, casarme con él significaba entrar en su mundo, un mundo que apenas comenzaba a entender.
Respire profundamente, tratando de enfocar mi mente en algo más, pero mis ojos se dirigieron al maniquí frente a mí. La tela blanca colgaba de él, inacabada, como un reflejo de lo caótica que se había vuelto mi vida.
Una semana, y aún no había podido terminar mi propio vestido de novia. Algo que debería haber sido un símbolo de felicidad, de ilusión, se sentía como una tarea imposible. Cada vez que intentaba trabajar en él, mi mente se llenaba de dudas, de miedos, de la sensación de que este matrimonio era un huracán que estaba arrasando con todo lo que yo era.
Acaricié la tela distraídamente, sintiendo la suavidad bajo mis dedos. Este vestido debería ser mi escape, mi forma de encontrar algo de mí misma en medio del caos. Pero incluso eso parecía estar fuera de mi alcance.
Dejé todo como estaba, la tela colgando del maniquí como un recordatorio inacabado de mi caos interno, y tomé mi bolso. Necesitaba salir de este lugar.
Necesitaba respirar, aunque fuera por unos momentos.
Cerré la puerta detrás de mí y crucé el vestíbulo en silencio, sintiendo el eco de mis pasos en el suelo mientras mi mente intentaba ordenar los pensamientos que me atormentaban. Apenas llegué a mi auto, miré el retrovisor, y allí estaban, como siempre.
Las dos sombras que me seguían a todos lados ya estaban en la camioneta detrás de mí.
Suspiré, un gesto de resignación más que de molestia, me había acostumbrado a su presencia, pero eso no significaba que la aceptara del todo. Eran un recordatorio constante de que mi libertad, al menos en parte, ya no era completamente mía.
Encendí el auto y emprendí la marcha hacia el café donde había quedado con Nicoleta. Conduje en silencio, los dedos apretando el volante más de lo necesario mientras las imágenes de los últimos días desfilaban por mi mente. El aire fresco que entraba por la ventanilla no lograba aliviar el nudo en mi pecho, pero al menos me daba algo a lo que aferrarme.
Me tomó solo diez minutos llegar. Al estacionar, me aseguré de echar un vistazo rápido al retrovisor, viendo cómo la camioneta detrás de mí se detenía un poco más lejos. Los dos hombres se quedarían allí, observando, asegurándose de que estuviera "a salvo." No sabía si sentirme agradecida o irritada.
Quizás un poco de ambas.
Cuando entré al café, un pequeño lugar acogedor con paredes decoradas en tonos cálidos y el aroma reconfortante de café recién hecho, la encontré de inmediato. Nicoleta ya estaba sentada en una mesa en la esquina, lo suficientemente alejada de las demás como para ofrecernos algo de privacidad.
Le agradecí en silencio por eso.
Me acerqué, y cuando sus ojos se encontraron con los míos, una sonrisa suave cruzó su rostro. Pero había algo más en su mirada: preocupación, tal vez. O la certeza de que detrás de mi saludo cordial se escondía un torbellino de emociones.
―Gracias por esperarme― le dije mientras me sentaba frente a ella, dejando mi bolso a un lado y tratando de relajarme en la silla.
Ella tomó un sorbo de su café antes de responder, sus manos rodeando la taza como si buscara consuelo en su calor.
―Siempre, cariño― respondió Nicoleta, su voz calmada pero cargada de curiosidad mientras sus ojos buscaban los míos―. ¿Cómo estás?
La pregunta me hizo desviar la mirada hacia la mesa por un segundo. Ni siquiera esa pregunta era fácil de responder en este momento.
La verdad era que ni yo misma sabía cómo estaba. Había días en los que todo parecía normalizarse, casi cómodo, y otros en los que sentía que el suelo bajo mis pies se estaba desmoronando.
―Bien, supongo― respondí finalmente, aunque mi tono carecía de convicción.
La mesera llegó enseguida, su sonrisa profesional contrastando con el torbellino interno que yo llevaba. Pedí un café bien n***o, algo fuerte que pudiera aclarar mi cabeza y mantenerme presente.
Nicoleta me miraba, sus manos rodeando su taza como si se estuviera preparando para algo.
―Lamento haberte dado esa idea tan tonta, Savi― murmuró de pronto, su voz cargada de culpa―. ¿El… es bueno contigo?
Sus palabras trajeron de vuelta el recuerdo de mi intento de huida y cómo había terminado viviendo con Massimo. Le había contado a Nicoleta todo, desde la desesperación que me llevó a intentarlo, hasta la forma en que las cosas se habían desarrollado desde entonces. Había estado preocupada desde el primer momento, y su atención constante hacia mí era tanto un alivio como un recordatorio de lo frágil que era mi situación.
―Estoy bien― dije, extendiendo mi mano para cubrir la suya en un gesto de tranquilidad―. Respeta mis tiempos, y sí, me trata bien.
La preocupación en sus ojos no desapareció del todo, pero asintió, aceptando mis palabras, aunque probablemente no creyera del todo en ellas.
―Odio a tu familia. ¿Tu hermana ha seguido molestándote?
Solté una pequeña risa sin humor, más un reflejo automático que una respuesta auténtica.
―No tan a menudo, pero siempre me llega un mensaje suyo diciéndome que quiere que me muera― admití, intentando mantener un tono ligero, aunque sabía que no lo era. La sonrisa que le dediqué fue triste, resignada―. Se pone creativa cada vez.
Nicoleta frunció el ceño, su desagrado evidente.
― ¿Se lo has dicho a él?
Negué con la cabeza, justo cuando la mesera dejó mi café frente a mí. El aroma intenso de la bebida negra recién hecho llenó el aire, y tomé un sorbo, dejando que el calor me calmara, aunque fuera solo un poco.
―No, solo son amenazas vacías porque está enojada― dije finalmente, encogiéndome de hombros―. Ni siquiera puedo culparla.
―Pero no es tu culpa lo que pasó, ella debería entenderlo― insistió Nicoleta, con una intensidad que solo ella podía tener.
―Bueno, sabes cómo ha sido siempre Fiorella― respondí, dejando la taza sobre la mesa y fijando la mirada en el líquido oscuro―. No soporta no ser el centro de atención.
Nicoleta soltó un suspiro y me miró con una mezcla de compasión y frustración. Sabía que quería decir más, que quería defenderme, pero probablemente entendía que no necesitaba que alguien más cargara con este peso.
El ruido del café, las conversaciones en las mesas cercanas y el tintineo de los platos en la barra formaban un telón de fondo que hacía que el momento se sintiera casi normal. Pero no lo era. Había algo opresivo en todo, una tensión invisible que se colaba en cada palabra, en cada gesto.
―No tienes que cargar con todo esto tú sola, ¿lo sabes? ― dijo Nicoleta finalmente, su tono más suave ahora, casi maternal―. Él debería saber lo que está pasando, sobre Fiorella, sobre todo.
La idea me atravesó como una ráfaga de aire frío. Sabía que tenía razón, pero también sabía que decirle a Massimo solo abriría una nueva puerta de problemas, una que ni siquiera estaba segura de poder manejar.
―Lo pensaré― mentí, tomando otro sorbo de café mientras mis dedos tamborileaban nerviosamente en la mesa.
Nicoleta no pareció convencida, pero no insistió.
En cambio, simplemente me miró con ese cariño y esa determinación que siempre me había dado la sensación de que alguien estaba de mi lado, aunque el mundo entero estuviera en mi contra.
―Todo estará bien― murmuró Nicoleta, apretando mi mano con suavidad―. Yo siempre estaré a tu lado.
Sus palabras, dichas con tanta sinceridad, tocaron algo profundo en mí. Asentí, incapaz de decir mucho más en ese momento.
―Lo sé― respondí finalmente, aunque mi voz salió más suave de lo que esperaba.
Pasamos un rato más en la cafetería, hablando de cosas triviales, de anécdotas de la infancia y recuerdos que me arrancaron pequeñas sonrisas. Después de otro café y una porción de pastel que Nicoleta insistió en compartir conmigo, decidimos que era hora de levantarnos y aprovechar la tarde.
Aún me faltaban algunas cosas para empezar a armar el vestido, y Nicoleta, con su energía inagotable, tenía planes de comprar algo muy sexy para la boda. Al parecer, su entusiasmo podía compensar mi completa falta del mismo.
Recorrimos varias tiendas en el centro de la ciudad, entrando y saliendo de escaparates llenos de luces y colores, mientras Nicoleta iba comentando sobre cada cosa que veía, desde vestidos hasta zapatos y accesorios.
Su entusiasmo era contagioso, y por primera vez en mucho tiempo, me encontré disfrutando de algo tan simple como una tarde de compras.
― ¡Este es perfecto! ― dijo en una tienda mientras sostenía un conjunto de lencería roja que era, en sus palabras, “para incendiar la noche.”
―Estás loca― murmure, riendo mientras negaba con la cabeza―. Eso no es para mí.
―No, claro que no. Este es para mí― respondió con una sonrisa traviesa antes de seguir explorando.
Pero su atención no tardó en volver a encontrarme.
―Hablando de incendiar la noche… tienes que renovar tu lencería, Savina. Sobre todo, para tu noche de bodas.
―No. Absolutamente no― contesté, cruzando los brazos en un intento de dejar clara mi postura.
Nicoleta me ignoró por completo.
Entró a otra sección de la tienda y empezó a llenar un canasto con conjuntos de todo tipo: sedas, encajes y transparencias en colores que iban desde el blanco tradicional hasta un atrevido n***o.
―Nicoleta, basta― dije, siguiéndola con una mezcla de vergüenza y frustración―. No pienso comprar nada de eso.
―Por supuesto que no, cariño. Esto es un regalo― declaró mientras llevaba el canasto a la caja y pagaba sin darme tiempo de protestar.
Suspiré, derrotada, mientras ella sonreía como si hubiera ganado una batalla épica.
―No tienes remedio―le asegure, tomando la bolsa que me entregó con una mezcla de agradecimiento y resignación.
―Y tú tampoco― respondió, guiñándome un ojo―. Por eso somos amigas.
La tarde continuó con más risas y bromas, mientras seguíamos explorando tiendas y llenando pequeñas bolsas con nuestras compras. A pesar de todo, pasar ese tiempo con mi mejor amiga fue como un respiro.
Su energía ligera, su constante disposición para distraerme y su capacidad de encontrar lo positivo en cualquier situación me dieron algo que no sabía cuánto necesitaba, un momento de normalidad.
Cuando finalmente volvimos a mi auto, con el baúl lleno de bolsas, sentí algo parecido a la paz. Era fugaz, lo sabía, pero suficiente para recordarme que todavía había cosas buenas en medio de todo este caos.
Nicoleta me miró desde el asiento del copiloto, y con una sonrisa tranquila, dijo:
― ¿Ves? No fue tan terrible. Y, además, ahora estás lista para impresionar a tu futuro marido, aunque no quieras admitirlo.
―No pienso decirte que tienes razón― dije con un suspiro, encendiendo el auto mientras ella se reía―. Pero gracias.
Y lo decía en serio.
Tenerla conmigo en este momento, cuando todo parecía tan abrumador, era un regalo del que no estaba segura de ser merecedora. Pero lo agradecía profundamente.