Savina
Desperté con los primeros rayos de sol que se filtraban a través de la cortina de mi apartamento en el Soho, y sentí una mezcla de calma y emoción llenándome por completo. Habían pasado dos años desde que llegué a Nueva York, y no había un solo día en el que no me maravillara con esta ciudad que nunca dejaba de moverse, cada rincón, cada esquina parecía guardar algo especial, algo que me invitaba a explorar y a dejarme llevar por su ritmo, tan diferente de todo lo que alguna vez había imaginado.
Para mí, New York, era mucho más que una ciudad, era una oportunidad de ser yo misma, de ver hasta dónde podía llegar con mis propios esfuerzos, sin las expectativas que el apellido Caravaggio implicaba en Filadelfia. No podía negar que extrañaba a mi familia; mi relación con mis padres siempre había sido cercana, y sabía cuánto me amaban y me apoyaban. Pero aquí, lejos de sus miradas y del escrutinio que conllevaba ser la hija de Vito Caravaggio, un político influyente en nuestra ciudad natal, sentía una libertad desconocida.
Vivir lejos me había permitido enfocarme en lo que realmente me apasionaba, el diseño de modas.
Desde el momento en que puse un pie aquí, me he dedicado cada día a aprender, a absorber como una esponja todo lo que la ciudad me ofrecía en cuanto a creatividad y oportunidades. Las calles, estaban llenas de inspiración; ver la forma en que la gente aquí se expresaba a través de la moda, cómo las tendencias se mezclaban con la individualidad, me reafirmaba que este era mi lugar.
Estudiar diseño de modas había sido más retador y gratificante de lo que alguna vez llegué a imaginar.
Cada vez que entraba al taller de costura o cuando nos encargaban proyectos de creación, sentía que se encendía algo en mí, una llama que me impulsaba a imaginar, a crear, a desafiar lo establecido. Quería llegar lejos en este mundo, y tenía grandes metas para cuando terminara mis estudios, quería diseñar ropa que celebrara a la mujer moderna, libre y sin ataduras.
Nueva York me había dado la confianza de soñar en grande, de visualizarme como alguien que podía hacer la diferencia en esta industria, más allá de las sombras familiares.
Además, estar aquí, era mi manera de trazar un camino propio, lejos de la sombra de mi hermana Fiorella, la exitosa modelo que parecía tener al mundo a sus pies. Ella irradiaba esa perfección que todos alababan y admiraban, y aunque la amaba profundamente, siempre había sentido que quedaba en un segundo plano, opacada por su brillo.
Aquí, no había comparaciones, ni expectativas ajenas que cargar sobre los hombros.
Simplemente podía ser yo misma, en mi propio espacio, construyendo mi identidad desde cero. Caminar por las calles de la ciudad me hacía sentir única, como si por fin pudiera alzar mi voz y mis sueños sin depender de la fama de otros, y sin tener que explicar mis ambiciones.
Mientras disfrutaba de un café contemplando la vista de la ciudad, mi mente ya comenzaba a planificar el día.
Mis mañanas siempre arrancaban con el ritmo frenético de la universidad, así que, sin perder tiempo, me di una ducha, me vestí y dejé el piso, lista para enfrentar otra jornada. Cada día, llegaba emocionada a mis clases de diseño de modas, donde podía dar rienda suelta a mi creatividad y aprender de grandes profesionales del campo. Las aulas vibraban con energía y pasión, y me sentía afortunada de ser parte de ese ambiente inspirador, rodeada de personas que compartían el mismo entusiasmo y con quienes podía nutrirme de perspectivas y experiencias distintas.
Después de clases, aproveche el breve descanso para almorzar con mi mejor amiga, Nicoleta, casi siempre elegíamos una acogedora cafetería cerca de su academia de danzas, donde disfrutábamos de un café y algo ligero mientras hablábamos sobre nuestros sueños y las locuras de la vida en la ciudad.
Otra cosa que amaba profundamente era poder compartir esta experiencia con Nicoleta.
Habíamos crecido juntas en Filadelfia, forjando una amistad inquebrantable desde el jardín de infantes, y a lo largo de los años nunca nos habíamos separado. Siempre habíamos estado ahí la una para la otra, apoyándonos en cada paso de nuestras vidas, así que, cuando decidí venir a Nueva York para estudiar diseño de modas, ella no dudó en elegir una de las mejores academias de danza, justo cerca de mi campus.
Su decisión significaba que podríamos vivir esta nueva aventura juntas, explorando la ciudad y persiguiendo nuestros sueños lado a lado, como siempre lo habíamos hecho.
Una vez terminado el almuerzo, me dirigí a mis clases de pintura.
En esos momentos, perdía la noción del tiempo mientras dejaba que el lienzo hablara por mí, expresando mis emociones y pensamientos de una manera que a veces las palabras no podían. La pintura me ofrecía un refugio, un espacio donde podía experimentar y dejar volar mi imaginación, sin mencionar que, además, lo complementaba a la perfección con mis diseños.
Por la tarde, tras las clases, me dedique a recorrer las calles de mi barrio.
Me encantaba perderme en sus calles empedradas, donde lo moderno se entrelazaba con lo clásico y cada esquina parecía contar una historia, desde las boutiques de diseñadores hasta las galerías de arte independientes.
Observando a la gente que pasaba, cada uno con su propio propósito y estilo, sentía que formaba parte de un lugar lleno de inspiración, donde las posibilidades eran infinitas.
Así que, después de mi paseo, decidí tomar el metro hacia el Lower East Side, uno de mis lugares favoritos de la ciudad. Había algo casi mágico en sus callejones llenos de murales vibrantes y en sus pequeñas tiendas de arte; me sentía como una exploradora en busca de tesoros ocultos.
Me detuve en una galería que exhibía obras de artistas emergentes.
Una escultura minimalista en particular capturó mi atención, con su forma sencilla pero poderosa, invitándome a reflexionar sobre la esencia del diseño. En Nueva York, incluso las piezas más simples parecen tener una historia única, lo que me inspiraba a pensar en los diseños que anhelaba crear en el futuro.
Después de la galería, mis planes me llevaron a Brooklyn, donde las tiendas vintage siempre me llamaban, había una atmósfera especial en esos lugares, donde cada objeto parecía tener una vida anterior.
Me encantaba tocar una chaqueta de cuero que alguien había usado hace tres décadas o descubrir un vestido de los setenta con sus coloridos estampados psicodélicos. Cada prenda contaba una historia, y al encontrarlas, sentía que estaba tejiendo mis propias narrativas, uniendo el pasado con mi visión del futuro.
Era emocionante imaginar cómo esas piezas podían transformarse en algo nuevo bajo mi mirada creativa.
Ya con varias bolsas y una sonrisa, tomé el metro de regreso a casa, sintiendo que cada cosa que había encontrado alimentaba, no solo mi imaginación sino también mi pasión.
Regresé a mi piso, mi rincón en esta gran ciudad, y comencé a dibujar.
Mis manos parecían tener vida propia mientras mis ideas cobraban forma en el papel.
Al caer el anochecer, después de un día creativo y lleno de inspiración, sentí que era el momento de darme un respiro, lo único que quería era desconectar por un momento, y nada me parecía más perfecto que un baño de espuma.
Llené la tina y agregué algunas gotas de mi aceite esencial favorito de rosas, cuyo aroma suave llenó el espacio al instante. Encendí un par de velas alrededor del borde de la bañera y puse mi playlist de jazz relajante de fondo, saboreando el ambiente acogedor que iba creando a mi alrededor.
Mientras el agua caliente corría, serví una copa de vino tinto y, finalmente, después de desnudarme, me hundí en la bañera, dejando que el peso del día se disolviera poco a poco.
El sonido de la música, el calor del agua y el aroma de las velas hicieron que me sintiera completamente renovada, como si cada segundo allí ayudara a limpiar mi mente y a cargarme de nuevas energías. Cerré los ojos, permitiéndome el lujo de simplemente estar presente, sin ninguna prisa, mientras la ciudad bullía afuera.
Al cabo de un rato, cuando sentí que era suficiente, decidí salir del agua.
Mientras ajustaba el cinturón de mi bata de seda, mi teléfono comenzó a sonar. Miré la pantalla y sonreí al ver que era Nicoleta, asique, contesté, y antes de que pudiera saludarla, su voz emocionada me atrapó al instante.
― ¡Savina! Tienes que venir conmigo esta noche― me dijo emocionada―. He conseguido acceso a un club exclusivo, y es jodidamente increíble. ¡Tienes que verlo!
Su entusiasmo era contagioso, y aunque mi plan inicial había sido quedarme en casa y descansar, la idea de salir a bailar y disfrutar un poco con mi mejor amiga comenzó a sonar tentadora.
― ¡Dime que dices que sí! ― insistió, riendo―. Prometo que será una noche inolvidable.
Suspiré, divertida, ya sabiendo que no me resistiría a la idea. Después de todo, esas salidas con Nicoleta siempre terminaban siendo memorables.
―Está bien, dame unos minutos para arreglarme― respondí, sintiendo la anticipación crecer en mi pecho.
La emoción de salir esta noche comenzó a apoderarse de mí en cuanto colgué la llamada con Nicoleta. Sabía que ella no exageraba cuando mencionaba lo exclusivo del club, porque siempre tenía los mejores datos de esos lugares, ambas habíamos tenido una semana llena de estudios y trabajos, así que una noche de diversión era más que merecida.
Y, además, era viernes. Una noche ideal para salir y perderse en el tiempo.
Después de secarme el cabello, fui directo al clóset buscando un vestido que dejara una buena impresión, algo que me hiciera sentir segura y poderosa. Recorrí las perchas, hasta que mis dedos se detuvieron en aquel vestido n***o que aún no había estrenado, era de seda, ceñido y con un escote discreto, pero lo suficientemente profundo como para añadir un toque de misterio. La falda terminaba justo por encima de mis muslos, resaltando mis piernas, largas y tonificadas, lo que me hizo sonreír de aprobación frente al espejo.
Jodidamente sexy, así quería verme esta noche.
Con el vestido elegido, me senté frente al tocador, quería un look atrevido pero sofisticado. Apliqué una base ligera, resalté mis pómulos con un poco de bronceador y, para los ojos, opté por un delineado ahumado que les daba un aire felino.
Rematé con un par de capas de rímel que alargaban mis pestañas, y un toque de iluminador que capturaba la luz de manera sutil. Finalmente, elegí un labial rojo intenso que contrastaba con el n***o del vestido, dándome ese aire de femme fatale que buscaba.
Antes de calzarme, pasé una última mirada al espejo, asegurándome de que todo estuviera perfecto. Me puse unos tacones altos que añadían unos centímetros a mi altura y hacían que mis piernas parecieran interminables, el vestido se adaptaba a mi cuerpo como una segunda piel, resaltando mis curvas de manera elegante.
La última pieza fue un par de pendientes largos que caían hasta rozar mi cuello, aportando un brillo sutil que me encantaba.
Tomé mi bolso de mano y, antes de salir, me di un último vistazo. La chica que me devolvía la mirada en el espejo lucía segura, radiante, lista para enfrentarse a la noche.
Al salir, sentí una oleada de emoción.
Estaba preparada para una noche inolvidable con mi mejor amiga en uno de esos clubes que parecían salidos de una película, donde la música, las luces y el ambiente te hacían sentir que cualquier cosa era posible.
La noche en Nueva York apenas comenzaba, y yo, estaba lista para brillar en ella.