La ciudad brillaba en la noche, un enigma envuelto en luces y promesas seductoras. Nueva York, la ciudad que nunca duerme, respiraba misterio y lujuria, como si supiera cuántos secretos se tejían entre sus calles y cuántas almas se perdían en la búsqueda de un olvido pasajero. Era allí donde, hacía dos años, Savina se había dejado llevar por el encanto de unos brazos desconocidos, hallando en esa única noche una chispa que no sabía que dormía en ella.
Lo había conocido en un club exclusivo del centro, cerca de las luces abrumadoras de Times Square y de los turistas ansiosos. Él estaba solo en la barra, un vaso de whisky en la mano, su postura relajada, pero su mirada, profunda e indescifrable. Desde lejos, la forma en que la observaba, con intensidad, lujuria y deseo, le dio a Savina la impresión de estar ante un hombre que no se detenía con nada.
La atracción fue instantánea y tan peligrosa como un imán poderoso, una conexión inexplicable que retumbaba en su pecho.
Ninguno había buscado nombres, ni detalles, y esa falta de historia, de identidad, los envolvió en una especie de pacto tácito: sería una fantasía, un secreto encerrado en las paredes de esa madrugada. A sus ojos, él era un hombre con la intensidad de una tormenta, el tipo de persona que parecía estar de paso y que se desvanecería como una sombra al amanecer.
Pero esa noche había dejado una marca en ella. Meses después, en sus momentos de soledad o cuando la rutina la consumía, su mente regresaba a esa mirada profunda y a su sonrisa áspera, ese eco constante que había dejado en su memoria.
No era una obsesión, no, sino un anhelo; el tipo de recuerdo que te sacude cuando piensas en lo que podría haber sido.
Con el tiempo, se había obligado a dejarlo ir.
Se concentró en sus estudios de diseño de modas, en los proyectos que la acercaban a sus sueños, y a vivir la vida que siempre había soñado.
Ahora estaba de vuelta en Filadelfia, lista para iniciar su carrera, para emprender un nuevo capítulo y dejar atrás esos recuerdos de juventud… o eso pensaba.
Hasta que aquella noche en la mansión familiar, todo cambió.
La cena había sido organizada en honor a la alianza entre dos familias importantes, un evento de esos que requerían vestidos elegantes, sonrisas bien ensayadas y la habilidad de representar el papel adecuado. Savina estaba acostumbrada a estas reuniones; sabía cómo cumplir con las expectativas de ser la hija modelo, mientras su hermana Fiorella, en su vestido blanco inmaculado y con su sonrisa deslumbrante, disfrutaba siendo el centro de atención.
El salón estaba lleno de figuras importantes, y todo parecía transcurrir de forma monótona, las conversaciones fluían entre risas y copas de vino, y Savina sonreía en automático, deseando que la velada terminara pronto.
Pero, en medio de la música suave y las voces que se entremezclaban, una figura masculina cruzó el umbral del salón, y en ese instante, el aire cambió.
El hombre caminaba con la elegancia de alguien seguro de sí mismo, con una actitud imponente que atraía las miradas sin esfuerzo, los susurros comenzaron en cuanto puso un pie en el salón, y la atención se volvió hacia él.
Savina sintió que el mundo se detenía, y el temblor en sus manos fue casi imposible de controlar cuando lo reconoció. Era él.
Allí estaba el hombre que había conocido en ese club, el que había dejado una cicatriz en su memoria y en sus deseos. Caminaba junto a su padre, con la misma mirada que tanto la había marcado, y aunque parecía no mirarla, ella podía sentir el peso de su presencia.
Apenas pudo contener el temblor en sus manos. Su pulso latía con una mezcla de sorpresa y confusión.
¿Qué hacía aquí? ¿Cómo era posible que él estuviera en su casa, al lado de su padre?
Los recuerdos de aquella noche en Nueva York, la intensidad de sus besos y el calor de sus manos se arremolinaban en su mente, volviendo todo borroso.
Su padre, Vito Caravaggio, pronunció su nombre con orgullo: Massimo Berlusconi. El nombre resonó en sus oídos como un trueno, y la sala estalló en aplausos, pero Savina sintió que el suelo cedía bajo sus pies.
Massimo.
Finalmente, tenía un nombre, y ahora, las piezas del recuerdo tomaban forma en su mente con una claridad perturbadora. Ese hombre, el que le había dado una noche de libertad y pasión en Nueva York, no era un desconocido más. Era Massimo, el hombre que su familia veía como un aliado poderoso y en quien su padre confiaba.
Mientras los aplausos y los saludos continuaban, él no la miró más allá de ese primer instante, pero la tensión entre ellos era innegable, como una llama que había estado latente y ahora se avivaba con cada segundo. Savina apenas podía mantener la compostura, atrapada entre el recuerdo y la amenaza que Massimo representaba ahora.
A su lado, Fiorella sonreía, completamente ajena a la tormenta que se desataba dentro de su hermana.
Su pulso martilleaba en sus oídos y sus pensamientos eran un torbellino de dudas. Había creído poder olvidar, convencida de que aquella noche se desvanecería con el tiempo, y, sin embargo, Massimo no era una sombra del pasado; estaba en su vida, y no como el amante fugaz que había conocido, sino como alguien mucho más sombrío y, ahora, parte de su realidad.
Observó a Fiorella, quien, ajena a todo, conversaba con una sonrisa despreocupada. Massimo permanecía inmóvil en el centro del salón, saludando a los invitados, mientras el eco de su nombre aún resonaba en su mente. La revelación de quién era él parecía hundirse más hondo con cada mirada furtiva, cada latido acelerado.
Algo en el modo en que la miraba, en la intensidad de sus ojos, le hacía saber que aquella noche no había sido un simple desliz. Había una conexión peligrosa, un hilo invisible que los unía y que ninguno de los dos estaba dispuesto a romper.
Se sorprendió al notar que sus labios estaban entreabiertos, incapaz de ocultar el asombro, mientras sus ojos seguían cada uno de sus movimientos, cada expresión. Massimo había regresado a su vida, y no podía negar la atracción que aún emanaba de él, pero ahora, la situación era mucho más complicada.
La cena continuó, pero Savina no logró volver a concentrarse en nada más. Los murmullos de las conversaciones, las risas de los invitados, incluso la voz de su padre se desvaneció, mientras sus pensamientos la llevaban de vuelta a esa noche.
Massimo, por su parte, no dejaba de mirarla, y esa conexión silenciosa era un pacto tácito entre ellos, un recuerdo del que ambos eran cómplices.
Finalmente, él cruzó la sala, acercándose lo suficiente para que solo ella escuchara sus palabras.
―No imaginé que nos encontraríamos de esta forma― murmuró, con una voz grave que hizo vibrar cada fibra de su ser.
Sus palabras fueron un desafío, una provocación que la dejó sin aire.
Cada parte de ella deseaba desafiarlo, confrontarlo, exigirle explicaciones, pero, al mismo tiempo, una voz en su interior le susurraba que el juego apenas comenzaba, y que ambos estaban atrapados en una guerra secreta que solo ellos entendían.
En ese instante, todo cambió.
Massimo estaba allí, y Savina supo que ese encuentro era solo el preludio de algo mucho más grande, más oscuro y más peligroso de lo que cualquiera de los dos podría anticipar.