Capitulo 19

2371 Words
Savina Cuando me desperté, los primeros rayos del sol de la mañana se filtraron por la ventana, iluminando la habitación con una luz suave pero implacable. Cerré los ojos de nuevo, intentando evitar la realidad que inevitablemente se abría paso entre las sombras de mi mente. Suspiré, sintiéndome cansada, a pesar de que apenas acababa de despertar. Mi cuerpo estaba pesado, los músculos tensos después de una noche que había sido todo menos reparadora. Massimo finalmente se había cansado entrada la madrugada, agotando lo que quedaba de mis fuerzas hasta que caí rendida en sus brazos. Pero ahora, ni siquiera tenía que girar la cabeza para saber que no estaba aquí. La cama a mi lado estaba vacía, el frío de las sábanas donde él debería estar confirmando lo que ya sabía: se había ido. Probablemente lo hizo tan pronto como me acomodó en la cama, profundamente dormida. Como siempre. Abrí los ojos de nuevo y miré el techo, dejando que mis pensamientos me invadieran. ¿Qué esperaba? Había sabido desde el principio quién era Massimo y qué representaba este matrimonio, pero, en el fondo, había tenido una pequeña chispa de esperanza, una ilusión absurda de que, tal vez, las cosas serían diferentes, esta vez. Negué con la cabeza, reprendiendo esa parte de mí misma que aún albergaba deseos infantiles. ¿Acaso realmente esperaba que estuviera aquí? No podía permitirme pensar así. Ser vulnerable con Massimo era como entregarle una daga directamente a sus manos. Esto no era amor. No era así. Para él, esto no era más que un juego, una demostración de poder, una forma de asegurarse de que todos vieran que había ganado en este tablero cuidadosamente construido. Yo era su victoria. Pero esa certeza no hacía que doliera menos. La luz que entraba por la ventana comenzó a calentarse, bañando mi piel con una calidez que contrastaba con el frío que sentía en mi interior. Me senté en la cama, dejando que las sábanas cayeran a mi regazo. Mi mirada se perdió en la habitación, en los detalles que ahora me parecían extraños y distantes, como si no pertenecieran a mí, como si esta vida no fuera realmente mía. Finalmente nos habíamos casado, y nunca me había sentido más sola. Más vacía. Había compartido mi cuerpo con él, entregado algo que, aunque ya no me pertenecía del todo, seguía siendo lo único que tenía para ofrecer. Y él había tomado todo, con esa intensidad que lo caracterizaba, dejando cicatrices invisibles en mi alma que tardarían en sanar. Miré la cama vacía de nuevo, esa extensión de espacio donde él debería estar. Era un recordatorio cruel de la realidad de nuestro matrimonio. No estaba aquí. No estaría aquí. Nunca lo estaría. Mi pecho se apretó mientras los pensamientos seguían su curso. Este no era un matrimonio en el sentido tradicional, no había amor, ni promesas reales, ni siquiera un rastro de algo que pudiera llamarse afecto. Para él, yo era un trofeo, un capricho cumplido. Y para mí, él era una prisión. Mis manos se cerraron sobre las sábanas, arrugándolas entre mis dedos mientras intentaba contener las lágrimas que amenazaban con salir. Llorar no cambiaría nada. Llorar no lo traería de vuelta, y tampoco llenaría este vacío que sentía cada vez que pensaba en él. Tomé una respiración profunda y me levanté de la cama, dejando que la fría madera del suelo me anclara a la realidad. Tenía que seguir adelante, porque este era el matrimonio que me había tocado, la vida que me estaban dando, y no podía permitirme desmoronarme. Pero mientras me dirigía hacia la ventana, mi reflejo en el espejo me detuvo. Me vi a mí misma, el cabello revuelto, los ojos apagados, la piel pálida bajo la luz del sol. No me reconocí. ¿Quién era esta mujer? Una lágrima solitaria escapó antes de que pudiera detenerla. La limpié rápidamente, enderezándome frente al espejo. Massimo no me tendría más que como un trofeo. Si quería sobrevivir a este matrimonio, tendría que encontrar mi fuerza. Tendría que mantenerme firme, incluso si él, intentaba quebrarme. Me aparté del espejo, respirando profundamente antes de ir al baño. El día estaba comenzando, y yo también debía hacerlo. Me quité la bata y abrí la llave de la ducha. Cuando el agua caliente comenzó a caer, me metí lentamente bajo el chorro, dejando que el calor envolviera mi cuerpo. El primer contacto fue un choque, y un estremecimiento recorrió mi espalda antes de que finalmente lograra relajarme. El vapor llenó el baño, envolviéndome como una manta húmeda y sofocante, pero no me importó. Mi cuerpo estaba tenso, lleno de pequeños dolores que solo ahora, bajo el agua, parecían comenzar a ceder. Los músculos de mi cuello y hombros, cargados de la tensión acumulada durante la noche, finalmente se soltaron un poco. Cerré los ojos, inclinando la cabeza hacia adelante, dejando que el agua corriera por mi rostro. Me tomé un momento para respirar profundamente, como si este simple acto pudiera lavar algo más que el cansancio físico, la confusión, la soledad, el eco constante de pensamientos que no dejaban de resonar en mi mente. Sus manos sobre mi cuerpo. La forma en que me rendía antes él. Diez minutos después, salí de la ducha. Me envolví en una toalla y me dirigí al vestidor. Allí, escogí un vestido ligero, de tela suave y caída perfecta, ideal para enfrentar el día sin pretensiones. Me calcé unos zapatos de tacón bajo y, con movimientos automáticos, me até el cabello en una coleta alta y tirante. Cada movimiento era mecánico, una rutina aprendida. Al bajar al comedor, encontré la mesa ya servida. Como siempre, el lugar era impecable: vajilla perfectamente colocada, el aroma del pan recién hecho mezclándose con el suave perfume de las flores en el centro de la mesa. Pero no había rastro de Massimo. No estaba sorprendida. Lo más probable era que ya se hubiera ido, o tal vez estuviera en algún rincón de esta enorme mansión, bien lejos de mí. Mientras me acomodaba en la silla, una mucama apareció silenciosamente con una taza de café recién hecho. Me lo sirvió con precisión y se retiró tan rápido como había llegado, dejando la estancia en completo silencio. Sostuve la taza entre mis manos, disfrutando del calor que irradiaba. El aroma fuerte y terroso llenó mis sentidos, pero antes de que pudiera dar el primer sorbo, escuché pasos firmes acercándose desde el pasillo. Entonces lo vi. Massimo apareció en el umbral del comedor, y la atmósfera cambió al instante. Había algo en él, siempre lo había. Esa aura dominante, esa mezcla de confianza y autoridad que parecía llenar cada espacio donde entraba. Sus ojos, azules y profundos, se clavaron en los míos al instante, y sentí como si el aire se hubiera vuelto más denso. Mi taza se quedó a medio camino de mi boca mientras lo observaba acercarse. Había una calma depredadora en su andar, como si supiera exactamente el efecto que tenía en los demás, especialmente en mí. Sin decir una palabra, llegó hasta donde estaba sentada y, para mi completa sorpresa, se inclinó hacia mí. El contacto fue tan repentino como desconcertante. Dejó un beso suave en mi frente, un gesto inesperado que me dejó paralizada. ―Buenos días, conejita― murmuró, su voz baja y cargada con esa intensidad que nunca dejaba de descolocarme. Y entonces, como si nada, se sentó en su silla al otro extremo de la mesa, acomodándose como si este fuera un día cualquiera. Yo, en cambio, seguía congelada en mi lugar, incapaz de procesar lo que acababa de pasar. ¿Había estado aquí todo el tiempo? ¿Por qué estaba ahora, desayunando conmigo? Massimo me miró, su ceja derecha arqueándose lentamente al notar mi mutismo. Era un de esas miradas que exigían respuestas, no excusas. Carraspeé, enderezándome en mi asiento mientras dejaba la taza sobre el platillo con más fuerza de la que pretendía. ―Buenos días― respondí al fin, mi voz un poco más débil de lo que esperaba. Él no dijo nada al principio. Su mirada permaneció fija en la mía, evaluándome, como si estuviera buscando algo detrás de mis palabras, algo que yo no estaba segura de poder ofrecerle. Finalmente, asintió con la cabeza, un gesto pequeño pero cargado de esa aprobación silenciosa que siempre parecía necesitar que todos le otorgaran. El desayuno continuó en un silencio extraño, pesado, pero no incómodo. Cada tanto, su mirada volvía a posarse en mí, como si fuera una constante que no pudiera evitar. Y yo, con cada segundo que pasaba, me sentía más inquieta, más consciente de que, por alguna razón, Massimo estaba aquí, y no sabía que significaba eso. Cuando terminó su taza de café, levantó la mirada hacia mí. El peso de sus ojos azules, profundos y oscuros me envolvió, inmovilizándome por un instante. ―Tengo una reunión ahora, en el centro― dijo, su voz tan casual como si estuviera anunciando el clima. Hizo una pausa, dejando que sus palabras flotaran en el aire antes de añadir―. Pero volveré al atardecer. Tenemos una fiesta esta noche, así que pasaré por ti a las ocho. Asentí automáticamente, pero no fue suficiente. ―Palabras, Savina― exigió, su tono suave pero firme, esa mezcla que no dejaba espacio para el desafío. ―De acuerdo, estaré lista a esa hora― respondí, tratando de mantener mi voz neutral, aunque mi mente seguía atrapada en la forma en que siempre parecía tener el control de cada situación. Él me observó por un momento, su mirada evaluándome, como si pudiera leer algo más allá de lo que había dicho. ―Estoy seguro de que sí― murmuro al fin, con un dejo de satisfacción en su voz―. Usa un vestido de gala. ―Por supuesto. Massimo se levantó de su asiento con esa calma depredadora que lo caracterizaba, el aire a su alrededor parecía tensarse con cada movimiento. Cuando pensé que finalmente se marcharía, lo vi cambiar de dirección y caminar hacia mí. Mi corazón se detuvo un instante, y sin apartar la mirada, lo observé acercarse. Cada paso suyo resonaba en mi mente, como un compás que marcaba un ritmo invisible. Me quedé inmóvil en mi silla, sintiendo cómo su presencia llenaba el espacio entre nosotros, más abrumadora con cada segundo que pasaba. Cuando llegó a mi lado, se inclinó lentamente, sus ojos clavados en los míos, y dejó un beso en mis labios. Fue breve. Apenas un roce. Demasiado poco. Pero al mismo tiempo, fue todo. Su intensidad, su control, su capacidad para envolverlo todo en un solo gesto, incluso en algo tan fugaz como un beso. Demasiado todo. Eso era él. Massimo siempre era más de lo que podía manejar, una fuerza que me arrastraba con tanta facilidad que apenas me daba cuenta de que estaba cayendo hasta que ya era demasiado tarde. Cuando se apartó, mi corazón seguía golpeando con fuerza, y la calidez de sus labios aún persistía en los míos. Me miró por última vez, como si quisiera asegurarse de que entendía exactamente el efecto que tenía en mí. Luego, sin decir una palabra más, se giró y salió del comedor con la misma elegancia con la que había entrado. El sonido de sus pasos se desvaneció en el pasillo, pero yo seguía allí, inmóvil en mi lugar, intentando recomponerme. Era incluso hasta absurdo como un gesto suyo podía desarmarme de esa manera. Suspiré profundamente, dejando que el aire saliera de mis pulmones con un temblor apenas perceptible. ¿Cómo se suponía que enfrentaría esta noche, con el de esa forma? A pesar de todo, no podía negar que había una parte de mí que quería complacerlo, que quería ser la mujer que él esperaba ver a las ocho, vestida de gala, lista para enfrentarse al mundo a su lado. Pero también había otra parte, más pequeña, que odiaba cómo lograba eclipsarme, cómo su mera presencia bastaba para desdibujarme, dejándome como una extensión más de su mundo. Miré mi taza de café, ahora fría, con el líquido oscuro reflejando los restos de una mañana que no sabía cómo procesar. Todo se sentía cargado, desconcertante, como si cada gesto de Massimo, estuviera diseñado para sacudirme de maneras que aún no entendía del todo. Dejé escapar un suspiro lento y pesado, sintiendo la presión acumulada en mi pecho. Por un momento, pensé en dejar la taza donde estaba y quedarme sentada, inmóvil, tratando de recuperar el equilibrio que mi esposo siempre parecía arrebatarme. Pero sabía que no podía. Me obligué a levantarme, mis movimientos más mecánicos que fluidos. El eco de sus pasos todavía resonaba en mi mente, un recordatorio constante de su presencia, incluso cuando ya no estaba en la habitación. Tenía que prepararme. No solo para la fiesta, sino para lo que significaba estar junto a un hombre como él. Massimo no solo llenaba una habitación, la dominaba, la poseía, y esperaba que quienes estuvieran a su lado se adaptaran a su ritmo, a sus reglas. Y yo…. No podía negar que había una parte de mí que quería estar a la altura, que quería caminar a su lado y enfrentar el mundo con la misma seguridad que él llevaba como una segunda piel. Pero también había otra parte, más vulnerable, que se sentía pequeña en su sombra, como si estuviera constantemente jugando un juego en el que no conocía todas las reglas. Siempre significaba estar lista para más de lo que podía manejar. Massimo no dejaba espacio para titubeos, para dudas. No había tregua ni respiro, solo esa intensidad arrolladora que exigía una entrega total. Y aunque me esforzaba por aparentar que podía con ello, cada encuentro con él me dejaba más desgastada, más consciente de mis propias limitaciones. Mis dedos se cerraron con fuerza en el respaldo de la silla mientras me enderezaba. Me obligué a inhalar profundamente, dejando que el aire llenara mis pulmones, intentando recuperar algo de control sobre mí misma. Esta noche no sería diferente. Sería otra prueba, nuestra primera salida formal como esposos. Estaba segura que él tenía expectativas, y yo… yo tendría que cumplir. Porque no había espacio para errores cuando se trataba de Massimo.
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