Savina
Había pasado un mes desde nuestra boda, y las cosas estaban demasiado calmas, casi demasiado tranquilas. Si me lo hubiera dicho alguien antes, nunca habría creído que sería capaz de vivir en este tipo de paz, tan ajena a los altibajos que había experimentado durante las últimas semanas.
La rutina se había instalado sin previo aviso, como una corriente suave que nos había envuelto a ambos, casi sin que me diera cuenta. Massimo, por su parte, nunca faltaba al desayuno. A las siete en punto, ya estaba en la mesa, esperando por mí, con su mirada fija en la ventana o en su teléfono, pero siempre con la misma paciencia implacable que lo caracterizaba. El momento de la cena no era diferente. Cada noche, puntual como un reloj suizo, aparecía a las nueve para que comiéramos juntos, sus ojos fijos en mí, implacables, abrasadores.
No compartíamos la habitación.
Él se mantenía en la suya, y yo nunca sugerí que lo hiciéramos, sin embargo, no hubo una sola vez en que no se infiltrara en mi cama por la noche. Se escabullía tomándolo todo a su antojo, y me encontraba tan agotada al amanecer que a veces me costaba recordar cuánto había pasado en su compañía. Pero ese gesto, siempre tan físico, tan insistente, me hacía sentir su presencia de una manera que ni el silencio ni la distancia podían borrar.
Pero, si debía ser honesta tenía que reconocer que no era solo su cuerpo lo que me envolvía. Todos los días, sin falta, recibía en mi oficina un pedido de comida al mediodía, algo que sabía que yo disfrutaría sin siquiera preguntarme. Había días en los que recibía sus mensajes, casi siempre al filo de las dos horas: "¿Has comido?" o "¿Cómo va tu día?", con una dulzura en la voz escrita que no dejaba de sorprenderme.
A veces, sus palabras eran tan suaves que me preguntaba si él mismo las había escrito o si alguien más lo había hecho por él. Pero siempre estaban allí, como un recordatorio constante de que él estaba observando, de que no me dejaba ir.
La contradicción era lo que más me desconcertaba. Massimo, en su afán de estar cerca, se mantenía al mismo tiempo tan distante, tan reticente a cruzar la línea hacia algo más allá de este acuerdo que habíamos sellado. Lo sentía en sus ojos cuando me miraba, siempre tan fríos, pero al mismo tiempo tan intensos. Como si una parte de él estuviera dispuesta a fundirse conmigo, y la otra parte estuviera a kilómetros de distancia, demostrándome que siempre era él quien tenía el dominio y mandaba.
Me costaba encontrar un equilibrio entre los dos extremos que había en él. Había momentos en los que sentía su control, como si estuviera observándome a cada paso, sin darme el espacio para respirar. Y al mismo tiempo, había días en los que la familiaridad de nuestra rutina me tranquilizaba, casi como si nada importara más que esa calma en la que ambos nos sumergíamos.
Pero esa dualidad, tan marcada en Massimo, me hacía sentir como si nunca pudiera entender qué quería de mí realmente. ¿Era solo un juego para él? ¿Una necesidad de mantenerme cerca sin darme nunca la oportunidad de conocerlo completamente? Mi mente se llenaba de preguntas mientras me perdía en los pequeños detalles que me rodeaban: el sabor de la comida que me enviaba, las horas exactas en que sus mensajes llegaban, la manera en que siempre estaba presente, pero nunca totalmente accesible.
Era como si me estuviera ahogando en su presencia, pero al mismo tiempo, me mantenía a flote, sin que pudiera aferrarme a algo más tangible que su sombra.
Miré la hora, seis de la tarde.
Había sido suficiente por hoy en el taller. Guardé mis herramientas con cuidado, apagando las luces una a una, y observé el vestido que llevaba días confeccionando. Su elegancia parecía cobrar vida con cada puntada, pero ya habría tiempo para más mañana.
Ahora solo quería llegar a casa, dejar que la tensión se disipara de mi cuerpo y darle una oportunidad al silencio para calmar mi mente.
El trayecto no tomó mucho tiempo. Como siempre, los guardaespaldas me escoltaron en todo momento. No era algo a lo que me acostumbrara, pero sabía que formaba parte de esta vida, de él.
Al llegar a la mansión, un aire de serenidad invadió mis sentidos. Massimo no estaba, como era habitual. Su agenda parecía inagotable, asique fui directo a la cocina en busca de un vaso de agua. Allí, Giovanna, la cocinera, estaba ocupada organizando algunas cosas. Al verme entrar, se detuvo en seco, como si el simple hecho de verme trastocara alguna regla implícita de este lugar.
Siempre hacían eso. Todos. Permanecían alerta, con una mezcla de respeto y recelo que a veces resultaba asfixiante.
―Buenas tardes, Giovanna― saludé, caminando hacia el refrigerador.
―Buenas tardes, señora. ¿Necesita algo?
Su voz era firme pero contenida, como si cada palabra estuviera cuidadosamente medida.
―Oh, solo un poco de agua― respondí mientras sacaba la jarra y buscaba un vaso en la alacena.
― ¿Quiere que le prepare algo?
Me volví hacia ella con una sonrisa amable.
―No, no. Dime algo, Giovanna. ¿Vives en la mansión o en otro lugar?
La pregunta pareció sorprenderla. Parpadeó un par de veces antes de responder.
―En la casa anexa, señora.
―Perfecto. Entonces tienes la noche libre a partir de ahora.
Sus ojos se abrieron con incredulidad. Podría jurar que vi miedo y desconcierto reflejados en ellos.
― ¿Qué? ¿El señor sabe?
―No, pero estoy segura de que no le molestará― dije, aunque no tenía una verdadera razón para hacer aquello. Era una decisión impulsiva, pero ¿por qué no? ―. Esta noche cocinaré yo.
Giovanna pareció aún más desconcertada. Dio un paso hacia atrás como si temiera estar rompiendo una regla sagrada.
―Pero el señor Massimo es muy selectivo con sus comidas― aseguró, tratando de razonar conmigo. ―Hay un menú que debo seguir estrictamente.
― ¿En serio? ― pregunté, divertida. No era una sorpresa del todo, conociéndolo, aunque todavía me costaba descifrarlo del todo.
―Sí, señora― afirmó con firmeza.
―Bueno, esta noche yo me encargaré de preparar algo de su estricto menú. Así que, puedes ir y relajarte por hoy.
Se quedó inmóvil, con el delantal aún atado a su cintura, evaluando si estaba autorizada a aceptar esa inesperada orden. Finalmente, tras soltar un largo suspiro, se quitó el delantal y lo dobló con cuidado antes de entregarme una hoja.
―Ese es el menú. Iba a preparar risotto esta noche.
Tomé la hoja con una sonrisa.
―Gracias, Giovanna. Que tengas una buena noche.
―Usted también, señora.
La vi marcharse con pasos cautelosos, aún dudando si había hecho bien en irse. Cuando la puerta se cerró tras ella, dejé escapar una risa suave. ¿Qué estaba haciendo? No tenía idea de cómo iba a resultar esta improvisación, pero al menos por esta noche quería hacer algo diferente.
Algo mío.
Puse manos a la obra, revisando los ingredientes y el menú que Giovanna había dejado sobre la encimera. Si Massimo era tan exigente como decía, esta cena sería todo un reto. Pero, ¿por qué no intentarlo?
Nuestro matrimonio era de todo menos normal. Sin embargo, últimamente me había sentido cansada de esa distancia, quizá esta cena no cambiaría nada, pero sería un primer paso hacia algo más real, algo que nos permitiera conectar fuera de los términos que él había impuesto desde que me trajo a vivir aquí la primera vez.
No sabía qué sería de nosotros en el futuro. No podía predecir si alguna vez romperíamos esas barreras que aún estaban entre los dos, pero estaba dispuesta a darle una oportunidad.
Miré la lista de ingredientes para el risotto y sonreí. ¿Por qué conformarme con lo esperado? Decidí que esta noche no seguiría el bendito menú. En lugar de risotto, prepararía pastas con mariscos y una salsa rosa. Algo diferente, atrevido incluso, para romper la monotonía. Fui a la vinoteca y saqué una botella de vino blanco, lo dejé en el refrigerador con hielo, pensando que sería el acompañamiento perfecto para el plato.
Busqué todos los ingredientes necesarios, incluso aquellos para hacer la pasta desde cero. Había algo terapéutico en trabajar con las manos, en sentir la textura de la masa, el aroma del ajo y el perejil fresco, la promesa de algo delicioso que estaba por venir.
Antes de comenzar, saqué mi teléfono del bolsillo y abrí mi playlist favorita. Los primeros acordes de una suave melodía de jazz llenaron la cocina, seguidos por una sonrisa en mis labios. Esto sería divertido.
Empecé a trabajar con ritmo. Harina, huevos, un poco de aceite de oliva, y pronto la masa estaba tomando forma bajo mis manos. El suave sonido del rodillo contra la madera de la mesa se mezclaba con la música, creando una atmósfera relajante. Estiré la masa hasta que quedó lo suficientemente fina y luego la corté en tiras perfectas para las fettuccine.
Mientras tanto, en una sartén caliente, salteé ajo y chalotas en mantequilla, el aroma llenando el aire de una calidez hogareña. Añadí los mariscos: camarones, y vieiras que chisporrotearon al contacto con el calor. La salsa rosa tomó forma poco a poco, cremosa y vibrante, mientras el vino blanco evaporaba su esencia, dejando un toque sofisticado en el plato.
Hacía tiempo que no disfrutaba tanto cocinando. Era como si con cada movimiento estuviera reclamando un espacio que había olvidado que podía ser mío. Este no era solo un plato para Massimo; era un recordatorio para mí misma de que podía tomar las riendas de mi vida, aunque fuera en pequeños gestos como este.
Cuando todo estuvo casi listo, miré el reloj. Massimo llegaría pronto. ¿Cómo reaccionaría al encontrarme en la cocina, con el delantal puesto y el vino frío esperándolo en la mesa? Esa pregunta se instaló en mi mente mientras colocaba la pasta sobre platos blancos, cuidando cada detalle.
La mesa ya estaba preparada, sencilla pero elegante: un par de velas, la botella de vino y una vista al jardín que parecía sacada de un cuadro. Me miré en el reflejo del horno y me arreglé un poco el cabello, sintiendo un leve cosquilleo de nerviosismo. No quería admitirlo, pero deseaba que esta noche fuera especial.
Que él notara mi esfuerzo.
El sonido de la puerta principal me sobresaltó. Tomé una respiración profunda, preparándome para lo que estaba por venir. El sonido de sus pasos resonó en el pasillo, y pronto apareció en el marco de la puerta.
Massimo entró, con ese aire dominante y avasallante que parecía envolverlo siempre.
―Giovanna…― su voz profunda murió en el aire, interrumpida por la sorpresa que ahora llenaba sus ojos. Sus pozos azules, oscuros e intensos, se clavaron en los míos con una mezcla de incredulidad y curiosidad―. Savina, ¿qué es todo esto? ¿dónde está Giovanna?
―Le he dado la noche libre― respondí, tratando de mantener la compostura, aunque sentía el corazón latiéndome en los oídos.
― ¿Por qué? ¿Pasó algo? ― preguntó, frunciendo ligeramente el ceño.
―No, nada en absoluto. Simplemente quería cocinar yo.
Mi voz sonó más suave de lo que pretendía, y la efervescencia de valentía que me había llevado a hacer esto empezaba a disiparse poco a poco. Pero me mantuve firme.
―Solo quise preparar la cena para ti.
Hubo un momento de silencio. La intensidad de su mirada parecía atravesarme, evaluándome, antes de que una sonrisa lenta y perezosa comenzara a curvar sus labios. Mi respiración se detuvo. Cuando Massimo sonreía, pero realmente sonreía, era devastador. Era como un rayo de sol rompiendo una tormenta; inesperado, peligroso y embriagador.
― ¿De verdad? ― murmuró, su tono bajo y lleno de algo que no podía descifrar.
―Sí.
Él asintió, sus ojos paseándose por la mesa con detenimiento, observando con atención los detalles: las velas, los platos perfectamente servidos, las flores en el centro. Dio un paso hacia la mesa y luego otro, hasta que finalmente se sentó con una elegancia natural.
―Entonces cenemos― dijo, tomando los cubiertos, pero sin apartar los ojos de mí―. Todo se ve… delicioso.
Asentí con nerviosismo, caminando hacia el refrigerador para buscar la botella de vino blanco. Apenas la sostuve, sentí la sombra de su presencia tras de mí.
―Permíteme.
Su voz resonó cerca de mi oído, y su mano se extendió para tomar la botella. Me giré hacia él, pero ya estaba destapándola con facilidad. Sus movimientos eran precisos, seguros, como todo lo que hacía. Sirvió el vino en ambas copas y me miró mientras regresaba a la mesa.
―Brindemos― dijo de repente, levantando su copa. Sus ojos no se apartaron de los míos, y algo en su tono me hizo estremecer.
Tomé mi copa, levantándola tímidamente para chocarla con la suya.
― ¿Por qué brindamos? ― pregunté, intentando no parecer demasiado nerviosa.
―Por muchas noches más como esta, conejita.
El apodo salió de sus labios con una familiaridad que me desarmó. Mi sonrisa fue genuina, cálida, mientras él se recargaba ligeramente en la silla, observándome como si disfrutara de mi reacción.
Tomé un sorbo de vino para calmar los nervios, dejando que su sabor afrutado y fresco se deslizara por mi garganta. Y entonces, él tomó el primer bocado.
Massimo cerró los ojos al masticar, y por un segundo mi corazón se hundió. ¿No le había gustado? Estuve a punto de preguntar cuando él abrió los ojos y tomó un segundo bocado, con un suspiro de placer.
―Esto… Dios, Savina― murmuró, mientras envolvía en el cubierto otro trozo de la pasta―. Está delicioso.
― ¿De verdad? ― pregunté, la duda todavía marcando mi tono.
―Sí, definitivamente. Incluso creo que deberíamos despedir a Giovanna.
Mis labios temblaron por un momento antes de que una carcajada escapara de mí, inesperada y genuina. La risa comenzó tímida, pero pronto se convirtió en una explosión cálida que llenó la habitación.
Cuando mi risa se apagó, lo encontré observándome. Su sonrisa seguía allí, pequeña pero presente, y su mirada parecía suavizarse de una forma que rara vez había visto.
Este momento… no se sentía mal. Todo lo contrario. Era perfecto, demasiado perfecto. Por primera vez en mucho tiempo, me permití relajarme, disfrutarlo, y olvidarme de absolutamente todo a nuestro alrededor.
Por una noche, solo por esta noche, todo parecía estar bien.