CUATRO
La esposa de Alex Piers estaba fuera. Eso no era nada extraño, siempre sucedía. Casi todas las mañanas y prácticamente todas las noches. Amy, su hija de ocho años, había ido a la escuela de verano. La casa resonaba con el sonido de sus zapatos mientras cruzaba el amplio vestíbulo de entrada y se dirigía directamente a la cocina. Una casa vacía y solitaria. Se sirvió un poco de agua helada de una botella en la nevera, se reclinó en la encimera y miró hacia la piscina a través de las grandes ventanas del patio.
Se quedó mirando. Su mente era como un caparazón vacío. Durante mucho tiempo había estado pensado dónde fue que había resultado todo mal, cómo podía cambiarlo todo, hacer que ella lo amara de nuevo. Pero sabía que esto nunca sucedería. El desgaste era demasiado profundo. El engaño. Las mentiras. Se habían dicho demasiado para que todo pudiera volver a estar bien.
Dos semanas atrás, cuando Amy comenzó la escuela de verano, su esposa trajo la noticia. "Vamos a volver". Alex se sintió como si lo hubiera atropellado un autobús. Toda la fuerza abandonó sus piernas. Se dejó caer en una silla. Entumecido, la escuchó. "No está funcionando, sabes que no. Y no es bueno para Amy escucharnos discutir todo el tiempo". Casi nunca discutimos, perra, ¡nunca estás aquí! Escuchó las palabras en su cabeza pero de su boca solo salió silencio. "Por lo tanto, será mejor para todos si regresamos al final del verano. Veré a mi abogado, haré todo el papeleo. Todo lo que necesitarás hacer es firmar".
Con la mente dando vueltas, logró hacer la pregunta a la que ya sabía la respuesta: "¿Con él?".
"¿Qué?", ella preguntó. Su voz, siempre tan cortante, tan aguda. Lo trataba como a un imbécil. Quizá lo era.
Respiró hondo y tembloroso. "¿Te vas a mudar de nuevo con él?".
"Sí. Pero esa no es la razón".
Aunque sabía que esta sería la respuesta, escucharlo de sus labios dolía profundamente. Se inclinó hacia adelante, puso su rostro entre sus manos. "No puedo permitirlo, Diane. No puedes simplemente salir de mi vida con Amy, para irte a vivir con él". Se había recuperado un poco ahora. Pánico, mezclado con ira, todo pasó a primer plano. Descontrolado, mal pensado, mal juzgado.
"¿No puedes permitirlo? ¿Qué diablos vas a hacer, Alex? ¿Encerrarnos en el sótano?".
Sus manos cayeron. “¡Maldita perra! ¿Qué te da el derecho? …".
"¡Detente ahí mismo, no tienes moral para hablarme de derechos, anciano pomposo! ¡Renunciaste a todos tus derechos cuando te fuiste con ella!".
Ella siempre usaba ese contragolpe a cualquier acusación. Había estado con otros hombres, él dudaba que alguna vez supiera con cuántos, pero había uno, hace unos años, del cual se enamoró. Ella echó a Alex y llevó a este chico nuevo a su cama. Entonces, Alex se perdió. Nada buscado, nada planeado. Se puso a hablar con una mujer en un bar y eso fue todo. Como era Alex, tuvo que decírselo a Diane y ella se destapó. ¿Cómo es eso justo, incluso explicable? Cuando le suplicó que regresaran, Diane cedió, con una condición: que la dejara seguir viendo al otro hombre.
Había perdido algunos buenos amigos cuando se enteraron de su decisión.
Al principio funcionó, hasta que la esposa del hombre obtuvo su número, llamó a Diane en medio de la noche, la amenazó con abogados y más. Diane retrocedió y dejó de ver al tipo, pero durante semanas pisoteó la casa como una adolescente engreída. Alex no se atrevía a preguntarle nada. Al final ella salió y encontró otro amante. Parecía feliz, las discusiones se detuvieron. ¿Pero la vida familiar? Eso nunca ocurrió. No hacían nada juntos y la pequeña Amy que se sentaba en el sofá, para ver a Tiny Pop decía: "Vengan a ver esto conmigo, mamá, papá". Alex sonrió pero su corazón estaba desecho y deseaba más que nada poder retroceder el reloj, desaparecer todo el dolor y la culpa. Todo para hacer que la vida de Amy fuera lo más perfecta posible.
Entonces, completamente de la nada, el otro tipo regresó. Había dejado a su esposa y quería intentarlo con Diane.
Ella aprovechó la oportunidad. Diablos, ella lo amaba. Alex ya no figuraba en nada. Todo lo que podía hacer era proveer.
Ahora iba a estar solo. Diane regresaría al Reino Unido y Amy se iría con ella. Alex tendría que acostumbrarse a mirar por esta ventana, a mirar la piscina, a escuchar el silencio. No más estallidos de risitas de su Amy, sus pequeñas piernas impulsándose como un pistón, lanzándose hacia él, arrojándose sobre él. "¡Mi papá!". Este era el comienzo del resto de su vida.
Podía sentir que sus ojos se humedecían. Tenía que endurecer su corazón, fortalecer su resolución, seguir todos los consejos de mierda que los sabios y omniscientes decían sobre las rupturas, y cómo aún podía verla, y que ella siempre sería ‘su Amy’. ¿Qué diablos sabían ellos? ¿Alguna vez, en sus vidas tan perfectas, habían experimentado dolor real? El pensamiento lo enojó, lo cual era mucho más deseable que sentirse deprimido.
"Maravilloso", dijo en voz alta, apuró su vaso y respiró hondo, tratando de olvidarse antes de que salieran las lágrimas. Subió las escaleras para cambiarse. Tenía la camisa pegada a la espalda y estaba ansioso por ponerse el traje de baño y darse un chapuzón. El dormitorio estaba perfecto como siempre. Todo cuidadosamente doblado, el edredón hacia abajo, las almohadas bien mullidas. Por costumbre, echó un vistazo al interior de la habitación de Amy. Reflejaba su edad, los carteles de su banda de chicos favorita en las paredes, mezclados con un par de Miley Cyrus. El orgullo del lugar era una foto de ella con su padre, grandes sonrisas, flanqueando a Mickey Mouse. Disneyland Paris, tomada el año pasado. Siempre se detenía y la miraba fijamente, especialmente en momentos como este. Recuerdos. Buenos recuerdos. Para Amy también, esperaba. Avanzó y besó su rostro sonriente en la foto. Entonces vino la primera lágrima, a pesar de sus mejores esfuerzos.
Entró al baño, se lavó la cara y miró su reflejo. Podía ver las líneas, marcadas profundamente en la piel color teca. Solía decir que eran líneas de risa y recordaba cómo, cuando era un adolescente con granos, pasaba horas entrecerrando los ojos para parecer rudo y duro. Luego, más tarde, se convirtieron en esas ‘líneas de risa’. Dudaba que alguien fuera engañado. Arrugas. Eso es lo que eran. Estaba envejeciendo y cuando miró más de cerca, pudo ver dónde las líneas blancas corrían por sus sienes, el área donde habían estado sus lentes de sol.
Las líneas lo hacían lucir un poco ridículo. De pronto la memoria llegó, se palpó los bolsillos del pantalón y se maldijo por dejar los lentes de sol en el automóvil. Si iba a pasar una o dos horas agradables junto a la piscina, tendría que ir a buscarlos, de lo contrario, el resplandor del agua sería demasiado brillante. Se quitó los pantalones, se los cambió por un traje de baño y de dirigió al auto descalzo.
Las baldosas del patio estaban al rojo vivo y le quemaban las plantas de los pies. Saltó y se acercó al auto y abrió la puerta del pasajero, se inclinó para alcanzar los lentes de sol arrojados descuidadamente en el tablero.
De pronto, se detuvo. Algo atascado debajo del asiento del pasajero le llamó la atención. Cogió el borde que sobresalía. Un paquete envuelto en papel marrón y montones de cinta negra. Lo sacó. Era pesado, como una bolsa de azúcar, pero más plano y más blando, como si lo que hubiera dentro fuera arena o polvo.
Entonces cayó el centavo. No solo un centavo, más como la proverbial tonelada de peso de Monty Python. Directamente a través de su cráneo.
Drogas.
Por alguna razón que no podía comprender, rápidamente miró a su alrededor. No había nadie allí y ninguna cámara de vigilancia grababa sus acciones. Este era la via de entrada de su casa, pero oye, quién sabe, tal vez el escuadrón de drogas estaba cerca, al acecho, listo para lanzar el gran zarpazo. Estúpido.
No obstante, se guardó el paquete en el traje de baño y volvió corriendo al interior. En el pasillo, cayó contra la fría pared por un momento para recobrar sus sentidos. Antes de darse cuenta de que había olvidado sus lentes de sol. "¡Maldición!".
Consideró ir a buscarlos, pero pensándolo bien, ya no importaban. Cualquier idea de un relajante baño en la piscina había perdido repentinamente todo su atractivo.