12. El peso del deber

1146 Words
Mi confesión se quedó perdida en el aire cuando no obtuve una respuesta concreta. Sus labios estaban calientes contra los míos, pero mi mente vagaba lejos de ese beso. Le correspondía, sí, pero en mi interior se libraba una batalla. ¿Cuánto puede durar un querer? ¿Cuánto el anhelo, el deseo? Y si es así, ¿cómo sabes si verdaderamente te estás enamorando? ¿O es simplemente una fantasía pasajera que tarde o temprano se desvanecerá? Con Izaro, todo era un arrebato. En el momento se sentía bien, casi demasiado bien, como si por un instante el mundo pudiera desaparecer y solo quedáramos él y yo. Pero luego, cuando el momento pasaba y la realidad me rodeaba de nuevo, me daba cuenta de que la infelicidad tenía más cabida de lo que admitía. Esa sensación me ahogaba, como si el aire que llenaba mis pulmones estuviera envenenado con la certeza de que nada de esto duraría. Mientras sus manos recorrían mi piel, una parte de mí quería dejarse llevar por completo, dejar que el placer enterrara la culpa. Pero la otra parte, la parte más lúcida, me recordaba que esto era temporal, que el vacío que sentía no se llenaría solo con besos robados en la oscuridad. Porque, ¿cuánto puede aguantar una persona sin ser egoísta e ir tras sus deseos? ¿Cuánto más podría seguir negando lo que realmente necesitaba? Sus labios bajaron hasta mi cuello, pero ya no sentía nada. La pasión que antes me había consumido se evaporó, dejando solo preguntas sin respuesta y una tristeza que no podía ignorar. Izaro pareció notarlo y se detuvo; nuestras miradas entrelazadas hablaban por sí solas, parecía como si me preguntara si algo pasaba y yo respondía con un sí. —¿Qué tiene de diferente este beso con el primero que nos dimos, Izaro? —pregunté. Su expresión se mantuvo neutra. No hubo respuesta por unos segundos, en los que sus ojos indagaron todo lo que le permitía. —En el primer beso había dulzura —dijo despacio sin dejar de mirarme, como si estuviera recordando aquel momento y, conmigo enfrente, pudiera sentir todavía lo que había acontecido no hace mucho—. En este siento que hay más pasión, menos inocencia. Asentí en comprensión. Todavía con su mirada en mí, preguntó: —¿Qué piensas tú? ¿Qué ha cambiado? Bajé mi mirada, sabiendo lo que pensaba con claridad referente a ello; sin embargo, había algo que me impedía expresarme como deseaba. —Dijiste una vez que te gustaría que me casara... —levanté mi vista en su dirección y tragué saliva cuando mi paladar estuvo pesado—, ¿todavía es así? Izaro mantuvo su mirada fija en mí, pero sus ojos parecían distantes. Por un instante, creí ver una sombra de duda cruzar su rostro, como si las palabras que acababa de pronunciar le pesaran más de lo que quería admitir. El silencio entre nosotros se volvía insoportable, cargado de expectativas imposibles y realidades que nos golpeaban como una ola imparable. Finalmente, suspiró, apartando la mirada hacia un rincón vacío de la habitación. —No es lo que quiero —susurró, tan bajo que apenas lo escuché. El aire en la sala pareció tensarse. Lo miré en silencio, esperando que continuara, pero sus palabras quedaron suspendidas, como si hablar más pudiera desmoronarlo todo. Apreté mis manos, buscando valor, pero mis emociones eran un torbellino. Sabía que mi lugar no estaba en los planes de su futuro. Yo, la simple hija de su profesor, no pertenecía a ese mundo de reyes y deberes inquebrantables. —¿Entonces por qué...? —empecé, mi voz temblando levemente—. ¿Por qué me dijiste eso si sabes que no es lo que realmente quiero y tú tampoco lo deseas? Izaro cerró los ojos por un momento; sus hombros parecían cargados de un peso invisible. Cuando los abrió, sus ojos ya no tenían el brillo de antes, cuando me vio en su habitación y me acunó entre sus brazos, cuando sus labios arroparon los míos en un beso casto. Ahora había en ellos una mezcla de resignación y tristeza. —Porque es lo correcto —dijo con una calma que me destrozó—. Tú... —Hizo una pausa, luchando con sus palabras—. Tú mereces algo más, Olivia. Algo que yo no puedo darte. Estoy comprometido, no por amor, sino por el deber a mi reino. Esa es la vida que me ha sido impuesta, una vida que no tiene lugar para lo que siento por ti. Sus palabras me golpearon como una fría bofetada. Sabía lo que estaba diciendo, pero la realidad dolía más de lo que había imaginado. ¿Acaso todo lo que habíamos compartido no significaba nada frente a sus responsabilidades? —¿Y yo...? —tragué saliva, mi garganta apretada—. ¿Qué soy entonces para ti, Izaro? ¿Solo un arrebato pasajero en medio de tus obligaciones? Él negó con la cabeza rápidamente, como si mis palabras lo hirieran más de lo que pretendía. —No —dijo con firmeza—. Eres mucho más que eso. Pero a veces, lo que uno quiere y lo que uno debe hacer son caminos opuestos. Y yo... no puedo permitirme elegir el querer sobre el deber. El vacío entre nosotros creció, y aunque estábamos tan cerca, sentí que ya no podía alcanzarlo. La realidad de nuestras posiciones, de nuestras responsabilidades, se interponía como un muro insuperable. Izaro, el príncipe heredero, comprometido por el bien de su reino. Y yo, la hija de su profesor, sin más poder que el de sentir. —Y lo lamento, mi querida Olivia. No sabes cuánto te quiero —murmuraba, y una de sus manos acarició mi mejilla. Cerré un momento los ojos al sentir su toque—. Puedo darte todo cuanto desees, pero con eso hay una excepción y debes entenderlo. No cambiaré de opinión; mi reino me necesita, y yo, como su futuro rey, debo cumplir mis obligaciones. Lo entendía, pero… quería más. —Me casaré, Izaro —dije finalmente. Esas palabras fueron tan pesadas que me tuve que dar un momento para proseguir—. Y necesito que me ayudes. Necesito un buen esposo, sabes a lo que me refiero. Con títulos, propiedades, riquezas... decente. No debe tener mucho, pero lo suficiente para que pueda sostener a mi familia. Pude ver cómo su mandíbula se tensó. —Si riquezas es lo que quieres y títulos, yo puedo dártelos; no necesitas casarte siendo ese el motivo —indicó con una entonación seria, que haría estremecer a cualquiera con la autoridad que solo él podría poseer. Traté de mantener una expresión seria, fría, intocable. Patéticamente, ya que mis palabras temblaron. —N-no quiero tener todo esto si es por medio de ser tu amante y que todo el mundo se entere.
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