Izaro me observaba en silencio, sus ojos ardían con una mezcla de furia y dolor. Sabía que mis palabras le dolían, pero también sabía que, en el fondo, comprendía por qué lo hacía. Sentía la batalla interna dentro de él, el príncipe que debía cumplir con su deber y el hombre que deseaba ir en contra de todo por su propia voluntad.
—Olivia… —comenzó, su voz quebrada por la tensión de sus emociones—. No tienes que hacer esto. No tienes que convertirte en algo que no quieres ser solo para cumplir con expectativas que ni siquiera son tuyas. Yo… —vaciló un momento, como si estuviera sopesando sus palabras con cuidado—. Yo te quiero conmigo, aunque sea de esta manera. Te daré todo lo que quieras.
Sacudí la cabeza, apartándome de él. Mis manos temblaban, no solo por el peso de mis decisiones, sino también por el dolor de estar tan cerca de él, pero tan lejos al mismo tiempo.
—No es suficiente, Izaro —le respondí con una voz quebrada, la tristeza aferrándose a cada palabra—. No quiero ser tu amante. No quiero ser solo un secreto susurrado en los pasillos mientras te entregas al deber de tu reino. Yo también merezco algo más. Algo que no puedes darme.
El silencio que siguió fue abrumador. Izaro se levantó y caminó hacia la ventana, mirando hacia el exterior con los puños apretados. La tensión en su cuerpo era evidente, pero no dijo nada. Sabía que no podía cambiar su destino, al igual que yo sabía que no podía cambiar el mío.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, habló de nuevo, con una voz tan baja que apenas pude escucharlo.
—Si eso es lo que necesitas para ser feliz, entonces te ayudaré. Encontraré a alguien que cumpla con tus expectativas… —Su voz se rompió, pero lo disimuló rápidamente—. Pero debes saber, Olivia, que esto me destroza. Perderte me destroza.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero me las tragué. No quería que me viera llorar. No cuando ya habíamos llegado tan lejos. Sabía que él también estaba sufriendo, pero nuestras realidades eran demasiado diferentes, y ninguna cantidad de deseo o pasión podía cambiar eso.
—Lo sé —murmuré—. Pero es lo mejor para ambos.
El silencio volvió a llenarnos. Izaro seguía de pie junto a la ventana, inmóvil, como si las sombras de la noche lo hubieran consumido. Yo, en cambio, me sentía como una nave sin rumbo, a la deriva en un mar de decisiones difíciles. Sabía que debía seguir adelante, pero la verdad era que, aunque tratara de ignorarlo, mi corazón todavía latía por él. Y eso era lo más doloroso de todo.
Me levanté, con confusión en mi corazón. Di unos pasos al frente, en dirección a la salida. Mi cuerpo y mis pensamientos me pesaban, me hacían querer retroceder, hacer que todo fuera igual. No quiero hacer esto, no quiero, pero el deber debía ser más fuerte.
Lo miré cuando ya no había distancia entre la puerta y yo, queriendo, anhelando que amortiguara mis dudas, que disipara mis inquietudes y la razón.
Izaro permaneció junto a la ventana, la luz de la luna perfilando su figura contra el cristal. El silencio en la habitación era denso, casi palpable, y yo sentía cómo cada segundo se estiraba, llenándonos de un vacío que parecía infinito. El dolor en sus ojos, esa lucha interna que reflejaba, era un espejo de mi propio tormento.
Finalmente, se giró hacia mí, y en sus ojos pude ver la decisión. No estaba dispuesto a dejarnos perder así, sin hacer todo lo posible por cambiar el curso de nuestra historia. Caminó hacia mí con pasos decididos y me atrapó en un abrazo que, aunque inicial y torpe, estaba cargado de una desesperación y un deseo que habíamos reprimido durante demasiado tiempo.
—Olivia —dijo con una voz que temblaba de emoción—, no me permitas dejarte.
Antes de que pudiera responder, sus labios encontraron los míos en un beso lleno de pasión contenida. Fue un beso que parecía destilar todo el dolor y el amor que habíamos guardado. La presión de sus labios sobre los míos me hizo sentir como si el mundo se desvaneciera a nuestro alrededor.
Mis manos, temblorosas, se posaron en su cuello mientras sus brazos me rodeaban, atrayéndome más cerca. La fricción de nuestros cuerpos hizo que el deseo reprimido se desatara, y ambos caímos en una espiral de fervor. Los susurros de nuestras respiraciones y los gemidos suaves se mezclaban con la sensación de estar finalmente juntos, sin barreras ni secretos.
Mientras la tensión se desbordaba en cada caricia, nos movimos hacia la cama. Cada roce, cada toque, era un grito silencioso de amor y desesperación. Nos desnudamos con prisa, pero también con ternura, como si cada prenda retirada significara un paso más cerca de un destino compartido, aunque fugaz.
Sus labios se impregnaron en mi piel con besos húmedos y ardientes. Sus manos, aunque ávidas, temblaban mientras se cerraban en la curva de mi cintura y me atraían más cerca de él.
—¿Me concederás tu perdón? —preguntó, su rostro descendiendo con caricias suaves desde mis pechos hasta justo debajo de mi ombligo.
—Lo haré —respondí.
Su nariz rozó ese lugar que palpitaba con cada latido, y su aliento cálido provocó un estremecimiento en mí. Sentirlo tan cerca me hizo desear algo más profundo. Un quejido abandonó mis labios cuando su boca se aventuró más allá. La sensación era nueva y sorprendente, una caricia que combinaba el placer con la dulzura de un descubrimiento compartido.
Izaro, notando mi reacción, levantó la cabeza un momento y, con voz suave y preocupada, preguntó:
—¿Estás bien? ¿Te sientes cómoda?
Asentí con la cabeza, intentando transmitir que estaba bien a través de una sonrisa y un suave gemido.
—Sí, me siento bien —respondí, sintiendo como el placer aumentaba.
A medida que continuaba explorando, Izaro se movió con una mezcla de cuidado y deseo, ajustando su ritmo según mis respuestas. A veces, se detenía para mirar mi rostro, asegurándose de que cada toque y cada caricia fueran como yo los deseaba. Yo, por mi parte, flexioné mis rodillas para darle más entrada, enredando mis dedos en su cabello.
—¿Te gusta así? —preguntó de nuevo, su voz mezclada con una ligera preocupación.
—Sí, sigue así —murmuré, mi voz temblando ligeramente pero llena de satisfacción.
Finalmente, cuando el momento se volvió demasiado intenso, Izaro se detuvo suavemente, levantando la cabeza para buscar mis ojos.
—¿Estás bien? —preguntó con sinceridad, preocupado por cómo me sentía después de la experiencia.
—Sí, estoy bien —respondí con un suspiro, sintiendo una mezcla de alivio y satisfacción.
Izaro me envolvió en una manta con delicadeza, arropando mi desnudez y dándome una sensación de seguridad y calidez. Mi cuerpo, que antes estaba lleno de tensión y deseo, ahora se encontraba en una relajación total. El cansancio me envolvió de repente, y un profundo sentimiento de paz me invadió. Me acomodé en su abrazo, sintiendo cómo el sueño se apoderaba lentamente de mí.
Izaro, con una ternura infinita, me sostuvo cerca, su respiración calmada me acompañaba en el silencio. A medida que mis párpados se volvían pesados, pude distinguir el susurro de su voz.
—No quiero que le muestres este lado a nadie más.
Asentí antes de sumergirme en un sueño sereno, rodeada por el consuelo de su cercanía.