Nuestros pasos resonaban impetuosos contra el pavimento, o tal vez eran solo los míos. No lo sé. Más que nerviosa, me sentía incómoda, pequeña, insegura. La princesa, aunque seguía mis pasos, no me miraba, como si fuera nadie.
El camino se me hizo eterno mientras la observaba detenidamente, comparando cada aspecto de ella conmigo. Su cabello, tan diferente a cualquiera que haya visto, pulcro y sedoso, sin un solo nudo. El mío, en cambio, era ondulado, rebelde y se enredaba con demasiada facilidad, como yo misma.
—Ya estamos aquí, Su Alteza Real —dije con voz moderada, mientras un sirviente abría la puerta. Me hice a un lado e hice un gesto para invitarla a pasar.
Ambas entramos en la estancia. Mientras ella examinaba todo a su alrededor, yo luchaba por estabilizar mi corazón desbocado. El aire en la habitación era denso, cargado con el perfume de las velas y la humedad de la noche. El roce de su mano en mi mejilla me quemaba, mientras un escalofrío me recorría la espalda.
Por primera vez desde que nos encontramos, se giró hacia mí y me miró directamente.
—Te lo agradezco, […] —hizo una pausa.
—Olivia, mi nombre es Olivia, mi señora —me presenté con la mirada baja, mis manos cruzadas en frente.
—Olivia, te lo agradezco. A partir de ahora estaremos juntas, quedo en tus manos. No tengo a nadie aquí, y me gustaría adaptarme lo más rápido y pacíficamente posible. Quedo en tus manos.
Asentí con la cabeza.
—Haré mi mejor esfuerzo para cumplir con sus expectativas. Ahora llamaré a las doncellas para que la ayuden en su baño, Su Alteza, y para que le traigan la cena después —dije, y ella sonrió brevemente en respuesta.
La princesa asintió ligeramente. Su sonrisa era amable pero distante, como si estuviera acostumbrada a mantener una barrera invisible entre ella y los demás. Sentí una ligera punzada en mi pecho, un recordatorio de que, aunque ahora compartiéramos espacio por circunstancias, nuestros mundos seguían siendo completamente distintos.
Me retiré en silencio, dejando la habitación para buscar a las doncellas que atenderían a Seraphine. Mientras caminaba por los interminables pasillos del palacio, el eco de mis pensamientos era ensordecedor. La princesa había confiado en mí, había depositado su adaptación en mis manos, pero ¿cómo podría yo estar a la altura cuando ni siquiera sabía si podía manejar mi propia incertidumbre?
—La princesa necesita asistencia para su baño y después su cena —informé, asegurándome de que todo estuviera en orden.
El palacio siempre me había parecido inmenso, pero ahora, con la llegada de Seraphine, se sentía aún más grande. Sus altos techos y vastos salones parecían aplastarme con su peso. ¿Cómo podría enfrentar todo esto sola?
De regreso a mis aposentos, sentí el agotamiento del día en cada músculo de mi cuerpo. Pero no era solo físico; mi mente no podía dejar de dar vueltas a lo que la princesa había dicho: “Quedo en tus manos.” Esa frase, tan simple y directa, me dejó con una sensación de responsabilidad abrumadora.
Me dejé caer en el borde de mi cama, mis manos aún temblaban ligeramente. Si ella supiera cuán inestable me siento... Pero eso no importaba. Tenía que demostrar mi valía, mi capacidad de cumplir con mi deber, aunque por dentro me sintiera como un barco a la deriva.
Por unos momentos, me permití respirar profundamente, cerrar los ojos y concentrarme en estabilizar mi pulso.
—Yo… yo puedo hacerlo. Puedo hacerlo —me dije, buscando un soporte en mí misma, abrazándome para evitar que las emociones contenidas me arrastraran al abismo, a lo incierto.
—Olivia… —una voz susurró en medio de la oscuridad que envolvía la habitación. Contuve la respiración al ver a Izaro salir de una esquina apartada.
—Su Alteza —me levanté rápidamente y me incliné ante su presencia. Estaba tan absorta en cumplir con mi rol que olvidé lo sucedido entre nosotros, apenas la noche anterior.
Izaro colocó su palma en mi mejilla izquierda con un gesto suave, íntimo. Fui consciente de la humedad en mis mejillas y sentí vergüenza.
—Lo siento… —murmuré, sin saber bien por qué me disculpaba ni hacia quién dirigía realmente esas palabras.
—Perdóname tú a mí. Te pido disculpas, todo es mi culpa —su voz sonó más ronca de lo habitual, más apagada. Levanté mis manos y me aferré a sus ropas.
—Bésame —pedí en un susurro. El dolor en mi corazón era insoportable. Necesitaba su cercanía, una base, algo que me sostuviera al menos por un segundo, algo que me hiciera sentir un poquito mejor.
Izaro se quedó estático por un momento. Sin embargo, su otra mano se deslizó detrás de mi cabeza, acercándome a él. Nuestras frentes se unieron, pero sus labios no me tocaron. Ambos cerramos los ojos con fuerza, nuestras respiraciones entrelazadas.
—No te besaré, Olivia —susurró contra mis labios, tan cerca pero a la vez tan lejos.
Mi pecho se encogió. Apenas anoche me decía que tenía sentimientos por mí, y ahora, con la llegada de ella, todo parecía haberse desvanecido. ¿La vio tan radiante que ya no significo nada para él?
—No te pido que sientas anhelo, solo… —mi voz se quebró, incapaz de continuar. Me aferré a él, desesperada, y lo tomé por el cabello, acercándolo a mí, a mis labios. Nos fundimos en un beso entrelazado de lágrimas y necesidad.
Izaro, incapaz de detenerme, me abrazó con fuerza y me permitió tomar lo que quisiera de él, de su cuerpo. Porque su alma, y todo lo que era, ni siquiera le pertenecía así mismo.