Los primeros rayos del sol se infiltraron a través de la ventana abierta, impactando de lleno en mi rostro. El viento frío acariciaba las partes de mi piel que permanecían descubiertas, intensificando la sensación de vulnerabilidad. Las lágrimas secas habían dejado una sensación tirante en mi piel, y cada mínimo movimiento facial venía acompañado de un dolor sordo, recordándome que lo sucedido la noche anterior no sería fácil de olvidar.
Más lágrimas brotaron, inevitables, y un dolor agudo se instaló en mi pecho. Mis puños se cerraron con fuerza sobre mis ropas, mientras jadeaba, luchando por tomar aire, rehusándome a mostrar al mundo mi dolor. Rehusándome a admitir ante mí misma cuánto me afectaba. Qué miserable, qué ilusa me sentía. ¿Qué ganaría con todo esto? ¿Qué es lo que realmente quiero? ¿La ruina de un reino? ¿Una posible guerra entre naciones? ¿El castigo para mis padres? Todo eso podría desatarse por mis deseos incoherentes, por algo que quizá sea pasajero.
Pero, ¿qué no lo es? Podría huir con Izaro, pero cuando él se canse, siempre tendrá un lugar al cual volver. Es un heredero, indispensable para su reino. Pero yo… si destruyo a mi familia, no podré vivir ni un solo minuto en paz. Y si me arrepiento de mis decisiones, no tendría a nadie.
Me vi obligada a levantarme, a seguir como si nada estuviera pasando, porque aunque el mundo se me viniera encima, no significaría nada para nadie. Mientras me vestía, no pude evitar mirarme al espejo. El reflejo que se proyectaba era lamentable: mis ojos hinchados y rojos, las mejillas irritadas por todas las lágrimas derramadas. Cada parte de mi rostro contaba la historia de una noche sin descanso, de una batalla interna que no podía compartir con nadie.
Tomé una bocanada de aire, tratando de recomponerme. Hoy debía cumplir con mi papel, ser la dama de honor de la princesa, la mujer correcta, la que se casaría con Izaro. El simple pensamiento me hizo flaquear, pero no había opción. Debía seguir adelante, aparentar normalidad, aunque por dentro estuviera rota en mil pedazos.
Con cada prenda que me ponía, me sentía más distante de mis propios sentimientos, como si estuviera envolviéndome en una coraza que ocultara mi dolor. El vestido de seda azul que elegí caía suavemente sobre mi cuerpo, y aunque solía disfrutar de su elegancia, hoy solo me recordaba la prisión de expectativas y deberes en la que estaba atrapada.
Mientras peinaba mi cabello, intenté bloquear los pensamientos que invadían mi mente. Tenía que ser fuerte, tenía que seguir adelante, incluso si eso significaba sonreír cuando no tenía ganas. Debía cumplir mi deber, porque no tenía otra opción.
Finalmente, una vez lista, me miré una última vez en el espejo. La mujer que me devolvía la mirada era una sombra de quien solía ser, pero era lo que el día demandaba. Con el corazón pesado, me obligué a salir de la habitación. No había dado ni siquiera dos pasos cuando me percaté de una figura que se acercaba en mi dirección con prisa. Quise correr lejos, huir de lo que significaba nuestro encuentro, pero mi cuerpo no correspondió a mis pensamientos y me quedé estática sin poder escapar.
—No, no te acerques más —dictaminé y alcé la mano como una forma de mantener la distancia, como si fuera suficiente para hacerlo.
Izaro se detuvo en unos cuantos pasos prudentes a mis deseos, pero no fue lo suficiente para calmarme. Para rehuir de esta realidad, para centrar mis pensamientos.
—¿Qué haces aquí? —inquirí con inesperada brusquedad. Él me miró sin expresión alguna, pero pude ver un destello de dolor en sus ojos. Aparté la mirada.
—Necesitamos hablar.
—No es el momento, necesitamos tiempo, necesito estar lejos de ti por un tiempo… —mi voz fue humillantemente baja, indecisa, todo lo contrario a lo que las palabras fueron.
Si solo hubiera la certeza de que hiciéramos lo que hiciéramos estuvieras absueltos a cualquier daño tanto para nosotros como para nuestros familiares, no dudaría. Darle riendas suelta a nuestros sentimientos, vivir este momento y disfrutarlo.
Izaro dio un paso más, reduciendo la distancia que intentaba desesperadamente mantener entre nosotros. Su presencia siempre había sido imponente, pero ahora sentía que me estaba asfixiando.
—¿De verdad crees que podemos escapar de todo esto? —pregunté, mi voz apenas contenida, temblando de frustración y miedo—. ¿Que huir es la solución?
Él me miró con esa expresión de hierro que siempre llevaba, como si todo estuviera bajo control. Pero detrás de su calma exterior, vi la tormenta de emociones que luchaba por esconder.
—Es la única opción que tenemos, Olivia —dijo con una calma que me enfurecía—. Si no nos vamos ahora, nunca lo haremos.
Sus palabras eran frías, casi calculadoras, y aunque había deseado que me lo propusiera, ahora que lo hacía, me sentía atrapada.
—¿Y luego qué? —repliqué, sin poder evitar la amargura en mi tono—. ¿Vas a seguir adelante como si nada? ¿Dejarlo todo atrás sin más?
Izaro bajó la mirada por un instante, un gesto fugaz que mostraba la duda que también lo atormentaba. Luego volvió a mirarme, su expresión endurecida, pero sus ojos traicionaban la inseguridad que sentía.
—Si nos quedamos, estamos condenados. Ambos.
Quería gritarle que no era tan fácil, que no podía dejar todo atrás sin pensar en las consecuencias. Que no podía destrozar a mi familia por algo que tal vez no duraría.
—Izaro, huir no resolverá nada —dije con firmeza, tratando de ocultar el temblor en mi voz—. Si nos vamos, solo estaremos prolongando lo inevitable. Tú eres un heredero; tarde o temprano, te buscarán.
Él apretó la mandíbula, claramente molesto por mi resistencia, pero también había un atisbo de comprensión en su mirada. Sabía que tenía razón, pero la desesperación lo estaba llevando a considerar opciones que antes habrían sido impensables para él.
—Lo sé —admitió, aunque no había arrepentimiento en su tono—. Pero quedarnos significa vivir como prisioneros de decisiones que no tomamos.
Sus palabras eran duras, pero tenían razón. Sin embargo, no podía ignorar lo que eso significaría para mí. Si lo seguía, estaría dejando atrás todo lo que conocía, y si las cosas salían mal, no habría vuelta atrás.
—No puedo hacer esto, Izaro —dije finalmente, sintiendo el peso de la realidad caer sobre mí—. No puedo destruir todo lo que somos por un sueño que puede no ser real.
Él me miró en silencio durante lo que pareció una eternidad, y luego asintió, su expresión más cerrada que nunca. Pude ver la lucha interna en su mirada, el conflicto entre su deseo de estar conmigo y el deber que lo ataba a su reino.
—Ya sea que huyéramos o nos quedemos, me haré responsables de mis acciones.
—No es necesario.
—¿A qué te refieres? —preguntó con una frialdad que jamás le había visto. Y la usó conmigo. Aparté la mirada.
—Si nuestras acciones traen consecuencias, haré lo que debo hacer, no tiene nada que ver contigo —respondí—. Y tú también, aunque no quieras admitirlo.
Izaro no respondió de inmediato. Finalmente, dio un paso atrás, su postura aún rígida, pero algo en sus ojos había cambiado. Ya no era solo la decisión irracional la que guiaba sus pensamientos, sino la comprensión de lo que realmente estaba en juego.
—Si nuestras acciones traen consecuencias no te pertenecen, es responsabilidad de ambos —dijo, su voz más suave, pero llena de firmeza.
Sentí un nudo en la garganta al escucharlo. Parte de mí quería aferrarse a él, a la idea de que podríamos encontrar una forma de estar juntos sin sacrificar todo lo demás. Pero sabía que no era tan simple, y que nuestras vidas estaban entrelazadas con responsabilidades que no podíamos ignorar.
—No olvides eso, Olivia.
Sin más palabras, él se giró y se alejó, y yo di un paso en su dirección, pero me detuve justo cuando la primera lágrima cayó.