1 | Bebé anhelado

1207 Words
Winter estaba tan asustada como yo por ver a mi familia después de tanto tiempo. La última vez que vi a mi padre era un hombre completamente sano, no aquel que me llamó para pedirme verlo. Mi madre se alió con él, por esa razón estábamos despojados de la familia. Cuando me casé con Winter, un par de semanas después me buscaron para hablar. Como no les agradó saber que nos unimos formalmente en Suiza, me comentaron que no contara con el dinero de mi herencia, que oficialmente dejaba de ser un Armstrong para todos los que me conocían. —¿Te espero en el hotel? —preguntó Winter. Como no tenía mi pent-house en Nueva York, teníamos que quedarnos en un hotel hasta que pudiéramos regresar a Hawái. Winter amó el resort de Hawái y me pidió quedarnos a vivir allí. Despertar con el sonido del agua era maravilloso, pero nada era mejor que estar junto a Winter para siempre. Nos habríamos quedado en Hawái, de no ser por esa llamada. Teníamos los próximos meses planeados. Planeábamos abrir un resort en la isla de Bali en Indonesia. Tenían hermosas montañas volcánicas, playas cristalinas y hermosos arrecifes de coral. Winter me apoyaría en todo lo que decidiera y por ello me acompañó de regreso. Y no quería que se quedara encerrada en una habitación mientras me peleaba algo más que un apellido. Sabría que mi madre no estaría allí, pero eso no significaba que mi padre no sería determinado a que regresara. Winter creyó que sería un tema familiar que no le competía, pero lo que ella no entendía era que todos pertenecíamos a una sola familia. —No te quedarás encerrada, irás conmigo —afirmé al sujetar su cintura—. Eres mi esposa, llevas el apellido de mi padre, así que eres parte de esta familia. No importa si no quieres entrar o te quieres quedar en el auto, pero sí quisiera que me acompañaras. Me siento mejor cuando estoy contigo. Winter apretó mis costados y me sonrió. —Te acompañaré. No teníamos demasiado dinero como cuando contábamos con el de mi padre. No podíamos movilizarnos en aviones privados, ni teníamos camionetas en todas partes. Cuando llegamos al aeropuerto alquilamos una camioneta y pagamos la reservación que Winter hizo en el hotel. Podíamos quedarnos en el resort, pero la distancia era de más de una hora. Por cercanía y comodidad, nos quedamos en un hermoso lugar a menos de cinco minutos de la empresa de mi padre. Nos duchamos, cambiamos la ropa y salimos de regreso. Ni siquiera necesitamos un auto, caminamos. Sujeté su mano y caminamos por la acera, bajo las enormes ramas de los árboles. Estábamos a pocos meses de finalizar el año, y aunque nuestra vida era tan ardiente como el sol de verano, la de Greg no lo era. —¿Hablaste con Greg? —preguntó. —Sí. —Apreté su mano—. Es complicado. Winter me dijo que no había nada lo bastante complicado como para dejar que las cosas malas los superaran. Ella tampoco creía que eso fuera posible. Greg era demasiado bueno para romperle el corazón a alguien como Mónica, sin embargo, aunque estábamos preocupados por ellos, teníamos más cosas en las cuales preocuparnos justo en ese instante. Cuando llegamos a la acera de la empresa, ambos miramos arriba. Winter no la conocía. Las veces que fue conmigo a Nueva York, no fue para visitar a mi padre ni mi antiguo lugar de trabajo, fue para pudiéramos salir y conocer otros lugares. Winter se impresionó. Le conté que era imponente, enorme, pero verlo en persona era otro nivel de impresión. Y fue hermosa su expresión, así como lo fue la sonrisa genuina. —¿Lista? —le pregunté. —Lo estoy si tú lo estás —susurró. De nuevo apreté su mano y nos encaminamos adentro. Todo seguía exactamente igual que cuando me marché. Estaban los mismos vigilantes recorriendo los pasillos, el encargado de la recepción, las mujeres en las afueras de las oficinas y el aroma a aromatizante que atestaba mi nariz. Encontré a la secretaria de mi padre en la pequeña oficina afuera de su despacho, y me dijo que él me esperaba, después de escanear que no vestía como acostumbraba cuando era parte de los socios principales. —Gracias —articuló Winter con una sonrisa. No íbamos mal vestidos, solo que no deseé colocarme un traje que no me era indispensable en ese momento. No iba reunirme con un socio para un acuerdo con mi trabajo, ni me casaría de nuevo. Por eso no me coloqué un traje ni obligué a Winter a usar los mismos sacos dolce que mi madre adoraba colocarse. Con su mano aun en la mía, abrí la puerta de la oficina de mi padre. La impresión que me llevé fue más grande que cualquier otra cosa. Estaba demacrado, el traje le quedaba grande, sus manos se arrugaron y casi no tenía cabello. No era aquel hombre que fue con la policía a mi rescate ni el que me peleó la herencia seis meses atrás. Mi padre hizo el intento para levantarse cuando llegamos, pero le dije que no lo hiciera. —Hola, Everett —saludó al sentarse. Su respiración era agitada, como si el solo levantarse le causara un cansancio o un dolor que no era normal. —¿Cómo estás, papá? —Cansado —aseguró al arrastrar su silla—. Me alegra verte. Solté la mano de Winter y me acerqué al escritorio. Sentía que si lo obligaba a esforzarse demasiado podía desfallecer. Estaba realmente cansado, lo veía en sus ojos y sus lamparones. —¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué esperaste hasta ahora? Su piel se veía cenizosa, como si se hubiese estado escondiendo del sol. Su piel se veía seca, sin células vivas. Ver al hombre que daba los mejores discursos de fin de año estar tan cerca de no dar ninguno más, me dolió profundamente. —Siéntate, Everett. —Vi su mirada correr a Winter—. Tú también, Winter. Tengo que hablar con ambos. Saqué su silla y la senté a mi lado. Mi padre sacó un pañuelo sobre el que tosió repetidas veces. Se le ahogaba la respiración. Sabía lo que sentía. Estuve un mes entero usando oxígeno en el hospital en las noches y algunas horas del día. Tenía cicatrices que lo comprobaban, al igual que una mujer a mi lado. Sabía lo que se sentía no lograr respirar ni poder tragar sin ahogarse. —No te esfuerces tanto, papá —imploré. Mi padre detuvo la tos, al igual que sus palabras. No debía estar trabajando en esa condición, debía estar en casa, y aunque se lo dije, no me prestó atención. Para él no era algo que quisiera hacer justo antes de morir. Mi madre dijo que el trabajo lo llevaría a la tumba y literalmente eso quería hacer, morir en el trabajo. Fue algo bastante feo de presenciar, porque el hombre ante mí no era mi padre, era un hombre que no conocía; era la sombra de Arnold Armstrong, quien me enseñó como elevar un pequeño imperio sin aplastar a las personas en mi camino.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD