Ella contuvo el aliento, sintiendo su intimidad palpitar con anticipación. Con plena conciencia de que no habría delicadeza, sino una embestida fuerte y veloz, llenándola con la esencia misma de su masculinidad.
Era precisamente lo que anhelaba.
—Señor, ten piedad—, murmuró y luego entró: un empuje sólido y decidido de sus caderas que la llenó con un movimiento resbaladizo hasta toda su profundidad.
Ella gritó, amando el dolor que acompañaba a la densa invasión.
Gimió, largo y bajo, con los músculos duros como el cemento. —Ah, joder, te sientes bien—.
—Y… tú también—.
Se retiró, casi fuera, y luego embistió de nuevo.
El aire fue desviado de sus pulmones. Él era fuerte y grande, y ella estaba atrapada debajo de él.
—Vas a correrte tan fuerte—. Conectó su cuerpo y se estrelló con fuerza contra ella. —Olvidarás en qué maldito planeta estás—.
—Sí. Sí.— Ella lo agarró por los hombros y le raspó la carne con las uñas. —Oh por favor.—
Parecía que había accionado un interruptor. Una mirada de determinación aplastó su boca y cabalgó sobre ella, dentro de ella, trabajando cada punto caliente por dentro y por fuera.
La cabecera golpeó contra la pared, traqueteando y temblando con cada movimiento de sus caderas.
Le costaba contener la respiración. Su pulso es un tamborileo selvático en sus oídos. La presión estaba aumentando, era todo lo que podía pensar. Él lo estaba haciendo bien, jugando con su cuerpo, obligándola a una liberación increíble.
Su mente se aclaró aún más. Los pensamientos sobre la boda, su jefe imbécil y su apartamento de mierda abandonaron su mente. Sólo estaba el aquí y el ahora y el orgasmo apunto de venir.
—Oh… oh… no pares… ¡joder!— Estaba allí, el clímax deslumbrante que había estado esperando desde que vio a Sean. —Ah... Dios... sí—. Ella echó hacia atrás la cabeza y gritó.
Él la miró fijamente, respirando con dificultad y con los dientes apretados.
—Sí. Sí.— El alivio fue celestial, oro líquido llenando sus venas. —Oh sí.— Un placer brillante se extendió por su piel. Ella no se contuvo, gimiendo y jadeando y haciéndole saber lo increíble que había actuado.
Finalmente se calmó y los espasmos disminuyeron. —Seán—. Ella le tocó la mejilla. —Pero tu…?—
—SShhhu.— Tenía la voz quebrada y los codos tensos. —No te muevas.
Ni un puto centímetro.
Ella se quedó paralizada con la mano en su rostro.
Cerró los ojos y apretó los labios. Él se cernía sobre ella, un espiral a punto de soltarse. Una banda elástica lista para romperse.
Después de varios segundos, dejó escapar un suspiro estremecido.
—¿Estás bien?— ella preguntó.
—Sí.— Abrió los ojos. —Estaba al borde entonces, pero no quiero correrme todavía—.
—¿No lo haces?—
—No—. De repente soltó su pierna que ahora estaba sobre su hombro y se retiró. —Porque ese fue solo tu primer orgasmo, tienes más por venir—.
—Me gusta cómo suena eso, oh...—
Él la giró, la agarró por las caderas y levantó su trasero en el aire. Ahora él estaba detrás de ella y ella estaba medio tumbada sobre la cama y medio fuera de ella.
—Tienes un dulce trasero—. Él acarició primero su nalga derecha y luego su nalga izquierda. Sus palmas desgastadas por el trabajo se deslizaron sobre su carne.
Ella movió su trasero de un lado a otro. La idea de otro orgasmo le resultaba muy atractiva, especialmente por detrás, lo que siempre era especialmente bueno para ella. —Así que hazlo.
Bofetada.
Un sonoro golpe había aterrizado en su nalga izquierda. Un ardor acalorado recorrió su carne. —¡Ay!—
Ella avanzó pero apenas se movió un centímetro. Él la tenía fuertemente agarrada. —Que…?—
—No me digas qué hacer—, dijo en voz baja y grave. —Yo soy el que está a cargo aquí—.
Su tono dominante la emocionó. Ella quería que él hiciera lo que quisiera con ella.
—Por favor...—
—Pequeña codiciosa, ¿no?— Bofetada. Bofetada. Bofetada.
El sonido de su mano acariciando sus nalgas sonó en sus oídos. El estallido de dolor candente recorrió su piel y pareció dirigirse directamente a su zona mas sensible.
Ella contuvo el aliento, preparándose para lo que estaba por venir.
La embestida llegó, poderosa y veloz como un reclamo salvaje de su cuerpo por parte del suyo, un choque de tamaños que despertó la más primitiva de las pasiones. Aun así, ella estaba dispuesta a aceptarlo. Su virilidad era imponente, gruesa, ancha y larga, su presencia abrazadora la hacía desear más, anhelar el roce de su ser.
—Eres una chica traviesa —dijo con voz ronca—. ¿Ligar con extraños en bares y dejarte dominar así?
—Solo tú —logró murmurar entre embestidas—. Solo tú.
Un sonoro golpe resonó contra la pared. ¡Basta con el ruido!
Sean aceleró, sus manos aferrando sus ardientes y doloridos dedos apretaban, pellizcaban, la presión en su pelvis creciendo.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —gritó, la cama golpeaba la pared con un estruendo ensordecedor.
—¡Cállense! —El furioso golpe en la pared vecina.
A Janice no le importaba. Y aparentemente, a Sean tampoco. La embestía como un animal salvaje,a punto de explotar.
—¿Qué...? —Jadeó, retorciéndose.
—Oh, sí, estoy llegando —gritó Sean, profundizando su placer.
Sus ojos se abrieron, la sensación oscura pero sensual, hirviendo dentro de el.
—¡Sí, sí! —Gritó mientras él se hundía más.
Janice se dejó llevar, con una felicidad inesperada. Un gemido largo y satisfecho escapa de sus labios. El primer orgasmo había sido grandioso, el segundo fue la guinda del pastel.
Maldita sea, esperaba que regresara a Londres pronto. Muy pronto.
Cuando terminó.
Ella jadeó, arqueando la espalda, observando la luz entre las cortinas.
—Eres una sucia, ¿sabías? —Se rió Sean.
—Habla por ti mismo —Janice respondió.
—Estoy llamando a recepción —La voz femenina atravesó la pared—. Esto es absurdo.
La risa de Sean resonó, luego gritó hacia la pared: —Está bien, ya terminé , pero si quieres un poco, señora, estaré listo en diez.
—¡Llamaré a seguridad! —La voz de un hombre, furioso.
—Sí, haz eso —respondió Sean.
Janice se rió. —Eres malo.
—Me gusta pensar que sí —Sean dijo, dirigiéndose al baño.
Ella se dejó caer en la cama, su respiración aún agitada, su entrepierna húmeda, sus pezones duros. Estiró su pierna derecha.
Sean encendió la luz del baño, y ella observó su reflejo mientras él orinaba y se lavaba las manos. La cicatriz brillaba en su hombro, justo debajo de las marcas de arañazos.
Unos golpes urgentes en la puerta sonaron.
Sean se acercó y la abrió, desenfadado e indiferente.
Janice se apoyó, escuchando con curiosidad. —Hemos recibido informes de un disturbio, señor.
—No es molestia, solo estamos... ocupados —dijo Sean. —Mi esposa y yo pasamos una noche alejados de los niños, sabes cómo es. Oportunidad de liberar tensiones.
Luego, con una pausa, agregó: —Me alegra que estés disfrutando tu estadía, pero recuerda que hay otros huéspedes.
—Ah, no te preocupes, los gritos de mi esposa son bastante... estimulantes. La dejaré descansar un poco.
—Gracias, señor. Buenas noches —dijo la voz detrás de la puerta.
Cuando Sean volvió a la habitación, la abrazó, dándole un beso tierno en la frente, contrastando con su anterior rudeza.
—Te deshiciste rápidamente de seguridad —notó Janice.
—¿Qué podía decir el chico? —Sean rió—. Le dije que estaba completamente satisfecho, que mi trabajo estaba hecho.
—Engreído pero cierto.
—Hay que tener cuidado —dijo Sean—. No todos los hombres tienen buenas intenciones.
—¿Por qué? —inquirió Janice.
—Por arriesgarte. El próximo fin de semana, piénsalo dos veces antes de ligar con un extraño. Podrías terminar recibiendo algo peor que un azote.
—Quizás me gustó recibir el azote —musitó Janice.
—Eso no fue un azote —aclaró Sean. —Si realmente estuviera enojado, no podrías sentarte durante una semana. Eso fue solo un aperitivo.
Hubo silencio. Las palabras de Sean resonaron en la habitación, pesadas, como si fueran una presencia tangible.
—Si fueras mía —continuó Sean, casi inaudible pero amenazante—, estarías sobre mis rodillas, suplicando. No pararía hasta que aprendieras la lección. Si fueras mía.
Janice guardó silencio, sus palabras flotando entre ellos.