Esa tarde, cuando las puertas de nuestras casas se abrieron, pasaron muchas cosas.
Yo recordé mi pasado, mi padre había tenido el corazón roto antes, y yo creo que recogí los pedazos de alguna manera demasiado. Yo no lo recordaba, pero él sí. Cuando mis papás se divorciaron, a la persona que más le dolió fue a él. Yo, por alguna razón, sabía que era inevitable y mi mamá, para entonces (de acuerdo con mi versión de los hechos), era mala y ya no lo amaba.
Mi papá estaba sentado un día en el sillón de casa y yo me comí la última galleta, una de chocolate recubierta en más chocolate, mientras mi padre lloraba en silencio abrazado a un almohadón. Mi estrategia era llamar a su madre y pedirle que nos llenara el refrigerador y nos limpiara la casa.
A veces, le pedía a mi abuela que le dijera que ya era momento de bañarse, y la vida continuaba. Mi abuela era doña perfecta, así que la casa quedaba ultra limpia, la cocina muy llena, y su hijo seguía en un intermedio entre la autocompasión y la desolación de haber perdido a su esposa. Vale, ahora que tienen esa imagen de un solterón viviendo con una niña malcriada y cansada de su situación de vida, podrán imaginar que fui a la escuela. Mi mejor amiga ya ni estaba, me tocaba presentarme como el patito en la obra escolar y no tenía traje, no había peinado, y entre el público no estaban ninguno de mis padres. Una señora muy amable me dejó en casa y me prometió que en el próximo recital tendría un papel más importante y un traje precioso.
Todo lo que salió mal en ese día empeoró cuando llegué y vi a mi padre acostado en el suelo, batallando contra la depresión. Me miró y trató de ponerse en pie, pero había llorado tanto que su voz no podía salir normal, era ronca, seca y triste. Sus ojos estaban hinchados, rojos, y algo escamoso se comenzaba a presentar sobre su piel. Se veía pálido, cansado y desnutrido.
—Si te vas a morir de amor, muérete ya —le pedí, y mi padre intentó sentarse, pero estaba demasiado cansado. Me senté a su lado y dije:—Tengo cinco años y he actuado frente a cien personas que querían a sus hijos y sus sobrinos, nietos y primos, papás que fingían adoración por los hijos que no pueden recordar una oración y los otros, los que volteaban a mirarme con asco porque no tengo una madre y tampoco un padre. Si la gente me va a ver con lástima es porque te moriste. —Tomé el cojín con el que se reconfortaba y le pegué en la cabeza a mi padre, quien se lastimó ligeramente porque su rostro ya estaba pegado contra el suelo. Pero el impacto del almohadón estuvo diseñado para hacerle daño, ese y los diez golpes siguientes, y como si no fuese suficiente, intenté ahogarlo. Creo que puse todo el peso de mi cuerpo contra su rostro y esperé a que se muriera, porque así se acabaría la lástima y la mierda. Mi papá no se defendió, no intentó ayudarse. Yo creo que él también quería morirse, pero una de las amigas de mi abuela le contó lo ocurrido en la escuela, y ella fue a buscarme a casa para intentar consolarme, acompañarme y disculparse por no estar más pendiente y medio matar a su hijo.
Mi abuela me vio intentar asfixiarle y corrió hacia mí, me abrazó y me alejó del hombre que me había hecho daño con su indiferencia y su desamor, porque esas eran palabras demasiado grandes para mí, yo de cuatro o cinco años, pero esa era la realidad: no me sentía amada, protegida ni respetada. Él perdió una esposa, yo, aparentemente, me había quedado sola.
—Abuela, no tengo a nadie.
—Eso no es cierto, Gretiti.
—¿Cuándo vas a volver a ser un hombre? ¿Cuándo vas a volver a ser mi papá? —Él no respondió, tosió y me miraba con pena en el suelo. Mi abuela me cubrió el rostro mientras yo lloraba y le dio un golpe seco en la espalda a mi padre.
—Pon tu vida en orden, si es negligente, no me temblarán las manos para quitártela, y todo lo que esté a tu nombre.
Mi abuela me llevó a casa, a la que hoy es mi casa, y pasé demasiadas semanas fingiendo ser su hija, la de la mujer que me peinaba, me alimentaba y cuidaba de mí. Mi papá estaba sentado en el sofá, abrazado a una almohada, fumando, cuando nosotros entramos en casa.
—Hola, muchachos, espero no les moleste que haya entrado.
—Para nada —respondió Ramón.—¿Está usted bien?
—Sí, se me ha muerto el celular y ocupaba hablar contigo, así que he venido del trabajo a casa —replicó, y yo me acerqué para saludarle.
—¿Quieres café, agua o té?
—No, mi cielo, venía a hablarte de ir a visitar a tu madre.
—Estoy muy ocupada, papá.
—Sé que te casas en unos días, hija, pero creo que es necesario que veas a tu madre.
—No quiero, gracias.
—Gretta, su cáncer es muy agresivo. Si ella no lo merece, hazlo por mí.
—Lo sé, me apena muchísimo, pero no quiero ser la persona más grande, llevo años cuidándote, cuidando a mis hermanas, soportándola a ella, y estoy muy grande para seguir cargándoles en la espalda. Lo siento, pero, se acabó. —Voy corriendo por mi bolsa y le escribí un cheque por la boda.—Hace mucho tiempo tú podías darme algo que yo no y era el dinero, una manutención, y la verdad, no lo quiero, no quiero el dinero de la culpa. No me cuidaste, me dejaste. Tú y ella se divorciaron y los dos me abandonaron, si no hubiese sido por mi abuela.
—Gretta, por favor…
—No, de verdad; no. —Respondo—Tú me abandonaste, me descuidaste, tuviste dos hijas más con la mujer y ahora si se está muriendo yo tengo que ser misericordiosa. ¡Es que qué caradura la de los dos! ¡Hazme el favor! Agradece que puedo mirarte todavía a los ojos.
—Gretta.
—¡Vete de mi casa! —Le pido y Ramón se acerca y me abraza.
—Gretta… —Intenta decir mi esposo.
—Quiero que se vaya, Ramón. —Mi esposo me da un beso en la frente y me dirige hacia el sofá, luego le pide a mi padre que me de un poco de espacio y le dirige hacia la puerta.
Mi papá no dice nada más. Solo se marcha y mi marido regresa al sofá, me acompaña en silencio mientras intenta reconfortarme. Yo no sé si ha sido verme ahí, o si simplemente la sorpresa de verle en mi casa pidiendo ayuda para ella me ha superado, pero me he vuelto a sentir como ella, mi yo pequeña.
En casa de las chicas Mondragón, las tres se encontraban estudiando arduamente. Bueno, todas menos la del medio a quien se le dificultaba todo y le daba tristeza pensar que el próximo año sus hermanas estarían en escuelas carísimas y durísimas y ella estaría en otro colegio, uno incluso de menor nivel que ese.
Mientras preparaba la cena, para ayudar, escuchaba en su cabeza la voz de su padrastro diciéndole que ella no era buena para una mierda.
Su nueva mamá la observó, limpiarse las lágrimas mientras movía el contenido de la olla.
Consuelo se quedó en silencio observando a sus hijas y fue entonces cuando le cayó que no sabía nada más que lo que había idealizado de ellas; Alice era una pequeña muñequita que la vida le había regalado para sentir un poco más de inocencia y amor genuino, Mariana era una mujer autosuficiente, disciplinada y amorosa y Natalia era un poquito la hermana rebelde y divertida.
Cuando en realidad cada una cargaba con dolores, recuerdos y tristezas. Consuelo fue hacia Natalia y la abrazó, un abrazo que la chica no sabía que necesitaba pero no intentó soltarse, solo se agarró con fuerza. Le llenó de besos y él acarició la espalda.
Mariana, quien estaba acostumbrada a lidiar con los dolores de su hermana, se dio cuenta de que por primera vez parecía no ser solicitada en una de sus crisis de tristeza e inseguridad. Tenían a Consuelo, su hermana tendría a alguien si ella elegía ir a la universidad o si simplemente conseguía un trabajo un poco lejos; Naty tenía una mamá, no era ella y eso le llenaba de alivio porque no sabía cuándo sería el día en el que tuviese que irse o usar su energía en alguien más. Mariana suspiró aliviada porque por primera vez podía simplemente ocupar el papel de hermana e ignorarla.
Alice también era nueva en ser hermana menor de alguien, pero creía que lo mejor era darle a su hermana espacio con su mamá para que pudiese reconfortarla.
—Lo siento.
—No, cariño, no pasa nada por llorar, ¿qué tal si termino de cocinar, cenamos todas juntas y después hablamos tú y yo? —Nati asintió y se limpió las lágrimas antes de ir a su habitación. Consuelo saludó a sus otras dos hijas y les preguntó si sabían algo que pudiese estar molestando a su hermana, las dos negaron con la cabeza, y Alice le enseñó un pequeño poema que había escrito en clase. Consuelo la llenó de besos y la felicitó, Mariana le mostró los esfuerzos que estaban haciendo en inglés y como daba frutos y las tres saltaron emocionadas por la mayor de las hermanas.
Consuelo decidió ordenar un postre para compartir cuando leyó el mensaje de Vidal.
—Se me complica un poco cenar juntos hoy, mis hijos están conmigo.
Consuelo
Naty tuvo un mal día, pero te llamaré antes de dormir.
Vidal
Es una cita.
Consuelo
Un beso.
Vidal
Dos, no me gusta la tacañería.