Capitulo 5

2116 Words
El encierro de su habitación era ameno. Caleb yacía frente a la computadora ojeando su perfil de f*******:, veía fotos de sus compañeros y amigos, y algunos videos del partido, aunque no se detenía en ningún. Su único interés en abrir la red social era ver las publicaciones de Bruno, quien resultaba ser amante incondicional de la página, siempre publicaba fotos o videos de su día a día, y cambiaba constantemente su perfil. Caleb se preguntaba cómo podría actualizar tan seguido su f*******:, si la mayor parte de su tiempo lo transcurría en el billar de Paco, pero, internamente, agradecía que supiera cómo organizar su horario persona y laboral, así mantenía esa pequeña ventana abierta para él, mientras conseguía el valor para acercarse. Está vez, como muchas otras, la atención de Caleb se concentraba en ese pequeño punto verde que le indicaba que Bruno estaba en línea, y una vez más, se debatía entre enviarle un mensaje o no. Tecleaba varias veces en su computadora, escribiendo palabras que inmediatamente borraba. En su mente parecían bien, pero luego las leía y consideraba que eran imprudentes o inexactas a lo que él sentía. No sabía si empezar con un amistoso saludo o ser directo. Odiaba el torbellino que su mente formaba en momentos así. Anhelaba que fuese él quien iniciara una conversación entre ellos, pero sabía que no sería posible, que la única manera de iniciar una conversación era por su propia iniciativa, sólo él conocía las razones que los unía a ambos. Caleb: Hola, sé que debes considerar insólito que sea yo quien te escriba, pero hay algo que quisiera hablar contigo, preferiblemente en persona, así que me gustaría que quedáramos. Se animó a escribir Caleb en un repentino arrebato de valentía. Observaba con minuciosidad cada letra que tecleó reparando en algún posible error ortográfico, no quería que pensara que era un deportista mediocre. Lo único que lo frenaba a enviar el texto era la ubicación. No tenía claro dónde citarlo, quería que fuese un lugar apartado de la muchedumbre que pudiera juzgarlos, pero no tan alejado como para asustarlo con falsas expectativas de dobles intenciones. Los nombres de las ubicaciones de todos los lugares que consideraba adecuado, giraban en su cabeza como lo hacen las hojas en un suave remolino de viento, hasta que la voz seca y carrasposa de su padre las disipo. Desde su habitación, Caleb podía oír los vehementes regaños con los que su padre arremetía en contra de su madre. -Explícame, por qué te resulta tan difícil mantener la comida caliente para mí, si bien conoces mi horario de salida. –Reprendía Alberto a su mujer. El alma de Caleb se llenaba de odio al escucharlo. Siempre era igual, no importaba cuánto Verónica se esforzara por complacerlo, De la Vega siempre conseguía algún defecto en ella. Oía a su mamá disculparse sin razón, aunque Alberto poco le valía. Seguía gritando y mandando a Verónica a hacer algo que él podía. Cansado de los insultos y las humillaciones, el joven De la Vega abandonó su habitación y bajó las escaleras. Al llegar a la primera planta, vio a su madre plantada frente a la estufa eléctrica, con la cabeza inclinada. Ocultando su vergüenza, quizás. -Te ayudare. – Se ofreció desinteresado Caleb mientras comenzaba a encender una de las hornillas y preparaba algunas ollas. Madre e hijo se ayudaban mutuamente, consumidos en el silencio. Caleb se preguntaba a diario qué sería de su mamá si él no estuviera allí para apoyarla. Aún su futuro seguía siendo incierto, pero sabía que a dónde sea que el destino lo lleve, junto a él estaría la mujer que le dio vida. -¿Qué haces aquí? –Preguntó Alberto de la Vega causando un severo escalofrío en la espalda de su hijo. -Ayudo a mamá. –Dijo Caleb simulando el miedo que le inspiraba su progenitor. Su padre aborrecía la debilidad en un varón. -La cocina no es lugar para ningún hombre. ¡Sube a tu habitación! -Será sólo un momento. –Replicó el joven. Verónica de pie a centímetros de su esposo e hijo, reparaba en las facciones de Alberto que delataban su indignación. -Obedece, hijo. –Apoyo Verónica, muy a su pesar. -Será sólo un momento, cuando termine de…-Las palabras de Caleb se silenciaron, y lo siguiente que se oyó en la mansión fue el sonoro ruido de la fornida mano de Alberto estampando en el rostro de su hijo. Verónica lanzó una de sus manos a su boca, ahogando así, un grito que amenazaba en salir. Desafiar a Alberto nunca era buena idea, pero para Caleb era difícil cruzar los brazos y ver cómo maltrataba a su mamá. -Sólo las mujeres y los maricones entran a una cocina. Tú eres un hombre De la Vega y no tienes nada qué hacer en un lugar de estos. –Articuló con severidad el magnate. El rostro de Caleb ardía por la bofetada y sus fuerzas se concentraban por contener las lágrimas de dolor e ira que se asomaban en sus orbes negros. Sus palabras dolían más de lo que su padre podía imaginarse. Finalmente, entendió que no tenía posibilidades de ganar en contra de su padre, no había nada que pudiera decir o hacer que remediaran la situación. Rendido se marchó a su habitación. Una vez allí, cerró la puerta con fervor. Su respiración era agitada y su sentimiento de impotencia era gigantesco. Empezó a descargar su ira embistiendo los objetos de su habitación. Cuando ya no había nada que destrozar se sentó en el suelo, recargando su espalda en uno de los laterales de la cama. La ira había reclamado gran parte de su alma. Odiaba a su padre. En sus memorias no había un solo recuerdo de Alberto dándole un abrazo o un beso, ni ninguna clase de afecto, para el magnate todo eso era símbolo de debilidad o afeminación. Era absurdo pensar algo así, después de todo eran padre e hijo. Se obligó a olvidar los instantes que vivió en la cocina y recordó, repentinamente, el mensaje que estaba en su chat de f*******:. Se levantó del suelo y se sentó en la silla frente a su computadora. Ojeó el texto y se sintió avergonzado. Una sola tecla fue suficiente para eliminarlo. (…) La cama de Cristina estaba colmada de papeles, cuadernos y libros de matemática. Y ella yacía concentrada en sus estudios, mientras que en su celular sonaban las mejores bachatas. Escuchó suaves toques a su puerta y su atención se dirigió hacia ahí, apreciando al instante, con ternura, a su hermano quien entraba a la habitación sosteniendo un plato donde había un emparedado gourmet y zumo de naranja. -Es hora de cenar –Dijo Christopher, entregándole el plato a su hermana, Cristina lo recibió complacida, y al instante bebió del exquisito líquido. El chico se sentó a un lado de la cama admirándola. ¿Y tú? –Inquirió la menor de los Restrepo. -¿Ya comiste? Sí. Hace un rato me preparé unas tortillas. -¿Sólo tortillas? Eso no es suficiente. Come un poco de esto. –Articuló Cristina, ofreciéndole a Christopher de su emparedado, él chico lo rechazo rotundamente. Su prioridad era su hermana, sólo para ella cocinaba tan exquisito. Aunque la mujer insistió, Christopher no cedió. Los hermanos Restrepo yacían solos en su hogar, pero eso ya no era inusual. Carmen le dedicaba más tiempo al trabajo que a sus hijos, la mujer sólo se interesaba por los gastos de la casa. Christopher y Cristina, mutuamente, se dividían los qué hacer de la casa, aunque era el hombre quien más se preocupaba por no dejar a su hermana con tantas responsabilidades. -¿Qué haces? – Cuestionó el chico, ojeando las hojas que yacían sobre la cama. -Algoritmos, ¿quieres ayudarme? –Dijo Cristina, el otro se carcajeó. Las matemáticas eran unas de las razones que hicieron que Christopher repitiera el último curso de bachillerato, además de la falta de interés con la que el joven atendía las clases. -Con gusto te ayudaría. –Bromeó el catire. –Pero tengo que irme. -¿A dónde? -He quedado con unos amigos en el billar de Paco. –Explicó Christopher. -¿Irás a ver a Chema? –Indagó con disgusto. Poco después del encarcelamiento de su padre, se enteró que Chema era quien le suministraba los estupefacientes con los que traficaba. Le aterraba pensar que su hermano tuviese el mismo final que su padre. Christopher desvío su mirada de la de ella, no podía ver ese atisbo de decepción. -Jugaremos al billar, mientras bebemos un par de cervezas nada más. –Dijo encogiéndose de hombros como si no tuviese tanta importancia. -Está bien, mientras sólo sea eso. –Dijo. El mayor de los hermanos se levantó y luego de dejar un cálido beso en la mejilla de Cristina se marchó. De la habitación de ella, entró a la suya que quedaba justo al lado. Debajo de su guarda ropas, oculto, yacía una mochila con un peso considerable que sacó y montó sobre uno de sus hombros. Salió de su habitación asegurándose de no llamar la atención de Cristina y sin más abandonó la casa. A las afueras de la misma yacía su motocross Honda del año 2020 en la que se subió, emprendiendo su rumbo al billar de Paco. Durante el día era el lugar perfecto para el ocio de cualquiera, sin reparar en la edad sin embargo, en las noches se volvía una especie de club, donde no accedían menores de edad, aunque no había ningún portero en la entrada pidiendo identificaciones. Con una prominente velocidad, Christopher se encontró en el billar en un parpadeo. Estacionó su motocross a las afueres y penetró al establecimiento aún con la mochila en su espalda. Una esfera de colores que giraba en el techo fue lo primero que cayó bajo sus ojos azules, luego reparó en la música de Calvin Harris que sonaba estruendosa causando que las personas bailar sin pudor alguno. Buscó meticulosamente entre toda la muchedumbre, ubicando a Chema jugando en la mesa de billar. El catire atravesó la larga y estrecha pista de baile tropezando varias veces con algunas personas, pero no advirtió en quiénes tan sólo seguía con su andar. Cuando al fin llegó, se dispuso a saludar a sus conocidos, en especial a Chema quien apestaba a alcohol y cigarro, una prueba irrefutable del largo tiempo que tenía en el club, aunque aún precisaba de algunas horas para perder la cordura en embriagues. No tardó en invitarle una cerveza a Christopher que no se negó en aceptarla, así como tampoco declinó el ofrecimiento a jugar billar. Luego de un tiempo cambiaron las cervezas por aguardiente, para entonces Chema y Christopher ya habían renunciado al billar un juego que no dominaban a la perfección o al menos eso indicaba sus consecutivas derrotas. Se sentaron frente a la barra de servicio. El primer hombre pidió una ronda de tequila y una mujer de cabello corto y piel morena fue la encargada de atenderlos. Chema le agradeció con una generosa propina. Una vez solos, Chris le extendió la mochila a su compañero en la que figuraba el dinero de su última venta. -Adivina quién estuvo visitando el taller. –Vociferó Chema ojeando el dinero. -No lo sé. ¿Quién? -La hija del oficial Guzmán. –Reveló cerrando ya la mochila. -¿Laurita? –Inquirió Christopher con sorpresa, Chema afirmó con la cabeza mientras terminaba su tequila. -Tenía mal aspecto. Quería que le diera cualquier cosa que tuviera. -¿Qué le vendiste? -Nada. No tenía dinero. –Respondió Chema, haciendo ademanes con la mano para que le sirvieran otra ronda del mismo licor. Fue la misma mujer quién atendió su servicio y, otra vez, fue gratamente remunerada. Christopher aguardó que la empleada se retirase para seguir la plática. A Chema le disgustaba, por obvias razones, hablar de sus negocios frente a desconocidos. -¿Por qué no lo sumaste a su cuenta? -Porque su deuda conmigo ya es muy alta. -Entonces ¿la vetaras como cliente? -Seguiré proveyéndole sólo si me paga al instante o si cancela lo que debe. –Dijo Chema seguidamente se levantó de su asiento y se marchó en busca de la camarera, continuaría con ella el resto de la noche. Christopher quedó ensimismado en sus pensamientos. La situación de Laura debía ser grave si ella misma había ido a comprar drogas. No había vuelto a hablar con ella desde la noche en que su madre falleció. Estaba tan drogada esa vez que él creyó que no sería capaz de recordar nada de lo que sucedió, pero su obvio distanciamiento lo desmentía.
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