CAPÍTULO DOS

1816 Words
CAPÍTULO DOS Dierdre sentía que se le destrozaban los pulmones mientras daba vueltas en la profundidad, desesperada por conseguir aire. Trató de estabilizarse, pero sin poder lograrlo debido a las gigantes olas de agua que la hacían girar una y otra vez. Deseaba respirar más que cualquier otra cosa en el mundo y su cuerpo gritaba por oxígeno, pero sabía que tratar de respirar ahora significaría, sin duda, su muerte. Cerró los ojos y lloró, sus lágrimas se mezclaban con el agua y ella se preguntaba cuándo terminaría este infierno. Su único consuelo era pensar en Marco. Lo había visto caer al agua junto con ella, lo había sentido tomarla de la mano y ella se giró y lo buscó. Pero no encontró nada más que negrura y olas de espuma en la aplastante agua. Pensó que Marco debería estar muerto desde hacía tiempo. Dierdre deseaba llorar, pero el dolor destrozaba cualquier pensamiento de autocompasión de su mente y le hacía pensar solo en sobrevivir. Pero justo cuando pensaba que la ola no podría cobrar más fuerza, esta la empujó contra el suelo una y otra vez, atrapándola con tal fuerza que sintió que el peso del mundo entero estaba sobre ella. Sabía que no sobreviviría. Pensó que el morir aquí en su ciudad natal y aplastada por una ola gigante creada por los cañones de los pandesianos era irónico. Hubiera elegido morir de cualquier otra forma. Pensó que podría arreglárselas con cualquier clase de muerte; excepto ahogarse. No podía soportar el dolor extremo, la agitación, el no poder abrir la boca y tomar una bocanada de aire que cada parte de su cuerpo deseaba con desesperación. Sentía que se volvía más débil y que sucumbía ante el dolor. Pero entonces, y justo cuando sentía que se le cerraban los ojos, justo cuando sabía que no podría soportar un segundo más, sintió que daba la vuelta y giraba rápidamente hacia arriba arrojada por la ola con la misma fuerza que había usado para aplastarla. Se dirigió rápidamente hacia la superficie con el impulso de una catapulta, alcanzando a ver la luz solar y con la presión lastimándole los oídos. Para su sorpresa, un momento después salió a la superficie. Jadeó tomando grandes bocanadas de aire, que agradeció como nunca lo había hecho en su vida. Abrió la boca tratando de respirar y, un momento después y para su espanto, fue succionada debajo del agua de nuevo. Pero esta vez tenía suficiente oxígeno para resistir un poco más y el agua no la empujó tan profundo. Pronto salió a la superficie de nuevo tomando otra bocanada de agua y antes de ser sumergida de nuevo. Era diferente en cada ocasión, la ola se debilitaba y, al subir, sintió que la ola estaba llegando al final de la ciudad y se diluía. Dierdre pronto se encontró en los límites de la ciudad, pasando los grandes edificios que ahora estaban bajo el agua. El agua la empujó hacia abajo una vez más, pero esta vez con una lentitud que le permitió, por fin, abrir los ojos y ver todos los grandes edificios que una vez habían estado erguidos. Vio montones de cuerpos flotando en el agua delante de ella como peces, cuerpos cuyas expresiones de muerte ella ya trataba de eliminar de su mente. Finalmente, y sin saber cuánto tiempo había pasado, Dierdre salió a la superficie, esta vez para siempre. Fue lo suficientemente fuerte para pelear contra la última ola que trató de sumergirla y, con una última patada, pudo mantenerse a flote. El agua del puerto había viajado demasiado lejos tierra adentro y no quedaba un lugar a dónde ir, y Dierdre pronto sintió que llegaba a un campo de hierba mientras las aguas bajaban dirigiéndose otra vez al mar y la dejaban sola. Dierdre estaba tumbada boca abajo con el rostro sobre la húmedo hierba y gimiendo por el dolor. Seguía jadeando por el dolor en los pulmones y disfrutando cada respiro profundo. Débilmente logró voltear su cabeza para mirar por encima del hombro, y se horrorizó al ver que lo que había sido una gran ciudad ahora no era más que mar. Solo alcanzaba a ver la punta de la torre de la campana que se elevaba unos cuantos metros, y se quedó asombrada al recordar que solía elevarse a cientos de metros en el aire. Completamente exhausta, Dierdre por fin se rindió. Dejó caer su rostro en el suelo, dejando que el dolor de lo que había sucedido ahí la sobrecogiera. No podía moverse aunque lo intentara. Unos momentos después, se quedó profundamente dormida, apenas viva en un campo remoto en un rincón del mundo. Pero de alguna manera, había sobrevivido. * —Dierdre —dijo una voz, acompañada de un gentil empujón. Dierdre abrió los ojos y se sorprendió al ver que ya se estaba poniendo el sol. Helada y con su ropa todavía mojada, trató de recuperarse y se preguntó cuánto tiempo llevaba ahí y si estaba viva o muerta. Pero entonces sintió la mano de nuevo tocándole la espalda. Dierdre miró hacia arriba y, con un gran alivio, vio que se trataba de Marco. Sintió una gran alegría al ver que estaba vivo. Parecía hecho polvo, demacrado y muy pálido, y parecía como si hubiera envejecido cien años. Pero seguía vivo. De alguna manera, había logrado sobrevivir. Marco se arrodilló a su lado, sonriente pero mirándola con ojos tristes, unos ojos que no brillaban con la vida que antes tenían. —Marco —le respondió ella débilmente y sorprendida por lo grave que tenía la voz. Le vio una cortada en un lado de la cara y, preocupada, estiró la mano para tocarla. —Te ves tan mal como yo me siento —dijo ella. Él la ayudó a levantarse y ella se puso de pie, con el cuerpo adolorido por todos los golpes, magulladuras, rasguños y cortadas de arriba abajo de los brazos y las piernas. Pero al menos, al revisarle las extremidades, pudo comprobar que no tenía nada roto. Dierdre respiró profundo y se llenó de valor para mirar detrás de ella. Tal como lo temía, era una pesadilla: su amada ciudad había desaparecido en el mar y lo único que sobresalía era una pequeña parte de la torre de la campana. En el horizonte vio una flota de barcos negros pandesianos que se adentraban más y más tierra adentro. —No podemos quedarnos aquí —dijo Marco con apremio—. Ya vienen. —¿A dónde podemos ir? —preguntó ella, sintiéndose desesperanzada. Marco la miró con una expresión en blanco, era evidente que tampoco lo sabía. Dierdre miró hacia la puesta de sol, tratando de pensar, y con la sangre palpitándole en los oídos. Todos a los que conocía y amaba estaban muertos. Sentía que no le quedaba nada por lo que vivir; ningún lugar a dónde ir. ¿A dónde podías ir cuando tu ciudad natal había sido destruida, cuando todo el peso del mundo estaba cayendo sobre ti? Dierdre cerró los ojos y movió la cabeza en desconsuelo, deseando que todo desapareciera. Sabía que su padre estaba allí, muerto. Sus soldados estaban todos muertos. Las personas a la que había conocido y amado toda su vida estaban todas muertas, gracias a estos monstruos pandesianos. Ahora no quedaba nadie que pudiera detenerlos. ¿Qué sentido tenía continuar? A su pesar, Dierdre rompió a llorar. Pensando en su padre, cayó de rodillas; se sentía desolada. Lloraba y lloraba deseando morir también, deseando haber muerto, maldiciendo al cielo por permitirle seguir con vida. ¿Por qué no podía sencillamente haberse ahogado en esa ola? ¿Por qué no podían haberla matado junto con los demás? ¿Por qué había recibido la maldición de la vida? Sintió una mano consoladora en el hombro. —No pasa nada, Dierdre —dijo Marco suavemente. Dierdre se sobresaltó, avergonzada. —Lo siento —dijo ella mientras lloraba—. Es solo que… mi padre… Ahora no tengo nada. —Lo has perdido todo —dijo Marco también con voz pesada—. Y yo también. Tampoco deseo continuar. Pero tenemos que hacerlo. No podemos quedarnos aquí a morir. Esto los deshonraría. Deshonraría todo por lo que vivieron y pelearon. En el largo silencio que le siguió, Dierdre lentamente se puso erguida al darse cuenta de que él tenía razón. Además, al ver los ojos marrones de Marco que la miraban con compasión, se dio cuenta de que sí tenía a alguien; tenía a Marco. También tenía el espíritu de su padre que la miraba desde arriba, deseando que fuera fuerte. Se obligó a recuperar la confianza. Tenía que ser fuerte. Su padre hubiera querido que fuera fuerte. Se dio cuenta de que la autocompasión no ayudaba a nadie; y tampoco su muerte. Miró a Marco y pudo descubrir más que compasión; también pudo ver el amor por ella en sus ojos. Sin ser completamente consciente de lo que hacía, Dierdre, con el corazón acelerado, se acercó y se encontró con los labios de Marco en un beso inesperado. Por un momento, sintió que era llevada a otro mundo y que todas sus preocupaciones desaparecían. Sorprendida, se hizo para atrás lentamente sin dejarlo de mirar. Marco parecía igual de sorprendido. La tomó de la mano. Al hacerlo, ella se sintió llena de ánimo y esperanza y pudo pensar con claridad de nuevo; entonces tuvo una idea. Había alguien más, un lugar a dónde ir, una persona a quién buscar. Kyra. Dierdre sintió una repentina oleada de esperanza. —Sé a dónde debemos ir —dijo emocionada y de forma precipitada. Marco la miró, confundido. —Kyra —dijo ella—. Podemos encontrarla. Ella nos ayudará. En donde sea que esté, está luchando. Podemos ayudarle. —Pero ¿cómo sabes que sigue con vida? —preguntó él. Dierdre negó con la cabeza. —No lo sé —respondió—. Pero Kyra siempre sobrevive. Es la persona más fuerte que conozco. —¿En dónde está? —preguntó él. Dierdre pensó y recordó que la última vez que había visto a Kyra se dirigía hacia el norte, hacia la Torre. —La Torre de Ur —dijo. Marco la miró sorprendido; después un rayo de optimismo cruzó por su mirada. —Ahí están los Observadores —dijo—. Al igual que otros guerreros. Hombres que pueden luchar con nosotros—. Asintió con emoción—. Una buena opción —añadió—. Estaremos seguros en esa torre. Y si tu amiga está ahí, entonces mucho mejor. Está a un día de caminata desde aquí. Vámonos. Debemos movernos con rapidez. Él la tomó de la mano y, sin decir otra palabra, empezaron a avanzar. Dierdre se llenó con una nueva sensación de optimismo mientras se dirigían hacia el bosque y, en alguna parte en el horizonte, hacia la Torre de Ur.
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