CAPÍTULO UNO
El capitán de la Guardia Real estaba apostado en su torre de vigilancia y miraba hacia los cientos de Guardianes que había por debajo de él, hacia todos los soldados jóvenes bajo su mando que patrullaban las Flamas, y suspiró con resentimiento. Siendo un hombre digno de liderar batallones, el capitán sentía que era un insulto para él el estar posicionado en este lugar, en el lugar más recóndito de Escalon y vigilando un grupo de criminales rebeldes a los que les llamaban soldados. No eran soldados; eran esclavos, criminales, muchachos, ancianos, los indeseables de la sociedad, todos enlistados para cuidar un muro de llamas que no había cambiado en mil años. No era más que una celda engrandecida, y él merecía algo mejor. Merecía estar en cualquier parte menos aquí, custodiando las puertas reales de Andros.
El capitán echó una mirada hacia abajo de manera desinteresada mientras se desataba otra pelea, la tercera del día. Esta parecía desarrollarse entre dos muchachos crecidos que peleaban por un pedazo de carne. Un grupo de muchachos rápidamente se puso alrededor de ellos, gritando y animándolos. Esta era su única fuente de diversión en este lugar. Estaban totalmente aburridos, allí quietos mirando las Flamas día tras día y con sed de sangre… y él les permitía divertirse. Si se mataban entre ellos, mucho mejor… habría dos muchachos menos a los que vigilar.
Se oyó un grito cuando uno de los muchachos venció al otro, al clavarle una daga en el corazón. El muchacho se desplomó mientras los otros vitoreaban su muerte y se lanzaban sobre su c*****r para ver qué podían encontrar. Esta al menos era una muerte rápida y misericordiosa, mucho mejor que las muertes lentas que les esperaban a los otros. El victorioso se acercó, empujó a los demás, se agachó y tomó el pedazo de pan del bolsillo del muerto y lo puso en el suyo de nuevo.
Tan solo era un día más en las Flamas, y el capitán ardía de rabia por la humillación. Él no se merecía esto. Había cometido un error desobedeciendo en una ocasión una orden directa y, como castigo, lo habían mandado a este lugar. Era injusto. Lo daría todo por poder regresar y cambiar ese momento de su pasado. «La vida», pensó, «podía ser demasiado exigente, demasiado absoluta, demasiado cruel».
El capitán, aceptando su suerte, se dio la vuelta y observó de nuevo las Flamas. Había algo en su constante crujir, incluso después de todos estos años, que le parecía atrayente y hasta hipnótico. Era como ver el rostro de Dios mismo. Mientras se perdía en el resplandor, pensó en la naturaleza de la vida. Todo parecía muy insignificante. Su puesto aquí —los puestos de todos estos muchachos —parecía muy insignificantes. Las Flamas hacía miles de años que existían y nunca morirían y, mientras siguieran ardiendo, la nación de troles nunca podría invadir.
Era como si Marda estuviera al otro lado del océano. Si dependiera de él, tomaría a los mejores de estos muchachos y los pondría en otra parte de Escalon, en las costas, en donde realmente se les necesitaba, y daría muerte a todos los criminales que había entre ellos.
El capitán perdió la noción del tiempo como le pasaba a menudo, perdiéndose en el resplandor de las Flamas, y no fue sino hasta muy tarde en el día cuando se sobresaltó y se puso en alerta. Había visto algo, algo que no podía procesar, y se frotaba los ojos pensando que era una alucinación. Pero mientras miraba, lentamente se dio cuenta de que esto no era una ilusión. El mundo estaba cambiando delante de sus ojos.
Lentamente, el constante crujir por el que había vivido cada momento desde que llegó aquí, se detuvo. El calor que emanaba desde las Flamas desapareció de repente, haciéndole sentir un escalofrío, su primer escalofrío real desde que había llegado a este lugar. Y entonces, al mirar, la columna de flamas brillantes rojas y naranjas, las que le habían hecho arder los ojos iluminando día y noche sin cesar, habían desaparecido por primera vez.
Habían desaparecido.
El capitán se frotó los ojos de nuevo, confundido. ¿Estaba soñando? Delante de él, las Flamas estaban bajando hacia el suelo como una cortina que caía. Y un segundo después, no quedaba nada en absoluto.
Nada.
El capitán dejó de respirar y el pánico y la incredulidad empezaron a crecer dentro de él. Por primera vez, se encontró mirando hacia lo que había del otro lado: Marda. Era una visión clara y despejada. Era una tierra llena de n***o; montañas negras y desiertas, escarpadas rocas negras, tierra negra y árboles negros y muertos. Era una tierra que se suponía que nunca debía ver. Una tierra que se suponía que nunca nadie en Escalon debía ver.
Hubo un silencio de estupefacción cuando los muchachos de allá abajo, por primera vez, dejaron de pelear entre ellos. Todos ellos, impactados, se voltearon boquiabiertos. El muro de flamas se había extinguido y, del otro lado de pie y mirándolos con avaricia, había un ejército de troles que llenaba la tierra hasta el horizonte.
Una nación.
Al capitán le dio un vuelco el corazón. Ahí, a unos metros de distancia, había una nación de las bestias más desagradables, gigantescas, grotescas y deformes que había visto, todas blandiendo enormes alabardas y todas esperando pacientemente su momento. Millones de ellos los miraban, pareciendo igual de impactados al darse cuenta de que ahora nada los separaba de Escalon.
Las dos naciones se encararon mirándose entre ellos, los troles con una mirada de victoria y los humanos con pánico. Después de todo, eran unos cientos de humanos contra un millón de troles.
Se oyó un grito que rompió el silencio. Venía del lado de los troles, un grito de triunfo, y este fue seguido por un gran estruendo mientras los troles avanzaban. Se abalanzaron como una manada de búfalos, levantando sus alabardas y cortando las cabezas de muchachos paralizados por el pánico que ni tan solo pudieron reunir el valor para correr. Fue una oleada de muerte, una oleada de destrucción.
El capitán mismo se quedó inmóvil en su torre, demasiado aterrado como para sacar su espada mientras los troles ya iban hacia él. Un momento después sintió cómo caía mientras la furiosa multitud derribaba su torre. Cayó sobre los brazos de los troles y gritó al sentir que lo tomaban con sus garras y lo hacían pedazos.
Y cuando se encontró ahí muriendo y sabiendo lo que se avecinaba sobre Escalon, un último pensamiento cruzó por su mente: el muchacho que había sido apuñalado, que había muerto por un pedazo de pan, era el más afortunado de todos.