4 | Propiedad del perverso

2299 Words
Riley miró su cuerpo en el espejo cuando las plebeyas la alistaron para su futuro esposo. Las mujeres hicieron ondas en su cabello, cubrieron su piel de crema brillante después de depilarla por completo y restregar una esponja con fuerza en su piel pálida. Riley nunca antes fue vista por tantas mujeres en completa desnudez. Lo que le hacían era algo a lo que no podía negarse. Eran órdenes del que era su jefe, su amo, su maldito señor. Riley miró el encaje de la lencería blanca que Knox pensó que era un vestido de novia. No cubría su trasero y lo que debía estar en su cadera, estaba en su cintura. Era una especie de tutu como el que su padre le compró cuando era una niña. No cubría nada. Riley no le dijo nada a las mujeres. Ellas no tenían ninguna clase de voto en todo eso. Ellas solo trabajaban para Knox Maddox. Riley miró a la puerta cuando acabaron de alistarla y Ranger fue por ella para llevarla a lo que sería el altar. Todo se llevaría a cabo en el edificio donde se encontraba el casino. Por ser enorme, con helipuerto y con un área abierta, Knox creyó que Riley no necesitaba invitados ni ninguna persona que la viera. Se casaba con ella por asuntos familiares, no por ese maldito sentimiento llamado amor. Ella era una más de su colección, una que necesitaba coger con urgencia, por lo que llamó un sacerdote que los casara la tarde siguiente para poder consumar el matrimonio. Knox la esperaba en el altar que dos de las diez plebeyas prepararon para ella. No había pétalos de rosas en el suelo, ni un altar con flores. Lo único que había eran dos cojines oscuros en los que se arrodillarían para escuchar las palabras del sacerdote. Los único que estaban en el lugar eran los escoltas personales de Knox y el sacerdote. Maddox no necesitaba más. —Te esperan —dijo Ranger al mirarla de arriba abajo. Riley sintió la lujuriosa mirada del hombre en su cuerpo. —A Maddox no le gusta esperar —dijo Ranger sobre sus ojos. Ranger evitó pensar en lo seductora que lucía la mujer con la poca ropa que apenas cubría su cuerpo. A Riley se le veían los pezones rosados a través de la tela traslúcida, así como todo el trasero y la zona v por la escases de ropa. Maddox solo quería que llevara ligueros y guantes blancos, así como una corona de flores para que le diese el toque de novia. Ranger desvió la mirada del estómago plano de la mujer y la miró a los ojos antes de mover la cabeza en señal para que continuara caminando hacia el salón. Ranger entró con ella en el ascensor y Riley miró por el rabillo del ojo como él intentaba mantener los ojos en la puerta del ascensor. Ranger apretaba la mandíbula y sus puños mientras mantenía los hombros alzados y los ojos traspasando el metal del ascensor. Eso le dio una punzada de excitación a Riley. Jamás se sintió deseada por nadie ajeno a Maddox la noche anterior. El saber que su cuerpo evocaba excitación en los hombres, subió dos puntos su autoestima y la colocó en una posición más alzada. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Ranger guio a Riley hasta las puertas del salón. Riley miró que solo estaban un par de hombres vestidos con traje oscuro, un sacerdote vestido de blanco y Maddox vestido de azul, con la mirada penetrante sobre ella. De inmediato su pene se endureció como un trozo de hierro cuando la vio rozar sus muslos a medida que se acercaba a él. No llevaba rosas en sus manos, ni un jodido velo. Lucía como si fuese a cogerla de rodillas sobre el cojín blanco. Lucía tan sensual, que Maddox también apretó su mandíbula cuando del cuerpo de Riley se desprendió el aroma del perfume que él compró para ella. Riley miró a los ojos incendiados de Maddox y bajó la cabeza. Él era su amo, o eso le hizo creer esos dos días. A Maddox lo excitó aun más la sumisión de la mujer, conjuntamente con los buenos modales que el viejo Cyrus le enseñó. Knox dio un paso hacia ella y elevó su mentón con su pulgar. Los ojos azules de Riley zambulleron a Maddox en su océano de pureza y divinidad. —¿Tienes algo que decir? —preguntó Maddox antes de que la boda comenzara—. Estoy de buen humor esta tarde. Riley tenía dudas con relación a lo que sucedería cuando lo desposara. Sabía que sería suya para siempre, y que no dejaría de serlo hasta que Maddox se cansara de ella y la desechara. —¿Qué sucederá conmigo? —preguntó Riley. Maddox mantuvo el pulgar bajo su mentón para enfrentar su mirada. Riley era tan inocente, tan dulce y angelical, que Maddox quería pervertirla al punto de que ella domara en lugar de ser domada. Ese matrimonio era el comienzo de lo que sucedería con ella, y despegaría desde el momento en el que Riley lo aceptara. —Dependerá de ti. —Maddox miró esos ojos añiles que lo embrujaban—. Si te comportas, serás mi Reina. Es el máximo título en la familia Maddox. Eso sugiere dinero, poder, el mundo entero a tus pies. Si me obedeces, lo que pidas, lo tendrás antes de que alcances el orgasmo. El universo estará en la palma de tu mano, y todo lo que puedas imaginar, será tuyo por ser mía. La respiración de Riley se tornó errática. Jamás nadie le ofreció tanto por tan poco. Su virginidad era poco para lo que Maddox le ofrecía. No solo era una vida de riqueza y poder, sino que por el abrebocas que le dio la noche anterior, también sería de lujuria. —Pero si me fallas, el infierno será poco para lo que haré contigo —agregó Knox con la fría mirada sobre ella—. Desearás morir para no sufrir, ni haber nacido para conocerme. Las traiciones en la familia Maddox se pagan con sangre. Riley sintió otra punzada, esa vez no de excitación, sino de preocupación porque Maddox fuese un criminal o un asesino. Él no le dio tiempo para que lo pensase. Arrastró sus dedos de su mentón entre sus senos, por encima del encaje y el tul, hasta llegar al centro de sus piernas, donde la abertura de la ropa interior le permitía acceso a sus labios separados y su clítoris ansioso. —Me gusta tu vestido, pero me gustaría más que no lo llevaras —dijo Maddox manteniendo la mirada en la mujer. Riley era virgen, pero no era estúpida, entendía lo que él le decía. Aun con los dedos de Maddox moviéndose lentamente sobre su clítoris, Riley tiró de los tirantes de su lencería y empujándola por su estómago y sobre sus caderas, lo descendió por sus piernas y pateó hasta él. Maddox bajó la mirada al cuerpo perfecto de la mujer. Sus senos eran pequeños, sus muslos finos, su piel tan pálida que se enrojecería ante su toque salvaje. Maddox sintió la dureza apretar su pantalón cuando ella no dudo en ejecutar una de sus primeras órdenes de manera subliminal. —Alguien entendió el mensaje —dijo Maddox. El movimiento que hacía entre sus piernas comenzó a humedecerla. Usando el pulgar, Maddox tocó su clítoris como si fuese un botón. Maddox miró como sus pezones comenzaban a llenarse y su respiración se tornó pesada. Ella no se oponía a ser suya, siempre que su padre estuviese bien y a salvo. —Quiero saber si mi padre estará bien —soltó Riley. Maddox no era un hombre que sonriera, pero cuando sintió la preocupación de la joven por su padre, sonrió en burla. —Siempre que me obedezcas y se mantenga alejado de mis casinos, tu padre estará a salvo —dijo soltando su clítoris y lamiendo sus dedos con morbosidad—. Apresúrese, padre. Mi esposa quiere que consumemos el matrimonio. El sacerdote, el hombre que casó a su padre con su madre y posteriormente lo casó con las otras dos cuando se cansó y decidió cambiar de esposa, era el mismo que desposaría a Knox. —¿Ella es el número once? —preguntó el sacerdote. —Así es —dijo Knox enojado—. ¿Debo repetirlo? El padre, quien sabía que los Knox eran hombres peligrosos, se apresuró a buscar su biblia al tiempo que Riley y Knox se arrodillaban en los cojines para que el matrimonio comenzara. Knox unió sus manos y Riley lo imitó. Lo que el sacerdote dijo no era más que palabrería barata. Él solo quería poner el maldito anillo en el dedo de Riley y su pene en su boca. Knox miró al hombre con furia cuando la charla sobre el matrimonio se tornaba tediosa. El hombre recortó el ochenta porciento, y después de cinco minutos en total de matrimonio, se colocaron los anillos. Riley lo sintió ligero. No se sentía como un maldito sello infernal. —Por el poder que me confiere la iglesia, los declaro marido y mujer —dijo el hombre—. Puede hacer lo que desee con la novia. Maddox miró a Riley, quien también giró hacia él. —Es justo lo que haré —dijo elevándola para subirla sobre su hombro y golpear ese trasero con fuerza—. Eres mi esposa, nena. Riley se mantuvo estática en su hombro hasta que Knox la bajó en la puerta del helicóptero que los llevaría al avión. Riley miró todo como un extenso borrón de personas, de edificios y de miradas lascivas en todo el trayecto hasta el avión. Maddox la cubrió sus hombros con su saco para que sus hombres no se masturbaran con la vista de Riley, pero no la cubría enfrente. —Después de ti —dijo cuando se detuvieron ante el avión. Era un avión enorme, y solo había una aeromoza que los recibió en la puerta con una copa de champaña y una sonrisa. Todo eso era tan confuso para ella, que apenas logró pensar cuando se sentaron uno frente al otro y el avión despegó con rumbo desconocido para ella. Tampoco era como si le importase demasiado. Agradecía permanecer con vida hasta ese momento. Maddox la miraba con curiosidad. Riley no era como sus otra sumisas. Ella no era una persona difícil de entender. Era simple lo que ella sentía por él: era temor, absoluto y completo temor. —No soy un animal, Riley. Solo me gusta que las personas hagan lo que ordeno de la forma que lo quiero —dijo Maddox y ella lo miró a los ojos—. No tienes que temerme, solo obedecerme. Riley, quien tragó saliva y miró la copa de champaña que no tocó, quiso decir algo que estaba atascado en su garganta. —¿La forma en la que se alcanza la obediencia no es a través del temor? —preguntó ella manteniendo su mirada. Maddox odiaba que lo desobedecieran o hablasen cuando él no lo permitía. Que ella le hiciera esa pregunta, era suficiente para castigarla por hablar cuando él no se lo pidió. Maddox no le dio demasiad importancia cuando ella habló, porque aun no firmaba el contrato. Una vez que todo estuviese por escrito, las cosas serían diferentes y la verdadera tortura comenzaría. Riley era una sumisa dócil que solo tenía dudas, o así lo vio Maddox. —No conmigo. Quiero que disfrutes conmigo, no que te cohíbas —dijo él—. Por eso tengo un contrato que, aunque eres mi esposa, deberás firmar. Todo lo estipulado en el contrato es válido, y lo que rompas, será castigado de la forma que lo decida. Riley miró como la azafata colocaba una carpeta de cuero oscuro sobre su lado de la mesa que la dividía de Maddox. Estaba cerrado con una cinta dorada. Riley miró a Knox y él asintió para que ella pudiera tocarlo. Tras desprender la cinta, Riley se encontró con un contrato que contenía todos sus datos personales. Incluida su antigua dirección, y que estipulaba todo lo que sucedería de ese momento en adelante. Era un contrato entre la sumisa y el dominante, en el que estipulaba que ella era una más de su harem, uno extenso del que Riley lo desconocía todo. —¿Soy una más de tus sumisas? —indagó—. ¿Cuántas tienes? —Diez —respondió él de inmediato, seguido de una pausa—. Tú eras la once hasta anoche, cuando eliminé a diez. Riley tragó saliva, con la mirada en él y el contrato en su mano. —¿No preguntarás por qué lo hice? —Riley negó con la cabeza. Tenía una idea de la razón—. Buena chica. Lee el contrato y podré responder tus dudas antes de que el avión aterrice. Riley le mantuvo la mirada. Knox era un hombre poderoso, enorme e imponente, pero debía existir una razón por la que prefería que las mujeres le temieran, a comprometerse realmente en una relación. De igual forma, eso tampoco era problema de Riley. Lo que a ella le competía era cuidar de su padre, complacer a su nuevo amo y sentir como todo el deseo que Knox contuvo por tantos meses, finalmente estallaba dentro de ella una y otra vez. —Una vez lo firmes serás de mi propiedad —agregó Knox—. Con limitaciones, sin prórrogas, a mi complacencia y potestad. Riley no estaba asustada por ser su objeto. Estaba excitada de que finalmente sentiría todo lo que vio en esas películas, y que una vez que lo probase, no se detendría hasta quebrar sus reglas.
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