En la poderosa familia Maddox ha existido una tradición arcaica que se remontaba al tiempo de su abuelo, el viejo John Maddox. Cuando su esposa legítima en ese momento no quiso arrodillarse y se sublevó ante la petición de callar ante los maltratos y las formas agresivas en las que John quería tratarla en la cama, el viejo Maddox decidió que tomaría otras mujeres para su disfrute de una forma consensuada, pero lo bastante eficaz como para cogerlas sin necesidad de un título y que solo fuesen un objeto s****l. El hombre, aun en discordia con su esposa, tomó diferentes mujeres que le hicieron todo lo que su esposa se negó, sin embargo, la mujer, al ver que las sumisas estaban dispuestas a todo por él, le dijo que aceptaría que las tuviera, pero con una condición: cuando llegase a la onceava, se casaría con ella y le daría el divorcio para que ella pudiera ser una mujer libre.
A John le pareció descabellado que su esposa decidiera eso, sin embargo, y como adoraba las orgías con sus mujeres, un simple matrimonio no era el fin de su disfrute. John aceptó, e hizo que su hijo aceptara, y que su nieto también lo hiciera. De allí se desencadenó la orden de Knox Maddox de casarse con Riley tan pronto como fuese posible, cuando su padre, el arcaico Randall Maddox interpuso más reglas para su hijo. Randall siguió la tradición de su padre, pero quiso darle sabor para el siguiente en línea, por lo que agregó la cláusula de que la onceava mujer sería aquella con la que se desposaría antes de llegar al sexo descontrolado. Randall marcó eso en la cabeza de Knox, al punto en el que el hombre, cuando vio por primera vez a Riley siendo apenas una jovencita de veintidós años, la quiso como la última, aquella con la que se casaría y continuaría con su libertinaje.
El matrimonio no lo ataría a ella. Solo era una norma en su familia, una que él, como buen Maddox, cumpliría. Knox odiaba que solo a él le interpusieran esa regla, pero cuando deseó a la onceava mujer, supo que esa cláusula no era descabellada, siempre que eligiera a la mujer correcta. Todo se trataba de escoger la fruta perfecta del jardín, sin alterar a las demás. Maddox continuaría cogiendo con sus otras diez sumisas por orden, tal como lo hacía, pero la principal, la que dejaría en su cama y sería provista de lujos y acreedora de una fuerte suma de dinero, sería la chica que no tuvo nada, y se convertiría en Reina.
Las otras diez sumisas de Maddox eran mujeres que trabajaban con él, simples prostitutas que pagaba e incluso un par de mujeres casadas a las que no les importaba que las atara a la cama y les introdujera cualquier cantidad de cosas en la v****a, hasta olvidar que el flácido pene de sus esposos las esperaba en casa. La depravación bajo la cual Maddox vivía, laceraría la vida de Riley, pero así como él tenía permitido dormir con otras diez mujeres, ella tenía permitido hacer lo mismo con quien quisiera, siempre que su cuerpo caliente estuviese dispuesto a satisfacer a su esposo en la cama cada jodida noche de todo el maldito año.
Todo las reglas y las exigencias de Maddox estarían sobre la mesa cuando se casara con ella. No sería una relación monógama, así como tampoco sería tradicional. Maddox no era celoso con sus sumisas, y esperaba no serlo con Riley. Sí, era la más hermosa y poco usada por otros hombres. Riley era brillo en su oscuridad, sin embargo, no la ataría solamente a él, siempre que Riley le dijera con quien quería coger, y Maddox solo le permitiría elegir a tres hombres, cuando él tendría once a su disposición. No era un trato demasiado justo, pero era lo único a lo que accedería después de interponerlo él mismo como una ley propia. Además, todo debía ser cuidadoso y elegido. Nada de coger sin preservativo, ni sin presentar las pruebas de salud necesarias. Todo sería lícito, más no todo se le permitiría a esa bella mujer desnuda en la cama.
Riley pensó que solo sería suya, y así la mantendría Maddox hasta el matrimonio y su posterior luna de miel. Cuando se volviera rutinario, podría elegir a su siguiente juguetito, recalcando, bajo las exigencias de Maddox, y una de esas exigencias, era no coger con ninguno de sus hombres. Ella era exclusiva de él, sin importar lo mucho que los demás la desearan. Y ese era el punto, que los hombres la desearan con fervor, pero entendieran que una mujer de Maddox no era cualquier prostituta que encontraría en una esquina, y que era inalcanzable para ellos. Por más apetitosa que fuese a los ojos de Ranger, Maddox sería capaz de degollarlo con su propia navaja si le tocaba un cabello.
Maddox por su parte demandó que la boda con Riley fuese el día siguiente antes de caer la noche. Esa noche, aquella en la que apenas logró saborear un punto de Riley, la excitación goteaba dentro de su pantalón. No podría dormir con el pene endurecido, ni con los pensamientos impuros de su casi esposa tan cerca de él, que solo con encender su computadora, podía verla acostada bajo la sábana de su cama provisional. Maddox apretó la mandíbula y frunció el entrecejo para que sus cejas cubrieran sus parpados. Ansiaba demasiado bajar la cremallera de su pantalón y hacer ese movimiento impuro que lo haría derramarse sobre la laptop.
No entendía lo que le sucedía con esa niña, pero desde que la miró la primera vez cinco años atrás, quiso tenerla en su colección. Maddox siempre buscó una manera de ganársela a James. James era un ávido jugador, y Knox, como buen Maddox, supo que esa era su entrada a su húmeda, apretada y resplandeciente v****a que sería suya una vez que lo hiciera caer en la trampa. Ranger no ganó de la forma limpia. Hizo trampa, al sacar una carta de la manga de su chaqueta. James perdió porque sus ojos estaban en sus cartas, no en los dedos de Ranger. El verdugo era ágil, lo bastante para que James no lograse ver su movimiento habilidoso.
Maddox cerró la laptop de golpe y le dijo a Ranger que llevase a la décima mujer a su habitación. Maddox tenía una selección de mujeres dispuestas a satisfacer sus necesidades más ruines. La mayoría se quedaba en habitaciones cercanas, o a pocas calles del casino. Lo único que Maddox ordenaba era que llegasen a él cuando lo ordenase, sin importar la distancia ni lo que hicieran. Era parte del contrato que firmaban, así como sus cláusulas. Y tras la llamada de Ranger a la mujer, la sumisa de cabello castaño oscuro apareció por la enorme puerta de su habitación portando una gabardina larga, que ocultaba su desnudez y las largas botas rojas que excitaban a Maddox cuando la ataba de manos y estampaba su rostro en la cama, a medida que la destrozaba.
—¿Me llamaste? —preguntó ella quitándose la gabardina.
Maddox, al trasluz de la lámpara que mantenía encendida, miró la lencería provocativa, las botas que eran exigencias de él, y los guantes que se quitó para extenderle las muñecas. Maddox tiró de unas esposas y unió sus muñecas en la espalda. A Maddox no le gustaba ser tocado cuando no lo quería, por ello, una de sus exigencias, era que sus sumisas extendieran sus muñecas hacia adelante cuando cruzaran el umbral de la puerta. La mujer que él solo llamaba décima, elevó el mentón cuando él apretó las esposas de policía en sus muñecas. Le quedaría una marca, pero no importaba. Esperó mucho para que Maddox la llamara. Fue más de una semana en la que tuvo que masturbarse para complacerse.
—Es mi última noche soltero —dijo Maddox ronco.
La castaña movió el cuello y sintió las manos de Maddox en su piel cuando separó sus piernas con un pie y descendió su pequeño liguero para que su cuerpo quedase completamente desnudo.
—¿Te casarás con la mojigata? —preguntó la décima.
Maddox arrojó su ropa interior lejos y empujó su estómago para que su trasero tocase la cama. Maddox no era un hombre de muchas palabras con sus sumisas. Lo suyo era cogerlas, no hablar.
—No te p**o para que hables. Te p**o para arrodillarte y meterte mi puto pene en la boca —dijo Maddox con su mano apretando su mentón al tiempo que ella elevaba la mirada a sus ojos enojados—. Solo quiero tu puta boca para venirme en ella.
La mujer, quien salivaba por la idea de llevarlo a su boca, miró la dureza abultando su pantalón y lamió sus labios con deseo.
—Lo que el gran Maddox ordene —dijo deseosa.
Maddox se quitó el cinturón y lo arrojó al suelo. Posteriormente tiró de su botón y bajó su cremallera. En ausencia de ropa interior, el endurecido, enorme y robusto pene de Maddox apareció a la vista. Décima sintió su clítoris palpitar ante la idea de que Maddox la cogiera hasta hacerla olvidar la forma de caminar. Décima espero que Maddox le diera la orden para llevarlo a su boca. El glande goteaba, y cuando Décima lamió tan solo la punta, los nervios de Maddox estallaron. Deseaba tanto que esa lengua fuese la de Riley, que a medida que Décima lamía desde el glande hasta la base y lo llevó hasta su garganta, Knox se empujó dentro de ella con tanta fuerza, que las arcadas fueron imposibles de contener.
Sin poder tocarlo, Décima solo pudo sentir como palpitaba en su boca y como rozaba su garganta por la dureza con la que cogía su boca. La boca de Décima se ensanchó lo más que pudo, sin embargo, y cuando Maddox apretó los lados de su cabeza para ser él quien la penetrara, la mujer se removió abierta en la cama para que su clítoris palpitante y resbaloso rozara la cama buscando su orgasmo. Maddox cerró los ojos, reclinó la cabeza y apretó más fuerte la cabeza de Décima. Recordó la forma de los labios de Riley, sus ojos, incluso el sonido de su voz. Décima sentía como el pene de su amo se engrosaba, como se corría levemente y como su garganta se irritaba ante cada embestida impetuosa del hombre.
Maddox lo hizo más rápido, más fuerte, más poderoso. La cintura de Décima se movió mucho más rápido en la cama. Las clases de gimnasia y calistenia fueron ideales para lograr abrirse de piernas de tal forma, que a medida que Maddox se cogía su maldita boca, ella se cogía la sábana oscura que se empapó por su orgasmo cuando Maddox se derramó con tanta fuerza, que el calor de su eyaculación llenó la mitad de su boca de un sabor amargo. Maddox sintió como ella tragaba y lamía su pene. Maddox abrió los ojos cuando eyaculó y bajó la mirada a una Décima que tenía el maquillaje corrido. Las lágrimas bajaban por sus mejillas y goteaban de su mentón. Antes fue duro, pero no como esa noche.
La forma en la que Riley lo excitó sin esfuerzo, fue más de lo que una de ellas hizo por él en algún punto. Maddox fue retirando su pene de su boca lentamente, para que ella lamiera cada jodida gota y lo limpiara con su lengua perfecta. Maddox no se sentía un porciento satisfecho, por lo que tiró de las muñecas de la mujer y la colgó del techo por medio de un tubo de metal que colgaba. Con su cuerpo colgante, expuesta tal como un trozo de carne en un frigorífico, le colocó pinzas en los pezones y tras abrir sus piernas con cadenas, usó una bola para colocarla en su boca y azotarla con un látigo de cuero. Con cada azote en su culo rosado, Décima gemía bajo la bola en su boca. Maddox la rondó igual que un tigre y azotó su v****a Sus pezones se inyectaron con sangre y su cuerpo intentaba moverse. Quería que Maddox usara sus dedos, o que usara uno de los juguetes, sin embargo, él solo quería torturarla hasta que le suplicara cogerla por donde él quisiera.
Maddox usó un huevo vibrador que introdujo en su v****a. Décima estaba tan excitada, que apenas pudo resistirse cuando Maddox lo introdujo y encendió. La mujer no podía gemir, pero por el movimiento de las cadenas, Maddox supo que estaba temblando por la velocidad. Maddox caminó hasta la cama y se sentó a observarla retorcerse y escurrir la excitación por los muslos. Maddox elevó la velocidad y las piernas de Décima temblaban. Sin que nadie la tocara, alcanzó el primer orgasmo cuando la presión en el coxis fue imposible de contener. Maddox se levantó y usó un masajeador para estimular su clítoris al tiempo que tiraba de su cabello hacia atrás y mordisqueaba su cuello. Lo suyo era domar como si las mujeres fuesen animales.
Maddox lo frotó en su clítoris con fuerza, haciendo que se rasgara por la fricción. Décima sentía dolor, pero el placer que Maddox le daba por cada zona de su cuerpo, era mayor. El hombre, sin importarle que la sangre comenzaba a brotar de su clítoris, continuó hasta que el sudor empapó la piel de Décima. Fui allí cuando soltó sus piernas débiles y la penetró. El cuerpo de Décima era un vaivén frecuente con cada embestida ruda de Maddox. Ella echó la cabeza hacia atrás y sintió como él clavaba sus uñas en su cintura, como mordía sus pezones con fuerza y como la embestía como si realmente fuese a entregarse a Riley para siempre.
Para cuando terminó, Décima había olvidado cuántos orgasmos consiguió con cada jugada de Maddox. Ella accedió a ser la sumisa de Maddox sin importar las consecuencias. Décima estaba acostumbrada a que le introdujeran huevos en el culo, que la azotara y que la violentara tal como ella quería que lo hiciera. Le complacía que su amo quedase satisfecho, sin importar las condiciones maltrechas en las que terminara cuando él acabara.
—Tus billetes están en la mesa —dijo Maddox abotonando su pantalón—. No te necesitaré por un largo tiempo.
Décima estaba malherida, la sangre continuaba goteando de su clítoris y sentía que sus piernas no la sostendrían. Décima no estaba renuente a irse, ni a que él no la necesitase, sin embargo, y como ella era una de las meseras del casino, conocía la historia de Maddox con Riley. Conocía a la chica, y sabía que era una jodida virgen que no lo complacería como sus sumisas.
—Me pedirás volver cuando la virgen no te complazca —graznó.
Maddox arrojó lo que usó con ella a un cesto que una de sus empleadas recogía cada mañana y lo desinfectaba.
—No te necesito —afirmó Maddox.—. Hay más como tú.
Décima se colocó el abrigo y sujetó los billetes que él le pagaba. Ellas no eran prostitutas, pero a Maddox no le gustaba que sus sumisas usaran la misma ropa siempre, por lo que dejaba un manojo de billetes de cien para que se alistaran para la siguiente llamada. Usualmente las llamaba por orden, excepto los días que quería romper la línea y llamaba una que no seguía su lista.
—Te equivocas, Knox. Nadie resistiría lo que me hiciste esta noche —dijo ella con el dinero en un bolsillo de su gabardina—. Estoy tan segura que regresarás, que te esperaré de pie.
Maddox se acercó a ella solo para tirar de su cabello hacia atrás. Décima sintió la presión en el cuero cabelludo, seguido del ardor por la fuerza con la que Maddox la hacía pagar abrir la boca.
—Cuida tus palabras, Décima, o me esperarás sin lengua —gruñó lamiendo desde sus labios a su oreja—. Cuida tus piernas, querida. No queremos que les suceda nada por esperar de pie.
Décima, quien era su sumisa más rebelde, se zafó de su agarre.
—Vete al puto infierno, Maddox —dijo retrocediendo.
Maddox no era la clase de hombre que seguía a sus sumisas, ni la clase que les repetía el daño que podía causarles por desobedecer. Él era la clase que hacía que sus palabras no cayeran en tierra infértil, y que cada oración que saliera de la boca de una de sus sumisas sin su autorización, fuese un golpe, no solo a su autoestima, sino que fuese un ejemplo para las demás.
—Estoy ansioso por una catarsis —dijo cuando Ranger llegó a su habitación cuando Décima salió—. Diez es demasiado.
Ranger asintió y movió la cabeza para que otro de los suyos lo siguieran. Décima vivía en uno de los complejos residenciales cerca del casino Red Palace. Con dolor en su jodido clítoris, Décima subió a su auto y condujo hasta dejar su Mercedes en el estacionamiento. La residencia contaba con vigilancia las veinticuatro horas, pero eso no evitó que Ranger y su hombre subieran al cuarto piso cuando dejaron cinco billetes de cien y una glock en el mostrador del vigilante. El hombre nervioso apagó las cámaras de seguridad y abrió las puertas de cristal para que subieran por las escaleras que conectaban con el ascensor. Décima salió del ascensor en el pasillo de su piso y se acercó a la puerta de su apartamento. El pasillo estaba desolado, eran pasadas las once. Décima abrió la puerta e ingresó. Dejó la bolsa, los zapatos y las llaves junto a la puerta, pero cuando giró para cerrar la puerta, Ranger y su verdugo junior estaban en el umbral de la puerta.
—¿Qué quieres, perro? —preguntó Décima—. ¿Se arrepintió?
Décima no le temía. La asustó la presencia del hombre, pero no le temía. Ranger sacó la glock con las manos enguantadas y dio tan solo un paso hacia ella. Décima miró el arma, así como a los ojos del verdugo. Ella le preguntó qué hacía, que saliera de su casa. Ranger movió la cabeza para que el otro hombre la sujetara de los codos. Ranger se detuvo y miró a los ojos de la hermosa mujer.
—¿Recuerdas la historia de los negritos? —preguntó Ranger al elevar la pistola a su cabeza—. Eran diez, y quedaron nueve.
Ranger, entrenado para eso, le disparó sin contemplación. Y así como la historia, de diez, quedaron nueve antes de la boda.