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Egan la llevó con él, aun cargándola a horcajadas, hasta salir del salón. Buscaba llegar a la habitación principal, pero sus besos ardientes los detenían, primero al pie de la escalera, luego logró avanzar solo unos escalones, se detuvieron víctimas del frenesí de los besos, eran como dos adolescentes, despiertos ante el deseo del primer beso. Su amor era raro, incipiente, quemándose en la fogata primero un poco, hasta arder en cenizas. Llegaron hasta la habitación, él casi dio un par de tumbos, hasta depositarla sobre la cama. La observó ahí, recostada, creyó que era como un ángel, si hubiese tenido los cabellos envueltos en sus despeinados rizos, juró a sí mismo que sería como un querubín, era ella, la chica más singular que encontró en el mundo. «La única perfecta para mí, mi mujer