–Susan, ¿qué estás haciendo aquí? – pregunto asustada como nunca antes lo había estado.
Todavía no me he recuperado del susto tan grande de saber que estoy embarazada. Ahora, frente a mí tengo a la psicópata, rectora de la universidad, apuntándome con un arma, como si estuviéramos en el lejano oeste. Al principio me cuesta reconocerla, porque, aparte de que la he visto apenas dos o tres veces en mi vida, hoy va vestida con unos jeans y una sudadera enorme que la hacen parecer una jovencita. Su pelo oscuro y rizado, recogido en un moño y oculto tras una gorra.
–¿Tú que crees, zorrita? Te dije que mantuvieras tus garras lejos de lo que es mío, pero no supiste escuchar. Tenías que meter tus narices donde nadie te llamó y robarme a Derek – parece estar fuera de sus cabales.
Yo me quedo pegada a la puerta, porque al menor movimiento de su dedo, me iré de este mundo y hoy, precisamente hoy, que sé que un ser crece dentro de mí, quisiera quedarme un ratito más.
–Cálmate, por favor, baja el arma y conversemos – le ruego.
–Oh, pero si estoy calmada, créeme que todavía no me has visto en mi peor faceta – ella se ríe, sin dejar de apuntarme en ningún momento.
–Susan, no tienes por qué hacer esto. Solo baja el arma y hablemos con calma – quiero conciliar con ella, por el bien de mi bebé.
Inconscientemente acaricio mi vientre, en un instinto protector. Ella parece notarlo, porque su cara se transforma en una mueca horrenda, desfigurada por la ira. Se acerca a mí, eliminando la distancia entre nosotras de dos pasos.
–¡¿Estás embarazada?! – la pregunta le sale con un hilo de voz, a la vez que deja ver el asombro.
Yo no le respondo, debo admitir que tengo miedo de su reacción, no por mí, sino por mi bebé. Ser madre no es algo que soñaba ni que anhelaba por el momento, pero eso no quita que no vaya a amar a mi hijo. Parece que mi silencio la enoja aún más, porque me lanza una bofetada tan fuerte, que hace mi bolso salga disparado hacia el suelo, desparramando todo lo de su interior, incluida la foto de la ecografía.
Ella se inclina para recogerla y la agita frente a mis narices. Yo, todavía aturdida por el golpe y por todo lo que está aconteciendo, me contengo las ganas más primitivas de reaccionar, por miedo a un disparo, aunque ya no me apunta, todavía tiene el arma en la mano, sabrá Dios si cargada.
–Así que no sólo me quitaste a Derek, a pesar de que te advertí que no lo hicieras – dice viendo la foto con desprecio – ahora te has embarazado de él… Debo admitir que eres muy rápida. Nunca creí que llegarías tan lejos, cosa que lamento, porque de haberlo imaginado, te habría puesto freno antes.
Se me acerca, yo todavía inmóvil junto a la puerta.
–No creas que te saldrás con la tuya, ni tú, ni nadie, podrá arruinar mis planes.
Saca un pañuelo de su bolso y me lo aprieta contra la nariz, yo trato de resistirme, pero pierdo las fuerzas rápidamente y de pronto, todo es oscuridad.
*********
Siento un pitido agudo en los oídos. Me duele mucho la cabeza y unas nauseas horrendas me llenan la boca de un mal sabor. Abro los ojos, y a mi alrededor hay mucha oscuridad, por lo que tengo que adaptar mi vista al espacio donde me encuentro. Estoy acostada en un colchón en el suelo de una habitación minúscula, que cuenta solamente con un ventilador de techo, un estante lleno de libros, el colchón donde me encuentro. Me levanto despacio del colchón y me siento un poco mareada, por lo que me apoyo en la pared para no caerme. Estudio el lugar en busca de una salida. Encuentro un interruptor y enciendo una pobre luz que ilumina el lugar.
Hay dos puertas, una frente a mí, que, al intentarla abrirla, compruebo que está cerrada y otra, que da a un baño diminuto, con un retrete y una ducha.
–Al menos está limpio – pienso en voz alta.
No hay ventanas, por lo que no sé qué hora es ni cuánto tiempo he estado inconsciente. Me acerco a la puerta que da a la salida y comienzo a llamar como una loca.
–¿Hay alguien ahí? ¡Ayuda! ¡Sáquenme de aquí, por favor! – grito a la vez que aporreo la puerta.
Lo hago durante unos instantes, sin respuesta alguna, nadie me escucha, por lo visto estoy sola, abandonada sabrá Dios dónde. De repente, las náuseas regresan y corro al baño para vomitar, aunque tengo poca cosa en el estómago. Las arcadas sacuden mi cuerpo varias veces hasta dejarme exhausta.
Tras unos minutos, me levanto como puedo, ya que los mareos me tienen sin fuerzas. Lavo mi cara en el lavamanos y me arrastro a la colchoneta hasta acostarme sobre ella, boca arriba.
–Resiste, bebé. Tienes que darme tregua para que pueda sacarnos de aquí – me acaricio el vientre con los ojos cerrados. De pronto, la puerta se abre, para mi sorpresa.
Susan se aparece frente a mí con el mismo atuendo de antes, por lo que asumo que aún es de noche. Intento ver hacia fuera, pero no logro distinguir mucho, a penas otra habitación a oscuras. Ella cierra la puerta con rapidez y arroja en la cama una bolsa plástica cargada con cosas.
–Susan, ¿dónde estoy? – sé que la pregunta es estúpida y que ella probablemente no me responderá, pero la curiosidad puede más que la lógica.
–Eso no es importante. Alégrate que no he acabado contigo, porque, a pesar de que quiero quitarte del camino por zorra, – añade esta última palabra llena de odio – ahora mismo representas una gran suma de dinero para mí.
–¿Dinero? Mi familia es acomodada, pero riqueza no tenemos, así que dudo puedas obtener mucho conmigo. Si acaso cien mil dólares – digo encogiéndome de hombros, pensando en que eso sería en caso de que mis padres hipotecaran su casa, cosa que no quisiera que hicieran y menos por esta psicópata.
Su carcajada es algo que no esperaba. La miro destornillarse de la risa frente a mí, lo que me confirma más que debe padecer un trastorno mental. En la cintura lleva el arma, y dada su inestabilidad, le tengo mucho miedo. Se seca una lágrima suelta que se le ha escapado con la risa, y cuando logra recomponerse, me mira más empoderada que nunca.
–¿De verdad crees que me tomaría la molestia de tenerte secuestrada por esa cantidad tan absurda de dinero? – Me mira de arriba abajo llena de odio y rencor – No tienes idea de en dónde te has metido, ¿cierto?
–No, no sé de qué dinero hablas y en verdad no quisiera saber. Sólo déjame ir, por favor – le ruego en un intento de levantarme del colchón.
–Eh, eh – me frena con una mano – cuidado con lo que haces. Mejor quédate ahí, sino quieres que terminemos mal, tú y yo.
Me detengo al instante, obediente para no alterarla.
–Necesito algo para las náuseas, al menos – le ruego porque en verdad estoy mal.
Ella me mira asqueada, de pie frente a mí, como si yo fuera un perro callejero, al que ella contemplara desde arriba.
–En la bolsa encontrarás cosas que te pueden servir. Ahora, escúchame bien, te quedarás callada aquí, sin hacer el menor ruido, porque, aunque a ti te necesito viva, a tu bastardo, no. Y sé perfectamente cómo sacártelo a golpes.
Con esa amenaza se marcha, dando un portazo, dejándome sola, asustada e indefensa.