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La Propuesta del Decano - Parte II - Venganza Millonaria

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—¿Que me calme? ¿Quieres que me calme cuando por tu culpa ahora tengo que lidiar con un bebé que no pedí? Es demasiado para mí, Ámbar, simplemente no puedo con esto. No sé cómo pudiste hacerme esto, si tenía planes para nosotros. Ahora todo se ha arruinado.

Estas fueron las últimas palabras de Derek, alias señor D., cuando dejó a Ámbar abandonada en el hospital. Fue lo peor que pudo haber hecho en toda su vida, pero cuando quiso retractarse, ya era demasiado tarde, ella se había ido.

¿Será que Derek podrá hallarla o acaso Susan, quien la tiene a su merced, podrá quitarla de camino por haber sido rechazada por Derek?

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Ausencias
El sonido de unas risas llega hasta mi mesa de trabajo. Me encuentro en casa, una hermosa casa de grandes ventanales con vista a las montañas, en un buen vecindario de la ciudad. Estoy en el segundo piso, sentado en frente a mi ordenador, trabajando en algunos programas de clases para la universidad. Las risas aumentan, estridentes, catárticas. Yo también río, contagiado por el buen ánimo. Me levanto y dejo el trabajo, decidido a unirme también a la diversión y bajo las escaleras de dos en dos, hasta el primer piso. No hay nadie en la sala, pero el sonido aumenta, proveniente del patio. Bajo los escalones hasta el césped suave y recién cortado. Encuentro a los dueños de las carcajadas, se trata de Ámbar, mi amada, esposa y el pequeño Tom, mi hijo de dos años, al cual amo con locura. Ámbar juega con él haciéndole cosquillas y él se retuerce debajo de ella, tratando de escapar. De pronto, Tom la patea en el abdomen y ella, que tiene cerca de seis meses de embarazo, cae al suelo, privada de un dolor atroz, según su aspecto. –Tom, ¡¿qué has hecho?! – le grito corriendo a socorrer a Ámbar. –No he hecho nada, el culpable de que mamá sufra, eres tú – me dice señalando el río de sangre que corre por las piernas de mi esposa. El pequeño se marcha hacia la casa, dejándome solo con ella, en mitad del jardín, mientras ella se desangra. –Abby, mi amor, mírame – tomo su rostro en mis manos, arrodillado junto a ella, asustado hasta los huesos. –Derek, no te preocupes– me ruega con los ojos anegados de lágrimas, devolviéndome la caricia. –¿Cómo podría no hacerlo? Mira cómo estás. Llamaré una ambulancia – le digo decidido, buscando mi celular como un loco, sin poderlo hallar. –Shhh… Tranquilo, tranquilo – me dice despacio y en apenas un hilo de voz – de todos modos, tú no querías a este bebé, ni a mí… Hace una mueca de dolor y se queda entre mis brazos, laxa, sin vida, desangrándose hasta perder la conciencia. –Ámbar, mi amor, despierta. ¿No sabes que te amo? –la sacudo suavemente, aumentando la velocidad, a medida me doy cuenta de que ella no reacciona – ¡Ámbar! ¡Ámbar! ¡ÁMBAR! Grito su nombre una y otra vez, hasta que mi voz se vuelve un eco, y de repente, me despierto jadeante, bañado en sudor, con el corazón a una velocidad inexplicable. Me levanto de la cama en la oscuridad y regreso a la realidad lentamente. Estoy en mi apartamento, solo, sin ella, porque hace dos semanas que no sé de su paradero y la incertidumbre me está volviendo loco. –¿Dónde estarás, mi amor? – digo en voz baja, viendo desde la ventana de mi apartamento en lo más alto de mi edificio, hacia una ciudad que no duerme a pesar de la hora del día. Miro el reloj sobre la mesa de noche, las cuatro y cincuenta de la mañana. Pienso en volver a la cama, pero estoy seguro que no voy a dormir más, así que me pongo un pantalón deportivo, una camiseta sin mangas y unas zapatillas de deporte y decido bajar al gimnasio del edificio a quemar un poco de la adrenalina que me carcome por dentro. En el gimnasio no hay ni un alma dada la hora, así que me dirijo a la caminadora y pongo la velocidad a toda marcha, empiezo a correr a toda velocidad, como si pudiera escapar de la incertidumbre que me persigue. –¿Cómo pudiste dejarla ir, Derek? ¿En qué podías estar pensando, al irte del hospital? – me recrimino a mí mismo mientras corro, me duelen los músculos, pero lo uso a modo de castigo por haberla abandonado. No sé cuánto tiempo llevo corriendo, pero cuando levanto la mirada, hay algunas personas en el lugar y la luz del sol entra por la ventana. En la pantalla de la máquina pone la distancia recorrida, llevo más de una hora y todo mi cuerpo está adolorido y sudoroso. Bajo la marcha, hasta detenerme por completo, para ir a darme una ducha y salir a trabajar, aunque no es algo que me apetece en este momento, debo hacerlo. –Tienes mucha resistencia – una voz femenina irrumpe mis sentimientos. Me giro en busca de la persona que me habla, se trata de una chica joven, morena y con gran físico, que en otro tiempo me habría tirado, pero que ahora no me interesa. –Ah, sí, gracias, me mantiene concentrado – digo sin más, secándome el sudor con una toalla de mano. –Ya veo, si quieres compañía para quemar calorías, vivo en el edifico quince, puerta dos – dice con una sonrisa. Me quedo perplejo de semejante insinuación. –No, gracias, tengo novia, así que no estoy interesado en tu oferta – Sé que he sido un patán, pero, vamos, es una aventada y en verdad no estoy interesado en nadie más que esa hermosa rubia de ojos canela que me ha robado hasta el aliento. Camino hacia la puerta en dirección a mi casa. ¿Tengo novia? Me cuestiono mentalmente. La duda me correo otra vez y me siento mal, muy mal conmigo mismo. Subo a mi casa y me ducho rápidamente para irme al trabajo. Todavía es temprano, pero me gusta llegar antes que todos los demás, para evitarme la plática vana y charlas innecesarias. Cuando estoy listo, vestido con pantalón kaki y camisa color salmón, decido no llevar chaqueta a pesar de que hace frío, me preparo un sándwich con café y salgo en dirección al campus. Al llegar a mi oficina, son apenas las ocho y cuarto. Mi secretaria, la señorita Robinson, ya se encuentra en su escritorio. –Buenos días, Helen. ¿Qué haces aquí tan temprano un viernes? No es que tu jefe te pague horas extras – le digo a modo de broma. Ella me cae bien por varias razones, la primera es que es eficiente y la segunda, nunca se ha metido en mis asuntos en los tres años que tengo aquí, sin importar lo que vea o escuche. –Ya ve, señor Williams, tiene usted la secretaria más eficiente de todas – me brinda una sonrisa sincera y vuelve a sus papeles. –No lo puedo dudar – me dirijo a mi oficina y, al entrar, noto algo inusual sobre mi escritorio. Me lanzo a abrir el sobre amarillo que aguarda sobre la pila de trabajo que tengo y al abrirlo, leo una hoja impresa: “Tu preciada Ámbar está bien y con vida. Si quieres volver a verla, espera mis órdenes y no le hables a nadie de esta carta.”

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