—No tienes pruebas de lo que dices. Sus manos temblaban, y un sudor frío comenzaba a formarse en su frente. Miraba con nerviosismo las gotas que resbalaban lentamente hacia sus cejas, incapaz de evitarlo. —¿Quién dice que no? No hablaría solo por hablar. No soy un maldito perro que ladra sin morder—. Di un paso hacia él, observando cómo retrocedía instintivamente—. Yo primero ataco, y lo demás... créeme, no querrás saberlo. Sus ojos delataban el miedo que tanto intentaba ocultar, y una parte oscura dentro de mí disfrutaba imaginando cómo lo destrozaría. Pero mantuve el control. No era la primera vez que lidiaba con esa sed de violencia. —Lárgate antes de que me arrepienta —le advertí, abriendo la puerta de mi consultorio. Lo vi por el rabillo del ojo, inmóvil, atrapado entre la confu