Había escuchado en una mañana, como la madre de una de las niñas que esperaba su bus escolar, le decía a su hija que esa era su única responsabilidad. Estudiar y divertirse. Que ella se encargaría de todo.
Mientras yo estaba completamente sucio y lleno de tierra limpiando el lodo que estaba atascado al frente de casa y así, poder sacar el auto para que mi padre fuera a la ciudad y trajera una mujer nueva cada noche.
— ¿Por qué yo estoy trabajando? —Una vez le pregunté, mientras estábamos comiendo.
— ¿Qué?
— Una señora-
— ¿Vino alguien a hablar contigo?
— No señor.
— ¿Entonces?
— Escuché.
Mi padre se levantó con rapidez de la cama y sus ojos se llenaron de rabia. Ni siquiera tenía que preguntar nada, porque ya sabía lo que venía. Había fastidiado todo y solo quedaba mi castigo.
— Acomódate.
Aquella posición siempre me iba a recordar a mi madre.
— Cuenta hasta diez. Cada vez que hagas algo mal, los golpes van a ser el doble de tu edad.
— Papá, perdón.
— Nada de perdón. Eso no funciona conmigo.
Normalmente cuando eso sucedía, yo me desmayaba del dolor y hasta el siguiente día me volvía a despertar.
La alarma sonaba a las cuatro de la mañana y tenía que apagarla después del primer sonido, porque si mi padre llegaba a despertarse por mi culpa, era otra cosa y podía tener muchos problemas con él por no dejarle dormir.
Las tareas él las dejaba pegadas al pequeño refrigerador que teníamos y varias veces me gané unos buenos golpes por no poder leer lo que decía, pero ¿Cómo podía hacerlo si ni siquiera estudiaba?
Luego de apagar la alarma, me dirigía a bañarme y claramente, no era una ducha caliente como la que logré tener cuando mi madre estaba viva. Por el contrario, era demasiado fría y mis dientes titiritaban por el clima y lo congelado que me sentía.
Luego de terminar, tenía que recoger algunas cubetas de agua y calentarlas para que cuando mi padre se despertara, estuvieran calientes y pudiera bañarse.
También aprendí a cocinar muy joven.
Tuve que hacerlo porque el desayuno tenía que ser diferente cada tercer día. Si llegaba a llevarle a mi padre a la cama algo igual que el día anterior, nuevamente recibía los golpes. Era como un círculo vicioso y yo era una marioneta de él para no hacer nada y desquitarse conmigo.
— ¿Esto es todo? —Inquirió, observando el desayuno.
— Papá tuve que limpiar el tanque del agua y organizar la casa.
— Son las nueve de la mañana.
— Si señor.
— ¿Por qué solo tengo huevos y pan en la mesa? ¿No tienes mente para nada más?
Bajé la cabeza y asentí.
Mis manos dolían por todo lo que tenía que hacer y muchas de las cosas eran demasiado pesadas para mí.
— Perdón, papá. Hoy es mi cumpleaños y pensé que podía descansar un poco.
— ¿Tu cumpleaños? —Sus ojos se abrieron—. ¿Cuántos cumples? ¿Diez?
— Seis.
— ¿Qué?
— Seis, papá.
— ¿Tienes seis años? —Rió—. Mierda, y yo dejándote cosas de niños más grandes.
Con prontitud levanté la cabeza y le miré con ojos esperanzados. Tal vez iba a quitarme un poco el peso de encima.
— ¿Eso quiere decir que voy a hacer menos cosas?
— Claro, hijo.
En ese momento corrí y abracé a mi padre, sintiéndome feliz. No podía creer que después de meses por fin algo comenzara a cambiar. Me sentía como si estuviera viviendo un sueño.
— Muchas gracias, papá.
Pero nada cambió. Antes, al siguiente día me levantó a las cuatro de la mañana alegando que podía ayudarlo con algunas cosas que tenía que arreglar del auto y después de eso tuve que comenzar a aprender a manejar para que cuando él se emborrachara yo tuviera que recogerlo del bar.
¡Con seis años!
Y pensaba que todo eso estaba bien. Ni siquiera podía reconocer en mi mente la diferencia entre el bien y el mal. Lo único que reconocía del mundo exterior era cuando en las mañanas y en las tardes aparecían las personas a dejar a sus hijos para el autobús del colegio. Nada más.
Pero solo con ese poco tiempo, pude reconocer que el trato que él me daba no era nada parecido al que les daban esas personas a sus hijos. Porque muchos llegaban dormidos y en brazos, mientras otros llegaban con guantes para cubrirse del frío, mientras yo estaba allí, trabajando desde las cuatro de la mañana con mis manos recibiendo todo el frío de la mañana.
Muchas veces lloré.
Quise quitarme la vida como diez más.
Y nunca lo hice.
¿Por qué? Porque quería que mi padre pagara todo lo que yo había tenido que sufrir durante toda mi vida.
Quería que él en carne propia viviera todo lo que yo con apenas seis años había tenido que pasar. Pero, lastimosamente así no eran las cosas y cuando estás en las lejanías de la ciudad, al parecer, las leyes no te alcanzan.
Eres un fantasma y por eso, también puedes hacer lo que quieras.
Y eso también comencé a concebirlo cuando robaba algunas de las cosas que dejaban cerca a la casa los niños. O cuando lancé esas piedras a ese niño. Solo era un intercambio de palabras y nada más pasaba.
Había escuchado por mi padre, que era normal ver cuerpos de personas asesinadas en la carretera o en algún hueco que hubiese cerca de donde estábamos. Y sí, llegué a ver en mi primer año en ese lugar algunos.
Aunque todos eran de mujeres.
Al parecer mi padre no era el único enfermo en ese lugar.
— ¿Papá? —Mis ojos se abrieron cuando observé algo a un lado de la carretera.
— ¿Qué?
— ¿Qué es eso?
Señalé con urgencia una protuberancia bastante grande de mi lado de la calle.