El presente
Mi respiración agitada no es todo lo que se escucha en el salón, el eco de los susurros de mis zapatillas de punta contra el suelo de madera marcado por incontables horas de esfuerzo y dedicación, se mezcla con la música que puse en mi reproductor móvil. Me encuentro sola en este sitio, aislada de cualquier ruido del internado, alejada de mis compañeras y esas mujeres que me observan todo el tiempo como si fueran buitres al asecho. Un encierro que detesto hasta en lo más profundo de mi ser, que sea convertido en mi santuario y calvario.
El gran espejo frente a mí refleja más que mi figura; muestra esa seguridad en mí, esa determinación de luchar por lo que quiero, mis frustraciones y mis miedos lo dejo todo aquí, siempre que practico. La sala está bañada por la luz tenue que se filtra a través de las grandes ventanas empañadas por la llovizna típica de un crepúsculo londinense.
A pesar de estar sola, siento la presencia de todos esos ojos puestos sobre encima de mí, sus voces resonando en mi cabeza, como un recordatorio del ser humano terrible que soy para la sociedad y lo aberrante que es tenerme en este instituto para ellos. Hoy no bailo por un ensaño o una clase. Hoy bailo para exorcizar mis demonios, esos pensamientos oscuros que se agazapan en los recovecos de mi mente, siempre listos para saltar y devorar mi concentración. Bailo para olvidar, para sentir y recordar quién soy, de que estoy hecha.
Levanto la barbilla, ajusto mis hombros y comienzo mi rutina de calentamiento. Cada estiramiento, cada flexión me recuerda el dolor que conlleva este arte que tanto amo y odio a la vez. Amo la elegancia, la fuerza, la expresión pura que me permite liberar. Pero no odio el dolor, la presión si y más si tratan de dominarme.
Pero sobre todo, tengo ese maldito demonio muy en las profundidades, el constante sentimiento de no ser nunca suficiente, de no estar a la altura para ser parte de un mundo del cual mis padres han estado tratando de excluirme, supuestamente por mi seguridad. Comienzo a practicar mi variación preferida, una secuencia de pasos que requiere de toda mi atención y habilidad. Giro, salto, me elevo y caigo, sintiendo cómo mis músculos protestan y al mismo tiempo se regocijan en el movimiento.
Mi respiración se sincroniza con la música que solo yo puedo oír, un réquiem que acompaña cada uno de mis movimientos, cada suspiro, cada gota de sudor que desciende por mi frente. El crujir de la madera, el susurro de la tela de mis mallas oscuras, cada sonido en la sala amplifica mi soledad y a la vez me consuela. Aquí, en este espacio, soy vulnerable y poderosa a la vez.
Me permito soltar una que otra lágrima, no de tristeza, sino de pura emoción, de esa catarsis que solo el baile puede brindarme. Al concluir, me dejo caer de espalda al suelo, exhausta, derrotada y triunfante. Levanto uno de mis brazos y lo dejo sobre mi frente, mi otra mano descansando sobre mi abdomen mientras mi respiración se normaliza.
La oscuridad se cierne sobre la sala, un último haz de luz se refleja en el espejo, recordándome que mañana, una vez más, enfrentaré a esos demonios con la cabeza erguida y con los pies listos fijos sobre ese piso firme. Sola en este vasto y en este silencio que me rodea, preparada para dar esos pasos, esos giros, cada salto que me llevara a la liberación.
De repente, la puerta se abre con un estruendo, rompiendo la cadencia de mi soliloquio interior. Supongo que es la directora del internado, una mujer de rostro severo y voz que corta el aire como un cuchillo afilado, irrumpe en mi santuario privado.
—¿Qué cree que está haciendo, señorita Mancini? —su voz es un látigo, y cada palabra resuena con desdén.
Sin levantarme, giro la cabeza en dirección al espejo, mis ojos aún empañados por la intensidad de mi danza. Jamás tengo miedo, ni de ella, ni de nadie.
—Estoy descansando, que no ve. Luego de una tremenda sacudida de cuerpo, madre superiora. ¿Ahora qué mal hice? —respondo a la monjita con firmeza con mi mirada fija en esa silueta atreves del espejo.
De hecho, fue una sacudida de pensamientos, ya que últimamente he estado pensando en mi nueva huida. La danza ayuda a que mis demonios se aplaquen, al menos por un momento.
—No puedes practicar fuera de las horas acordadas y mucho menos estar fuera de tu dormitorio después de las nueve de la noche. Debes seguir las reglas como cualquier otra joven de aquí, lo sabes, Antonella. No hay excepción contigo —se le olvida las formalidades, se acerca con pasos medidos, su figura imponente reflejada en el espejo.
Aparto la mirada de ese espejo y me levanto con gracia, enfrentándola de pie, sintiendo la energía de mi propia resolución y la cual me entrego el baile.
—En primera, no estaba practicando, solo vine para recordarle lo que es tenerme en encerrada en esta jodida prisión. —No es como si fuera un secreto, si no le digo porqué vengo todas las noches a este salón, es porque esta mujer no entendería realmente nada. —Sus reglas me impiden ser quien soy, así que no me pida tal cosa. Usted también ya lo sabe —desafío, cruzando los brazos.
Ella se detiene, y por un momento, su expresión se suaviza. No sé porque sea, ni me importa, su amabilidad fingida no funciona conmigo.
—Antonella —suelta un suspiro, como si le cansara repetir lo mismo—. Una mano firme es lo que siempre has necesitado, pero yo no soy nadie para juzgar a tus padres sobre la educación que te han inculcado; lo mío es enfocarme más en el aspecto académico —dice con un tono áspero—. Sin embargo, eso no quita que no daré mi opinión.
Que no se haga, ella le tiene pavor a mi padre. La monjita, sabe bien quien es mi padre, sabe quién es mi familia, así que no nos hagamos mensos, ella esta cagada de miedo.
―No necesito preguntarle porque no le dice eso directamente a mis padres ―sonrío. Es claro que no me voy a quedar callada, ella sabe que mi lengua tiene filo.
La mujer se tensa, puedo notarlo con claridad. Soy buena leyendo a las personas, tal vez eso lo saque de mi padre o tal vez ellos son fáciles de descifrar. Pero a mí me encanta, se cuándo tengo a alguien en mis manos y puedo usarlo a mi favor.
Mi sonrisa de ensancha.
―¿O me equivoco? Señorita De Angelis.
Se aclara la garganta y comienza a caminar para alejarse.
―No se quede tan tarde, señorita Mancini ―dice de un modo diferente al anterior y volviendo al modo formal.
Aprieto los labios para contener una carcajada que amenaza con salirse. Finalmente quedo sola de nuevo en el salón. Me desplomo otra vez en el suelo y suspiro profundamente.
―Me gusta provocar ese miedo en las personas cuando les menciono a mi padre ―musito para mí misma. ―Espero algún día causar ese efecto en ellos por ser yo, y no por ser hija del Diablo de Italia.