La noche está perfecta para romper reglas. La luna brilla con una intensidad que parece desafiar la oscuridad, y eso me llena de energía. No puedo quedarme quieta, mucho menos irme a dormir. Llevo desde los seis años encerrada en este internado, o como yo lo llamo, prisión. Aunque mis padres me dejan salir en ciertas temporadas para visitarlos en Italia, y mi madre viene una vez a la semana a verme, nada de eso me quita las ansias de escapar y sentirme libre, como lo es hoy.
Tal vez el ballet me ayude a descargar algo de esta energía, pero ahora no está funcionando. Deseo salir, volar, buscar mi verdadero lugar, que por supuesto no es aquí. Me pongo de pie como si tuviera un resorte debajo de mí y me dirijo a mi dormitorio. Al llegar, entro de modo sigiloso, para no despertar a mi mejor amiga y compañera de dormitorio, Ginna.
—¿Anto, eres tú? —dice, levantando la cabeza y frotándose los ojos para aclarar la vista por el sueño, después enciende la lámpara de la mesita de lado de su cama—. ¿Qué haces? ¿Otra vez no puedes dormir? ¿Te fuiste de hurtadillas al salón de baile?
—Shhh —señalo con mi dedo en los labios—. Baja la voz, podrían oírte en los otros dormitorios e ir con el chisme a la sargento —me refiero a la madre superiora, la señorita De Angelis.
—¿Qué estás tramando? —pregunta, ya sentada en su cama.
—Nada, tú sigue durmiendo.
—Antonella Mancini, te conozco muy bien, algo tramas —se queda en silencio un par de segundos mientras yo me dirijo a mi armario y comienzo a revolver todo lo que tengo allí—. ¡Vas a escapar de nuevo! —vocifera, y giro para fulminarla con la mirada.
—¡Que te calles! —digo entre dientes.
—Perdón, perdón —sacude las manos en el aire mientras se disculpa—. Sabes cómo te fue la última vez. Tus padres volverán a darte un castigo más duro. Yo que tú lo pensaría porque sé muy bien que nunca piensas antes de actuar.
—Pero yo no soy tú —resoplo—. ¿Y para qué pensar, si puedo salirme con la mía? —le guiño el ojo antes de volver a lo mío.
Saco mi mochila y echo en ella las únicas cosas que me pueden servir: mi uniforme de combate, una soga, mi par de armas de fuego, mi cuchillo y también mi pugio, una daga romana pequeña, obsequio de mi querido abuelo. Él sabe lo que me gusta y lo que es mejor para mí. Es el único que me entiende.
Me preparo rápido, no me quito el top ni las mallas. Solo me pongo una sudadera con gorro por encima de mi top, al final me coloco mis botines y mis guantes. Luego, me guardo el pugio en la parte de mi botín derecho, me he colocado un arnés con una funda para esconderlo.
Ya preparada para mi huida, me enderezo y me giro. Ginna está de pie detrás de mí, con los brazos cruzados.
—No deberías hacerlo, Anto. Esta vez puede ser peor que la última vez.
Me agacho frente al rígido escritorio de madera gruesa que tenemos en el dormitorio. Desenredo la soga que saqué de mi armario y la paso por una de las patas del escritorio, haciéndole varios nudos.
—No tienes idea de lo que se siente estar atrapada aquí y ser yo, Ginna —articulo mientras me pongo de pie y la miro por encima del hombro brevemente—. No puedo más. Necesito liberar mis demonios, aunque sea por unas horas.
Ella me mira con preocupación, pero sé que no me va a detener. Esta noche, nada ni nadie lo hará. Le echo un último vistazo a la habitación, y me dirijo a la ventana. La adrenalina corre por mis venas y una mezcla de miedo y excitación me invade. Es ahora o nunca. La libertad me espera, y no voy a dejar que nada me detenga, ni siquiera la monjita y mis perros guardianes.
Del único que no puedo escapar con facilidad es del estúpido de Alan, pero el anciano no se encuentra cerca esta noche. Me importa una mierda dónde se haya metido; no dudo que esté debajo de la falda de alguna monja o alumna del internado. Es un puto zorro. Para mí es mejor así, me sirve para salirme sin que nadie se entere.
—¿Y si te atrapa tu delicioso guardián? —Ginna asoma la cabeza por la ventana cuando salto hacia el techo más cercano mientras me sujeto de la soga gruesa que até al escritorio.
—No lo hará. El anciano debe de andar haciendo de las suyas, tal vez llevando a una monjita al infierno, o si no rompiendo el himen de una niñita de papi —le contesto mientras me concentro en lo mío.
—Yo quisiera que me llevara a ese infierno —gruñe con un gemido. Esa obsesión que tiene por ese anciano...
Hago un gesto de asco, incluso el estómago se me revuelve de solo pensar que mi amiga pueda estar con el anciano de Alan.
—No digas estupideces, Gin —resoplo. –Que puto asco.
—Todavía no entiendo cómo es que no te gusta ni tantito ese hombre. Es un dios griego. ¿Cuál es tu tipo? ¿Niños ricos, estirados y sin músculos? Supongo que así es. Nunca lo dices porque tal vez te da pena. Se me haría aburrido estar con alguien así. Alguien tan ruda como tú no le quedan tipos de ese estilo. Son mejores los hombres mayores, y si están así de buenotes como tu delicioso guardaespaldas, mucho mejor.
Doy otro salto a otra parte del techo, una zona más baja. Me alejo cada vez más de la ventana del dormitorio. Después de aquí es más fácil deslizarme.
—Yo no tengo ningún tipo. No me llama la atención los chicos y lo sabes —le respondo desde mi distancia.
Qué fastidio estar oyendo lo mismo de siempre. Ginna tiene la costumbre de cuestionar mis gustos por los hombres, ya que nunca he salido con nadie. Si tengo o no tengo, ya es asunto mío. Sí han existido algunos que me han invitado a cenar o a ese tipo de ridiculeces que a las chicas les gustan. Por lo regular, son chicos que no saben quién soy, pero cuando conocen esa parte de mí que me gusta que conozcan, su interés se esfuma como una ráfaga de municiones.
Mucho mejor para ellos que para mí, porque ellos conservan su vida, o su pene, y yo me tengo que tragar las ganas de atravesarles mi fina daga en su repulsiva yugular.
Ginna deja de gritar, pues ya me encuentro a varios pies de distancia desde la ventana. Sabe que, si sigue abriendo el pico, me van a atrapar.
Ya abajo, suelto la soga y le doy un tirón fuerte para indicarle a Ginna que la suba. Una vez que me aseguro de no haber dejado evidencia alguna de mi salida, miro a todos lados de nuevo y comienzo a moverme. Corro hacia los arbustos altos que hay detrás del edificio.
Alrededor del internado hay un bosque no muy extenso, ya que se encuentra a las afueras de Londres. Cuando siento unas gotas de lluvia caer, me pongo la capucha de mi sudadera y tomo rumbo hacia ese sitio siniestro, lleno de maleza, para perderme entre ella mientras me dirijo a mi destino.