Entro al lugar, es frío y sombrío, cosa que me atrae mucho. Nadie aquí sospecha quién soy; siempre que vengo traigo una sudadera con capucha para cubrirme la cabeza. ¿Quién podría ponerle atención a una chica menuda como yo? Aunque no voy a negar que ha habido uno que otro borracho que ha intentado sobrepasarse conmigo, pero yo misma los pongo en su sitio.
Camino dirigiéndome a la barra, donde se encuentra la persona que vine a buscar. Veo al hombre robusto que está del otro lado del mostrador. Me detengo frente a él cuando llego allí. Él levanta la vista y, al notar mi presencia, dejando lo que está haciendo.
—Otra vez tú aquí —masculla entre dientes—. Te he dicho repetidas veces que ya no te quería ver en este lugar.
—Y yo te dije que no suelo obedecer a nadie —respondo, con mis ojos clavados en los suyos.
El tipo se ríe bajo mientras niega con la cabeza.
—No hay duda alguna, eres toda una Mancini, una diabla —asegura—. Pero no por eso voy a apostar mis bolas por un juego de niñas.
—Lo que hago no es un juego de niñas, lo sabes.
El hombre se detiene, la risa desvaneciéndose lentamente. Sus ojos se tornan más serios, casi duros. Puedo ver que está considerando mis palabras, sopesando sus opciones.
—No te das cuenta, niña —dice, con un tono más grave—. No es solo mi vida la que está en juego aquí. Es toda esta operación —señala el lugar.
—¿Qué operación? —respondo, sintiendo cómo la adrenalina empieza a correr por mis venas—. Este lugar es un nido de ratas, todos están metidos en algo sucio. No me vengas con excusas.
Él suspira, y puedo notar un atisbo de cansancio en sus ojos. Se inclina hacia adelante, apoyando sus robustos brazos en la barra, acercándose lo suficiente para que susurrar sea efectivo.
—No me digas que tienes miedo —sonrío.
—Pues todavía quiero vivir, y te aseguro que, si Diablo se entera de que estoy metido en esto, ayudando a su pequeña diabla, no dudará en cortarme la polla antes de matarme.
—Pero si no me ayudas, yo también puedo cortar cualquier parte de tu cuerpo, y sin avisarte —le guiño un ojo.
El hombre vuelve a reír, con una risa que obviamente no cree ninguna de mis palabras. Ya veremos.
—Entonces, ¿te vas a echar para atrás? —insisto—. Si tú no me ayudas, tendré que buscar a alguien más aquí. Seguro alguien acepta, solo le hago entra de un fajo de puros cien verdes y listo.
El tipo niega y me señala con su dedo.
—Esto es más grande de lo que piensas, pequeña —dice en un tono apenas audible—. Si te metes con la Bratva, estás jugando con fuego. No es solo un hombre, es una red. Y una vez que estás dentro, no hay salida fácil.
—No me llames así —escupo, molesta.
Mis manos se cierran en puños dentro de los bolsillos de mi sudadera. Odio que me llamen pequeña, como si eso disminuyera mi valor o mi determinación. Me acerco más, nuestras caras a solo centímetros de distancia.
—No necesito una salida fácil —respondo, sintiendo la determinación arder en mis palabras—. Solo necesito una entrada. Y tú vas a darme esa entrada.
El hombre me mira, sus ojos buscando algo en los míos, quizás una señal de duda o debilidad. Pero no encuentra ninguna. Finalmente, asiente con un lento movimiento de cabeza.
—Bueno, diablilla —corrige y levanta las manos—. Te llevaré allí, pero esta será la última.
—Siempre dices lo mismo y al final terminas haciendo lo que yo te digo —respondo, y salto sobre la barra para cruzarme hacia el otro lado.
—Oye, tenemos una puerta por si no lo habías notado antes. Puf, mocosa rebelde —se queja el hombre.
Lo ignoro y me dirijo a la puerta del fondo que hay en el pasillo detrás del bar. Me encierro en el pequeño cuarto y me quito la mochila para sacar mi ropa. Comienzo a cambiarme, me pongo mi uniforme y me guardo mis armas en las fundas que tiene mi chaqueta de cuero en su interior.
Cuando termino, me miro en el espejo que hay en ese baño. Mi cabello está hecho en una trenza francesa, con algunos cabellos sueltos a causa del gorro de la sudadera que llevaba puesto antes. Me echo un poco de agua fresca en la cara, tomo mi mochila y me la coloco antes de salir de ese rincón.
Me dirijo a la puerta trasera del club. No tengo permitido venir a sitios como este, donde solo hay maleantes, delincuentes, apostadores, asesinos, peleadores y muchas otras cosas, y aun así estoy aquí; al menos dos veces al mes vengo por la noche.
El tipo encargado de la administración de ese lugar, con el que hablé hace momentos, ya está esperándome fuera de su auto. Llego al estacionamiento y me detengo enfrente de él.
—Vamos, en marcha —le digo al grandullón.
—¿Segura que quieres hacer esto? —pregunta de nuevo. Me ha preguntado eso como más de veinte veces.
—Cuando yo digo algo, nunca me retracto —le recuerdo, y me dirijo a la puerta del vehículo para abrirla e ingresar.
Me sumerjo en la adrenalina, el miedo y la emoción que burbujean bajo mi piel, recordándome que estoy viva, que cada decisión me empuja más cerca del borde. Pero no hay tiempo para detenerse ahora, tampoco es que quiera hacerlo.
—Sí que tienes agallas, niña —dice el hombre cuando se acomoda en su asiento—. Espero seguir con vida después de esto.
—Deja de lloriquear y arranca, que la noche no es eterna.
De nuevo niega mientras se ríe, pero ya no se queja y hace lo que le digo.
El coche se pone en marcha con un rugido del motor, la ciudad de Londres deslizándose por las ventanas como una sombra constante. Siento una punzada en el estómago, una mezcla de anticipación y temor, pero me niego a dejar que me paralice. Cada vez que lo hago, recuerdo por qué estoy aquí: justicia, venganza, poder… quizás un poco de todas esas cosas.
—¿Cuál es el plan? —pregunta él, rompiendo el silencio.
—Ya te dije, entramos, tomamos el dinero y salimos. Sin complicaciones —respondo, firme.
—Suena tan fácil como lo dices; sin embargo, no será de ese modo, diablilla. Seguro ese sitio debes estar lleno de guardias.
—Nos ocuparemos de ellos y ya está. —Mi tono es seco, final. No hay lugar para la duda.
El edificio frente a nosotros es discreto, casi invisible entre las sombras. Pero sé que detrás de esas paredes se oculta el dinero, el poder. Y esta noche, ese poder cambiará de manos, sera mío.
—Aquí estamos —dice él, deteniendo el coche. —Espero tengamos suerte y salgamos libres de esta.
—La suerte es para los débiles —respondo, abriendo la puerta y saliendo antes de que pueda replicar.