Aramis se despertó temprano aquella mañana, se vistió y, antes de ponerse los zapatos, se acercó a donde Ava descansaba en su cama, la cual parecía un nido de ninfa. Ella dormía plácidamente, como si el mundo estuviera libre de preocupaciones. Por un minuto, Aramis la observó detenidamente. Sus grandes ojos y pestañas claras le daban un aspecto inocente. Recostada de costado, con sus alas en la cama y cubierta por una sábana blanca, parecía una mujer pura, aunque Aramis sabía que las hadas eran todo menos inocentes. Sin sentir el más mínimos remordimiento, se acercó y le sacudió el hombro para despertarla. —Despierta, hada, tenemos que buscar a mi señor y su esposa. Ha amanecido, vamos, despierta —dijo Aramis agitándola. Tras uno o quizás dos minutos de sacudidas constantes, Ava abrió los