Alan llegó a la ciudad dos semanas antes, había alquilado una bonita casa, lo hizo por teléfono desde Londres después de que su hermana Laura, que era la única de la familia en la que podía confiar por su buen gusto, le confirmara que la había ido a visitar y valía la pena.
Los primeros días los pasó en la casa de sus padres, mientras tanto acababa de preparar su casa para vivir pensando sobre todo en que su hijo Quique se encontrara a gusto en ella. Casi una semana tardó en dejarlo todo a su gusto, justo a tiempo, porque la siguiente semana comenzaría su nuevo reto profesional, el fin de semana lo dedicó a hablar con su hijo confirmándole que el siguiente estarían juntos y a prepararse para el trabajo.
El lunes bastante antes de que llegaran sus nuevos compañeros y el propietario entró en el edificio en el centro de la ciudad donde estaba su nuevo trabajo. Se dirigió a la recepción donde un fornido guardia jurado no le había quitado la vista de encima desde que entró por la puerta.
—Buenos días, me llamo Alan Ríos, soy el nuevo empleado de la empresa Inversiones Escobar.
El de seguridad pasaba serio las hojas de una carpeta, le miró a los ojos, Alan levantó las cejas, le hacía gracia aquella situación.
—¿Y dice usted que se llama?
—Alan Ríos pone en mi DNI.
—Me lo puede enseñar por favor, tengo que comprobar que usted es quien dice ser.
—¿Siempre hay que pasar por esto cada vez que entre en el edificio?
Preguntaba Alan mientras el guardia jurado miraba atentamente el documento rebuscando en una caja de metal. Sacó una tarjeta que le entregó junto con el DNI.
—No señor, con esta tarjeta podrá pasar directamente por el torno. Ya nos avisaron de que hoy llegaría usted, lo que no esperaba es que fuese tan temprano.
—Alan por favor, prefiero que me llames Alan que de usted o señor. Es mi primer día y quería ambientarme un poco antes de que llegaran los demás.
El guardia lo miraba con una sonrisa, le había caído bien, lo que le habían dicho era que vendría un tío nuevo, una persona de la que se había encaprichado el viejo Escobar, nadie entendía porque no había promocionado como nuevo director de inversiones a alguno de los que ya trabajaban allí, entendió que algo de envidia había despertado entre sus compañeros sin llegar a conocerlo, aquel hombre en unos pocos minutos lo había tratado mejor y con más educación que cualquiera de las serpientes que trabajaban en aquel edificio. Para lo único que le hablaban era para quejarse de algo o criticar algún compañero, y por supuesto, si se hubiera atrevido a tutear a cualquiera estaba seguro que ya no trabajaría allí.
—Su empresa está en la tercera planta, con la tarjeta podrá entrar si está cerrado, cualquier cosa que necesite no dude en llamarme a la centralita.
Se miraron a los ojos sonriendo mientras Alan recogía la tarjeta, él pensaba que el guardia no era tan serio como pensó al principio y parecía buena persona, el guardia que a ese pobre hombre se lo iban a comer con patatas los cabrones que tenía de compañeros.
La tarjeta abrió perfectamente la puerta de entrada a las oficinas, miró en la pared lateral tocando varios interruptores para encender las luces. Había un pequeño mostrador donde parecía que trabajaba una recepcionista, varios pequeños despachos vacios, una sala más grande de reuniones y dos despachos más grandes al final de la sala, al acercarse pudo leer unas placas en la puerta, en el más grande —Ricardo Escobar, Director—, en el más pequeño —Alan Ríos, Director de inversiones—. Sonrió mirando la placa, entró dejando la puerta abierta, se dio la vuelta y miró el resto de la oficina frunciendo el ceño, no le gustaba. Se sentó en la mesa con su maletín delante, lo abrió y sacó un marco con una foto de su hijo Quique con una sonrisa enorme, lo dejó en un lado colocándolo bien para verlo desde todos los ángulos cuando estuviera sentado. Después sacó su ordenador personal abriéndolo, y unas cuantas hojas que había imprimido durante el fin de semana.
Consultaba en el ordenador las últimas valoraciones de algunas acciones cuando entró una chica en la oficina, alta, delgadita, muy bien peinada y pintada, zapatos de buen tacón fino, falda de tubo, chaquetita a conjunto y todos los complementos de anillos, pulseras, collares y pendientes habidos y por haber, un poco exagerado pensó Alan mientras los dos se miraban mutuamente, ella con los ojos muy abiertos sin atreverse a decir nada.
—Buenos días— Le dijo Alan mientras se levantaba para ir a saludarla.
La chica sacudió la cabeza como si despertara caminando nerviosa para encontrarse con él.
—Buenos días señor Ríos, soy Rosa la recepcionista, no le esperaba tan temprano.
Le decía mientras alargaba una temblorosa mano para estrechar la de Alan. Al estar tan cerca Alan también pudo comprobar que el perfume que utilizaba era tan exagerado como los complementos que llevaba encima.
—Rosa, llámame Alan por favor.— Pudo comprobar cómo se ruborizaba tapándose la boca.
—No creo que al señor Escobar le guste que lo haga— Le contestó mirándole a los ojos.
—Bueno, como nos tratemos nosotros personalmente no creo que le interese a nadie, ¿no le parece?
A Rosa se le abrieron unos ojos como platos, nadie, nadie en aquella oficina se había atrevido jamás a contradecir al señor Escobar, lo que él decía iba a misa y punto, si había que tratarse entre los empleados de usted se hacía y se acabó, si alguna vez alguien llegó a darle una opinión contradiciendo las del viejo con suerte salía con una bronca del quince, sin suerte lo despedía al momento. Se acordó de la mañana en que al llegar hizo salir a todo el mundo al centro de la oficina, se plantó delante y les dijo que vendría un experimentado director de inversiones, no se preocupó de dar una puta explicación de nada, dio media vuelta y se metió en su despacho, los demás se quedaron mirando los unos a los otros, hacía tiempo que se hacían corrillos hablando sobre quién sería al que ascendería el viejo, aquella mañana zanjó el tema de golpe y nadie tuvo cojones de decir nada, se lo comieron enterito y calladitos.
Antes de las nueve de la mañana, que era la hora que llegaba el Sr. Escobar, fueron apareciendo los compañeros de Alan, él desde su despacho se hacía el tonto pero miraba de reojo por la puerta abierta lo que pasaba en la entrada, cada vez que llegaba alguien ocurría lo mismo, Rosa lo saludaba y abriendo los ojos les hacía una señal con la cabeza para que se fijaran en su despacho y lo vieran, las reacciones de los recién llegados también se repetían, lo miraban, levantaban la muñeca mirando la hora en el reloj, resoplaban levantando las cejas y se dirigían a su lugar de trabajo, dejaban sus cosas y se acercaban tímidamente a saludarlo.
Primero llegó Pepi, una chica menuda de ojos vivarachos, se presentó diciéndole su nombre y su responsabilidad en la empresa, trabajaba en renta fija, pequeñas inversiones donde se sacaba algunos puntos de beneficios, eran sobre todo de personas mayores que querían ahorrar algo para su jubilación. En ese momento se les agregó Luisa, le miraba con tanta desconfianza que Alan ni se enteró como era físicamente, también estaba en renta fija, se lo dijo Pepi porque Luisa a parte de su nombre y estrecharle la mano parecía que no estaba, sus brazos cruzados como si quisiera taparse las tetas demostraban claramente que estaba totalmente a la defensiva. Volvían las dos chicas cuchicheando entre ellas a sus puestos de trabajo cuando notó la penetrante mirada de otra mujer que hablaba con Rosa la recepcionista, dejó el bolso en uno de los despachos y fue caminando decidida en la dirección donde estaba Alan, por la forma de caminar y la mirada fija en él sabía que no le esperaba nada agradable, lo que sí era agradable era el cuerpo y la cara de aquella mujer, que belleza y que cuerpazo le acompañaba, dos tetas grandes y duras se balanceaban de un lado al otro al compás de sus pasos. Alan sonreía por el vaivén de las tetas, porque la cara de mala leche que traía asustaba.
—Así que tú eres el señor Alan Ríos— Lo de señor sonó un poquito a cachondeo.
—Alan, solo Alan, ¿Y tú eres?
—Soy la señorita Patricia Jiménez, para usted la señora Patricia, la que tendría que estar en este despacho y no tú…
Giró la cabeza apretando los labios, Alan no sabía si era por haberlo tuteado o por que se había encallado con lo que quisiera decirle.
—Sé quién es usted señor Ríos, sé que tiene un buen currículum, pero sinceramente, aquí no pinta nada, seguramente traerá grandes sueños de grandeza, pues ya le aseguro yo que no los va a cumplir, esta es una ciudad muy pequeña y no hay tanto capital para trabajar, las fortunas de verdad se van a las grandes ciudades con grandes firmas, no somos nadie en este mundo ni lo seremos.
Alan la observaba con media risilla, no había abierto la boca y le miraba los ojos escuchándola con atención.
—Señora Patricia, veo que es usted muy clara hablando y poco ambiciosa para querer mi puesto de trabajo.
—¿Poco ambiciosa?, no me conoce de nada…
—Conozco lo suficiente, sé donde estudiaste y donde te has formado, que básicamente ha sido aquí, don Ricardo te contrató y te enseñó el que estaba en renta variable antes que tú, el mismo que ahora lleva unos años formándose él en una firma más importante. Sé por tú formación y los resultados de la agencia que los dos podéis mejorar bastante…
—¿Qué coño estás diciendo engreído?
—Que tanto tú como la empresa podéis funcionar mucho mejor…
—Claro, porque tú lo digas, ¿A ver si tienes cojones de llamar al señor Escobar don Ricardo como acabas de hacer?
Se giró enfurecida volviendo a su despacho, Alan la miraba con la risilla, ahora lo que iba y venía era su hermoso culo de un lado para el otro.
Alan se sentó en su mesa buscando en el ordenador cuando escuchó la voz del jefe, el señor Escobar hablaba con la recepcionista y le miraba a él, vestido impecable con un traje inglés a medida, un pañuelo en el cuello conjuntado con el que le salía del bolsillo superior de la americana, unos zapatos negros que te tenías que poner gafas de sol para que no te deslumbraran de lo brillantes que eran, rematado con un bastón que apoyaba con estilo en el suelo acabado con una empuñadura de plata. Salió del despacho a saludarlo y estrecharle la mano.
—Buenos días señor Ríos, bienvenido— Dijo Ricardo.
—Buenos días don Ricardo— Contestó Alan.
Se hizo el silencio en la oficina, todos les miraban con los ojos muy abiertos, nadie le había llamado Don Ricardo nunca.
—Todos me llaman señor Escobar y espero que así siga siendo.— Le decía mientras le apretaba con decisión la mano.
—Todos me llaman Alan y espero que también siga siendo así.— Respondió Alan apretándole la mano más fuerte.
Los ojos del jefe se clavaron en lo suyos, el Sr. Escobar intentaba adivinar si le estaba provocando o es que era así de insolente. Se desencajaron las manos.
—¿Ya conoce a todo el personal?
—Sí, al menos los que están aquí.
En ese momento abría la puerta un chico que los miró y se apresuró en llegar a su lugar de trabajo, el Sr. Escobar apoyó una mano en el hombro de Alan para hacerle entrar en su despacho.
—Ese es Armando, es mi sobrino y está en renta fija con Pepi y Luisa, siempre llega tarde y no hace nada, es que el pobre es un poco, un poco… ¿cómo te lo diría?, un poco retrasadillo, pero es el único hijo de mi hermana y tengo que cuidar de él, sino que iba a hacer el pobre.
—Pues algo con lo que se sintiera contento y realizado…— Alan paró en seco de hablar pensando que igual se había excedido.
—Le aseguro que se siente contento y realizado gastándose el dinero que le p**o en putas.
Se miraron y se les escapó una risilla a los dos. Ricardo le ofreció asiento y se sentó a su lado.
—Bueno, hablemos de trabajo, ¿qué le parece todo esto?
—¿Puedo hablar claro?