Parte 2: The Black Parade

996 Words
A la mañana siguiente, Harriet, observaba asombrado la mañana húmeda y brillante, como si nunca la hubiera visto. “Qué ridículo eres, solo son algunas plantas y árboles, ¿qué hay de asombroso en eso?”, se dice internamente para luego sonreír y resoplar suavemente. La luz del sol las sentía como suaves caricias, su calidez y picor eran tan agradables que cerró sus ojos mientras sentía todo aquello feliz y pensativo sobre lo que el día le depararía. Lo más pequeño lo hacía sonreír, por Dios ¿Qué haría hoy? ¿Qué comida deliciosa y suculenta probaría? ¿Qué libros nuevos había en la biblioteca? Tantas preguntas se paseaban como pequeños autos regordetes en su mente que le daban cosquillas en el cuerpo y picor en la nariz. —¿Hace cuánto no te veo así, hijo? —pregunta suavemente y curioso a Harriet, que exaltado se voltea y suspira. —¿Estás feliz? —Me asustaste. —suspira y esconde su rostro sonriendo. —Lo estoy, ahora lárgate si solo vas a burlarte. —dice aquello algo nervioso y apenado. —¿Por qué voy a burlarme? Por Dios, no he visto a mi hijo sonreír tan genuinamente y con ojos tan brillantes. —dice sonriendo y acercándose con calma. — Harriet. —suspira y cambia su tono a uno más serio y suave. —Ten cuidado, debes ser cuidadoso al acercarte a ese muchacho. Si lo haces de repente… —Lo sé, tío, no soy tonto para no darme cuenta de que lo asustaría si me acerco demasiado pronto…—suspira lentamente y luego sonríe, y acaricia su rostro. —Me siento tan asustado, ¿de qué forma debo acercarme? ¿Qué debo decir o hacer?, no lo sé… no lo sé. —¿Qué era lo que más le gustaba en ese entonces? —pregunta sabiendo la respuesta de memoria. —Pregúntate eso y quizás encuentres la respuesta a tus dudas por ahora. —advierte mientras se aleja con calma. Harriet sonríe y asiente con ojos brillantes. —Gracias padre. —Me haces sentir más viejo cuando me llaman así, tío suena a gente joven. —Como quieras señorito. —dice burlón entre risas mientras ve a su tío desaparecer por el pasillo. —Cartas… le gustaban las cartas… —dice para sí mismo mientras sonríe suavemente y pensante. —¿Ahora seguirán gustándote? —Se pregunta y se levanta para estirar su cuerpo y observar la habitación. —Necesito tu nombre si pretendo escribirte… —dice pensativo. —Y necesito bañarme ahora, apesto. La mañana paso suave entre un desayuno delicioso, su favorito: Dos huevos revueltos con pimienta y sal, galletas de soda, aguapanela caliente, un croissant con mucho queso y mantequilla y una pera para finalizar. Lo sentía tan glorioso que comía cada bocado con placer y disfrute. Al marcar las 9 de la mañana se retiró al baño, arregló sus cabellos, se duchó como cualquier otro día y se vistió como de costumbre con un suéter con cuello de tortuga de tela fina y suave de color n***o, un pantalón de lino que marcaba suavemente sus glúteos grisáceos y no podía faltar su fiel abrigo de tela blanca. Las calles estaban tranquilas, con el ruido necesario para no estresar y tomar de los nervios a nadie. El Tranvía viajaba velozmente entre el silencio, escuchando un zumbido suave y casi futurista provenir de este. Al caminar unas cuantas cuadras más llegó al centro y vio la gran biblioteca de Antonia. Al entrar aspiró hondamente y sonrió contento de este día. —Qué buen día. —suspira con suavidad mientras dice suavemente aquellas palabras. —Bobo, ¿usted qué hace acá tan temprano y por qué se desapareció tanto, malparido? —Una cosa a la vez. —ríe con ganas al verlo enojado. —Lo siento, lo siento Alberto… Estuve enfermo y por eso no te llamé ni nada, me sentía muy desganado… —dice convenciéndose de que aquella mentira la creería, pues la última vez que Alberto lo vio enfermo fue cuando el propio viejo tenía 17 años, desde entonces nunca lo vio enfermarse. —Ay, parce, me hubiera dicho y yo le llevo comida, buena sopa, usted sabe. —le pega en el brazo varias veces mientras este ríe en respuesta. —Ni que risa ni que chimbada, deje la bobada, la próxima, si es que estoy vivo, me dice. —suspira y se acaricia la cabeza algo pensativo. Observa a Harriet de arriba abajo sospechosamente. —¿Qué te pico o qué?, nunca te había visto tan feliz. Incluso con esa piel bien pálida, le brilla todo de lo contento que está —No es nada, solo me siento feliz porque… ya sabes... —Ay, entonces te vas a desmayar, vámonos. —¿Por qué? —frunce el ceño. —Ese niño está aquí en la biblioteca, en la tienda, hombre, vámonos que te vas a poner mal. —¡¿Qué?! Oh, Dios, ¿por qué no me lo dijo para empezar? —dice nervioso mirando a su alrededor. Trata de respirar tranquilo y de pronto una maravillosa idea se acerca a su mente. —Entrégale esto a Marta y dile que se lo entregue. —¿Al joven? —pregunta, sorprendido. —Claro, ¿a quién más? —dice algo nervioso. —Debo irme, si me ve no creo... No creo sostenerme con mi propio peso. Nos vemos Alberto. —camina deprisa sin dejar medir palabra al señor Alberto que sorprendido y confundido mira con la boca abierta el sobre en sus manos —Ese hijueputa como le meten vainas a uno, Dios mío santo. —Se dispone a caminar a la biblioteca para cumplir el cometido. —Ay, hijo, ¿una carta?, a saber, si la lee de verdad. Llorón, en vez de aprovechar que está el niño acá, se larga corriendo como una loca. —suspira y finalmente desaparece dentro de la tienda.
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