A pesar del gran número de personas que se habían dado cita en el palacio para ser testigo del momento que todos esperaban que cambiara su destino, Altea y Leander solo escuchaban un gran silencio. Por parte del hijo del emperador de Ceviel, los latidos de su corazón eran pausados, casi como si se encontrara en medio de un campo de batalla agazapado para no ser visto por los enemigos; un sitio que él conocía muy bien dada su experiencia en la guerra. Por el otro lado, el corazón de Altea latía con una fuerza avasallante, tanto que parecía salirse de su pecho.
El sacerdote, quien también era cómplice de toda esta situación, hizo la pregunta de rigor, una que en esta ocasión tenía una única respuesta. Tanto Altea como Leander sabían a la perfección que negarse, huir, o llegar a un mutuo acuerdo no era posible. Ellos escucharon la pregunta que se les hacía, pero en el fondo el dolor era el mismo al pronunciar aquellos “si, acepto”.
Los presentes aplaudieron con entusiasmo ante esta unión y aclamaban por un beso de la nueva, y en este caso, infeliz pareja. Leander se ubicó de frente a Altea y en ese preciso momento, ella comprendió que debía resignarse y que fuera lo que debiera ser. Fijo sus ojos en el verde de los de Leander y respiro profundo.
—Tan solo hazlo y acaba con esto —imploro ella y cerro sus ojos como esperando que su ahora esposo hiciera lo que todos esperaban.
La situación de Leander de Ceviel no era precisamente una en la que él se sintiera cómodo. Las expectativas de su pueblo hacia él eran demasiadas altas, todos esperaban que el fracaso en el campo de guerra no se trasladara a un fracaso en esta última esperanza que significaba la leyenda.
Todos lo observaban esperando a que tomara las riendas en su matrimonio, sus padres esperaban que besara a Altea en los labios y que con esto él diera un indicio de lo que sería la vida que comenzarían a solas en tan solo algunas pocas horas.
Él batallaba entre hacer lo que le decía su corazón y lo que la gente esperaba. Su cabeza era un caos completo, las voces no se callaban en su interior, y al darse cuenta de la forma en la que se encontraba Altea, él tomo una decisión.
Con mucho cuidado tomo el rostro de su esposa y se inclinó hacia ella ya que la diferencia de alturas era bastante notoria, ella apenas conseguía llegarle a su barbilla, pero no es que la joven fuera pequeña, sino que él era demasiado alto. El momento parecía hacerse eterno, todos observaban expectantes, sin embargo, la decepción llego cuando Leander beso la frente de Altea.
—Yo tampoco soy feliz haciéndote pasar por esto —le susurro tan bajito que solo ella pudo escucharlo.
Ella abrió sus ojos completamente sorprendida y por primera vez en todo este tiempo una pequeña sonrisa de dibujo en sus labios. Altea trataba de comprender si Leander era realmente bueno como estaba pretendiendo, o solo se trataba de un teatro que se caería cuando los dos estuvieran a solas.
No hubo ninguna respuesta de parte de la joven, ella solo paseo su mirada por el rostro de su esposo y luego se percató de que Leander estaba extendiendo su mano. Con un poco de dudas, ella tomo su mano y de esta manera, ambos caminaron por aquel pasillo.
Los invitados aplaudían, sonreían, y celebraban a la nueva pareja. Todos querían ser testigos de una historia de amor, y no porque creyeran en los cuentos de hadas, sino para salvar sus vidas.
La leyenda era muy clara, tan solo un amor que surgiera en medio del odio sería capaz de hacer que la prosperidad y la paz resurjan de entre las cenizas. A pesar de esto, había una sola pregunta que rondaba en la mentes de todos; ¿un matrimonio forzado podría hacer que naciera el amor?
Mientras que todos estos pensamientos se apoderaban de la gente, y hasta incluso de los emperadores de Drunia y Ceviel, los recién casados aprovecharon esa distracción para salir del salón. Leander no soltó a Altea, solo la guio hasta un pequeño ambiente alejados de todos y volvió a tomar el rostro de la joven.
—Escucha, sé que esto no era ni lo que tú y yo esperábamos para nuestras vidas, pero tenemos que hacer que funcione —le hablo firme.
—No puedes obligarme a amarte —rebatió ella con seguridad.
—Lo sé, pero al menos hagamos que los pueblos no se enemisten más de lo que ya lo están, ¿sí? —le pidió.
Esta última petición tuvo sentido para Altea y por ende ella asintió.
—Hagamos lo mejor que podamos —pronuncio y al menos entre los do ya había un objetivo en común.