Despierto al moverme y escudriño desorientada la habitación
en penumbra. Parpadeo para enfocar la vista y rápidamente mi
mente proyecta los recuerdos de anoche.
Sonrío.
Levanto la cabeza de su pecho y me encuentro con el
hombre más guapo de la tierra; su barba ensombrece su fuerte
mandíbula y sus labios entreabiertos e hinchados dejan entrar
y salir el aliento con suavidad.
Cierro los ojos e imagino su boca sobre mi cuerpo. Un
escalofrío me recorre la espalda hasta erizarme la piel.
Le beso con cariño los labios. Él se gira entre sueños y
susurra mi nombre.
Miro hacia las vistas de la ciudad tras los enormes
ventanales; los primeros suaves rayos del sol empiezan a
despuntar el día y sé que nuestro encuentro ha llegado a su fin.
De hecho, me sorprendió que me pidiera que me quedara.
«—Quédate esta noche, Hal. Es tarde y no quiero que andes por
ahí sola. —Me atrae a su cuerpo desnudo con sus brazos y besa mis
labios con ternura».
Salgo de la cama sin hacer ruido y recojo al vuelo mi
vestido, mi bolso y mis botas.
¿Y mi ropa interior?
Frunzo el ceño y la busco por todo el dormitorio
recordando que me la quitó aquí.
Frunzo aún más el entrecejo cuando caigo en la cuenta de
que el muy tuno me la ha quitado. Sin pretenderlo, me echo a
reír, pero me callo rápido.
Me visto a toda prisa y salgo de su maravilloso ático de lujo
hacia la calle.
Aún reina la noche cuando pongo un pie afuera. No puedo
evitar mirar con nostalgia hacia arriba, hasta su ático en lo alto
del edificio.
Cuando me monto en mi coche, reviso la hora. Las 06:24
a.m.
Como por actuación divina, una llamada me entra por el
manos libres.
Paula.
—Buenos días, flor —saludo con cariño.
—Parece que hemos amanecido de buen humor —deduce con
un tono de burla.
—Bueno, el sol brilla, el aire sopla, los pájaros cantan...
¿Qué te puedo decir, Paula?
Se echa a reír.
—¡Vaya con Hazard! ¿Tan bien se le da?
Aunque no me pueda ver, sonrío y pongo el coche en
marcha.
—De uno a diez, cien. —Me incorporo a la carretera que
lleva a mi casa.
—Uau, me alegro, pequeña —celebra, animada—. ¿Estás
conduciendo? —pregunta, extrañada.
—Sí. Acabo de salir de su casa y voy a la mía. —En la línea
se hace el silencio un segundo.
—¿Te has quedado a dormir? ¿En su casa? —inquiere,
incrédula.
Suspiro.
—Sí. Me pidió que me quedara, pero me he ido antes de
que se despertara. —No puedo evitar que mi voz suene
necesitada. Estaba muy a gusto en la cama con él.
—¿Él te lo pidió? —exclama, descreída—. Dios mío, debiste de
gustarle mucho. —Fue mutuo, créeme —murmuro.
Ríe.
—Sí. Jamás te he visto caer tan rápido en las redes de un hombre
—dice con cariño—. Pero bueno, pequeña, has hecho lo correcto al
irte. Los hombres son completamente distintos a la luz de la mañana.
Y Oliver Hazard no es la excepción. Tiene una lar...
—Cielo, no. No quiero saberlo, de verdad. Me lo he pasado
muy bien y me he ido, ya está.
—Bien, pequeña. Has pasado la primera prueba: tirarte a un tío.
Desde que dejaste a Matt te has encerrado en el trabajo y no has vivido
nada. No he querido presionarte porque después... pasó lo de tu padre.
—El corazón se me encoge al mencionarlo—. No quiero que
sigas sumergida en el dolor. Hay que seguir con la vida.
—Lo sé, Paula. Eso intento. —Pese a mi firmeza, no puedo
eludir el tono de tristeza al recordar a mi padre.
—Vale. Bueno, ¿qué te parece si quedamos para comer hoy?
Abro el parasol y pulso el botón del mando del parking de
mi edificio. Un bonito edificio de acero oscuro, grafito y vidrios
oscuros.
—Tengo que terminar con unos diseños.
Se ríe.
—Ya, me imagino que estarás muy inspirada —insinúa con
picardía. Sin poder evitarlo, me echo a reír—. Pues luego me paso
a tomar un café. —Venga, hasta luego, Paula.
Cuando entro en casa, aún se puede percibir el olor a
pintura y muebles nuevos. Una reforma total que me ha tenido
absorta dos meses y que me ha ayudado a olvidar el terrible
suicidio de mi padre.
Una rápida e involuntaria visión de su cuerpo inerte
colgado del cuello de una cuerda en su oficina hace que me
estremezca de miedo.
«No. No recuerdes eso».
Fue muy doloroso y lo sigue siendo aun meses después. Su
empresa se fue a la ruina. Además, le embargaron todos sus
bienes. Cuando no pudo más con sus deudas, se suicidó.
Limpio con rapidez mis lágrimas y me adentro en mi
habitación.
Ducharme y quitarme el olor de Oliver me ha puesto de
mal humor.
Mi piel olía a él.
Hubiese querido mantenerlo en mí durante más tiempo,
pero también debo ponerme a trabajar en cuanto antes en el
vestido de novia de Ivet.
Me aliso el pelo y me visto con un conjunto de ropa interior
sexy. Sonrío al pensar que se guardó mi ropa interior.
Elijo un conjunto blanco de corsé sin tirantes con un
exquisito y delicado encaje de manilas con flores, ramas y
hojas hecho a mano que le dan un toque elegante y sexi a mis
pechos realzados con push up. Unas minúsculas braguitas que
no dejan nada a la imaginación culminan el conjunto que tardé
semanas en hacer.
No tenía pensamientos de volver a verle, pero me apetece
seguir sintiéndome candente y deseada.
Me visto con unos vaqueros entallados y una camisa
blanca suelta. Me calzo unos tacones de charol beis a juego con
mi nuevo trench de Vera Wang.
La moda es mi pasión. Mi armario habla por sí solo y
siempre voy impoluta vestida de los mejores diseñadores.
Me maquillo un poco en tonos nude; el tono que mejor
resalta mis ojos azules y brillantes, incontrolables de emoción.
Vuelvo a peinar bien mi flequillo cortado a la perfección y
sonrío al ver el rubor de mis mejillas.
Me rocío con mi mejor perfume, tan solo unas gotas de
Olympea, y salgo al salón donde mi móvil se ilumina sobre la
mesita de café de cristal que hay en el centro. Voy hacia él. El
nombre de la pantalla me deja paralizada y anclada al suelo sin
poder moverme ni respirar.
Oliver.
—¿Cómo...? —Lo cojo con rapidez y acepto su llamada—.
¡Cotilleaste mi teléfono! —chillo, incrédula—. Oliver, no me lo
puedo creer.
No tiene vergüenza.
—Buenos días, nena —dice con tranquilidad. Me deja
pasmada y fuera de juego un segundo—. Ni siquiera te has
despedido.
—Lo siento. Tengo mucho trabajo y no quería despertarte.
Me he ido muy temprano —contesto casi avergonzada.
—¿Te puedo llevar al trabajo? —Doy un respingo—. Bueno...
si tú quieres —añade muy rápido. Puedo notar la expectante
tensión en sus palabras—. Podemos desayunar por el camino. La
verdad... es que... —Se oye nervioso y esa idea me gusta— me
gustaría recogerte luego del trabajo e invitarte también a cenar.
Me siento de culo en el sofá, con el corazón acelerado y las
extremidades temblorosas.
—Yo... —decimos a la vez—. Primero tú... —volvemos a
decir al unísono y nos reímos.
—Me encantaría, Oliver. Todo. —Exhalo un suspiro
incontrolable de emoción.
—Bien. ¿Te parece bien que te recoja en quince minutos?
—cuestiona con esa voz suya ronca y sensual que me gustó
tanto ayer, la cual hoy me hace temblar las rodillas.
—Estupendo. Ahora te veo —comento y oigo su sonrisa
antes de colgar.
Me dejo caer en el sofá con una estúpida risa demasiado
impropia de mí. Dejo que la sensación de plena felicidad me
llene y me eleve como si fuera Harry Potter cuando montó por
primera vez en su nueva Ninbus 2000.
Quince minutos después, suena el telefonillo y doy un
respingo.
Agarro mi maletín y mi bolso. Bajo las escaleras y trato de
aparentar toda la normalidad que puedo.
En el ascensor me miro y me remiro; el rubor rosa de mis
mejillas sigue ahí y ahora es más intenso, al igual que el brillo
de mis ojos, que parecen dos diamantes.
Cuando las puertas se abren, salgo fuera y cruzo el
vestíbulo de mi edificio. Saludo a algunos vecinos que salen a
sus puestos de trabajo, pero ni la gente, ni el buen día que me
golpea en la cara cuando salgo a la calle, me importa. Nada,
excepto el guapísimo espécimen de metro noventa de puro
músculo enfundado en un carísimo traje azul marino de tres
piezas, camisa blanca y una bonita corbata del mismo color
que su traje con detalles dorados. Lleva el pelo sedoso y
brillante peinado a un lado. Sus increíbles ojos azules y esa
sonrisa malvada que le da ese aire de hombre inalcanzable y
divino que está apoyado sobre su Audi n***o. Se quita sus
gafas de sol de diseño y me observa con un deseo incontrolable
que compite con el mío. Me rodea la cintura con sus brazos.
Le echo mi brazo libre alrededor de su cuello y nos besamos.
Un gran beso de película en medio de la calle. Para darle un
toque especial, levanto mi pie, dejándolo suspendido en el aire.
—¿Cómo sabes dónde vivo, loco? —inquiero. Le doy un
golpe juguetón en el hombro y él vuelve a besarme castamente.
—No vuelvas a irte sin avisarme, Haley —me ordena
contra mis labios.
Su aliento mentolado y el olor de su perfume me aturden
demasiado. Pierdo el hilo de mis pensamientos.
—No sabía si... —Me callo al no saber qué decir.
—Pues ya ves que sí quería que te quedaras y pensaba que
tú también querías —me recrimina serio, pero me acaricia el
pelo con ternura.
—Y quería, pero, no sé... Supongo que hice lo que debía
hacer en vez de lo que realmente quería hacer —me sincero.
Le acaricio la mejilla recién afeitada y suave—. Me alegro de
que me hayas llamado. —Esboza una sonrisa que le suaviza la
expresión, la cual me enseña esos dientes perfectos. Me
deslumbra su gesto.
—Tendría que estar loco para dejarte ir sin más. —Agarra
mi maletín y mi bolso, luego me cede el paso hacia el otro lado
del coche—. Estás preciosa.
Sonrío de nuevo y siento el calor subir por mis mejillas.
—Tú también —le devuelvo el halago.
Me guiña un ojo.
Oliver abre la puerta del copiloto de su magnífico A7 para
mí y me tiende mi bolso, después mete mi maletín en el asiento
de atrás junto al suyo y se sube tras el volante. Me mira y me
dedica una sexi sonrisa mientras me pongo mis gafas de sol de
Dior.
—Has dicho que tenías mucho trabajo. ¿A qué hora tienes
que estar en tu oficina?
Pone en marcha el sigiloso motor y
se adentra en el aglomerado tráfico de la mañana.
—Pues debería de estar ya allí —señalo al encoger un
hombro—. Me extrañaría que mi asistente no me llame en
breve para ver si no me ha abducido alguna especie alienígena.
Se ríe.
Oliver me contempla con rapidez y extiende la mano para
agarrar la mía de mi regazo.
—Eres una adicta al trabajo.
Vuelvo a encoger un hombro.
—Me gusta mi trabajo —apunto.
Me da un suave apretón.
—Esta mañana he visto tu última colección en la pasarela
de Milán. Se te da muy bien, nena —me adula con un tono
amable y contenido.
—Gracias —digo en el mismo tono.
Quiero lanzarme sobre él y comérmelo a besos.
—¿Qué te impulsó para diseñar ropa interior?
—De pequeña diseñaba ropa para mis muñecas. Era como
un hobby. Jamás pensé que podría hacerlo. Con el tiempo
empecé a interesarme más por la profesión y me apunté a
clases de costura, diseño y demás. He diseñado de todo, pero
en este campo es donde más he destacado —declaro orgullosa
por el puesto que he adquirido.
—Más que destacar, has deslumbrado —comenta,
impresionado.
Aprieto su mano, devolviéndole un callado aprecio.
—Bueno, hago lo que puedo. Nunca pensé que llegaría a
ser lo que soy hoy, pero siempre he tenido la ilusión de que
llegara donde llegara, mi vida era diseñar. Mientras lo hiciera,
fuera donde fuera, sería feliz.
—Lo has conseguido muy joven, nena. Veintisiete años no
son nada. Te queda mucha carrera por delante.
Le miro y frunzo el ceño.
—¿También sabes mi edad? —acuso y niego con la cabeza.
Sin embargo, al mirarle, me dedica un guiño de ojo y una
sonrisa traviesa. El corazón se me encoge.
No puedo estar enfadada con él.
Se detiene en un semáforo y me escruta con una sonrisa
misteriosa.
Tira de mi mano y se la lleva a los labios.
—Bien, pues ya que sabes todo lo que hay que saber sobre
mí, háblame de ti —le pido.
Sonríe con malicia.
Vuelve a tirar de mi mano hacia sí, me rodea el cuello y me
da un beso en los labios.
—Lo que más me interesa de ti lo descubrí anoche. Ningún
informe me dijo que eres muy divertida, inteligente y
encantadora, que me vuelven loco los quejidos que emites
cuando te tengo al borde del orgasmo y que tienes dos sexis
hoyuelos en la parte baja de la espalda que me encantan.
—Vuelve a besarme antes de poner en marcha el coche cuando
el semáforo se pone en verde.
—Y ahora dime, ¿qué quieres saber sobre mí? Aunque no
hay mucho que saber.
Sonrío y vuelvo a apretar su mano cuando él sostiene la
mía contra mi muslo.
—Desde luego que sí. Eres guapo, sexi, triunfador y un
portento en la cama. ¿Cómo es que no tienes novia?
—No sé, las novias no me van mucho —declara muy serio.
Sonrío.
—Me sorprenderías si me hubieses dicho lo contrario
—añado burlona.
Me sonríe rápidamente antes de poner otra vez la vista en
la carretera.
—No descarto la idea. Cuando llegue la mujer indicada
—murmura y me escudriña con rapidez. Me saca otra sonrisa.
—¿Qué te gusta hacer en tu tiempo libre? —cambio de
tema.
Relaja la espalda contra el asiento.
—Bueno, tengo poco tiempo libre, pero me gustan los
deportes de riesgo —Me echa otra mirada rápida—.
Snowboard, surf, escalada... Esas cosas que no os gustan a las
mujeres —bromea y me da un suave apretón en la mano.
Le miro con una condescendiente sonrisa.
—¿En qué trabajas ahora?
Me relajo contra el asiento y acaricio su mano. Entrelaza
nuestros dedos.
—Acabo de adquirir un viñedo en Napa. Deberías verlo,
es una maravilla. ¿Te gusta el vino?
Asiento.
—Tenemos una buena relación: él escucha en
silencio mis quejas y luego intenta hacerlas más llevaderas.
—Se ríe y parece tan joven cuando lo hace—. ¿Cuántos años
tienes?
—Unos cuantos más que tú —contesta, evasivo.
Aparca sin ninguna dificultad el Audi en una plaza de
aparcamiento al lado del embarcadero que hay a tres
manzanas de mi piso.
—Vale. —Levanto las manos, rendida—. Entiendo que
alguien de tu edad no quiera decirla, pero oye, estás muy bien,
no tienes que acomplejarte.
Me mira, horrorizado, y me escapo del coche, presa de la
risa cuando hace amago de cogerme.
Sale con elegancia. Me clava su mirada mientras cierra la
puerta y viene hacia mí con una malvada sonrisa.
—No me mires así. La única explicación para que seas tan
rico es que seas un madurito bien conservado —deduzco
burlona andando hacia atrás—. ¿Eso es una cana? —Chillo
cuando se abalanza sobre mí, me rodea la cintura y me alza.
—¿Madurito bien conservado? —cuestiona, incrédulo. Le
echo los brazos al cuello y le beso los labios. Me deja en el
suelo, pero ninguno suelta al otro—. Bueno, me quedan un par
de años buenos antes de entrar en la decadencia de la vejez, de
manera que, dado que anoche no te oí quejarte, sugiero que los
aprovechemos —propone en voz baja y sugerente.
Acuna mi mejilla y me besa con suavidad los labios.
—De acuerdo. —Le aprieto más contra mí, profundizo el
beso y doy por cerrado el trato.
¿Dos años con él? ¿Dónde firmo?
Nos separamos un poco y sonreímos como dos tontos
llenos de entusiasmo desenfrenado, deseo irrefrenable y
desbordados de pasión.
Podría casarme con él ahora mismo.
Sí, como lo oyes.
—Vamos a desayunar. Los octogenarios necesitamos la
comida más importante del día.
Sonrío.
Dejo que me agarre la mano y las entrelazamos. Andamos
hasta el local de madera con vistas al mar.
—¿Prefieres fuera o dentro? —indaga.
—Dentro. Fuera hace un poco de frío aún, ¿no? No me
gustaría que te resfriaras. A tu edad son más propensos los
resfriados.
Se ríe apretándome del hombro contra él.
—Bruja —suelta con malicia.
Entramos en la cafetería donde el olor a café y bollos me
abren el apetito.
—Señor Hazard, que placer que vuelva a visitarnos...
La voz sugerente de una mujer aparece por su izquierda
con una sensual sonrisa y un taconeo provocador evocado por
el contoneo de sus caderas. Es una rubia muy guapa, alta y con
curvas. Talla cuarenta de cintura y una operada noventa de
pecho.
Oliver se tensa y a ella le cambia la cara cuando me ve
envuelta por su brazo que me aferra aun más a él.
—Ahm... disculpe, señor. Buenos días, señorita —dice
amable pese a que está tensa, así como él—. ¿Quiere su mesa
de siempre? —pregunta con profesionalidad y vuelve a mirarle
con ojos de dócil corderita.
—Sí —espeta con frialdad, haciéndola dar un
imperceptible paso atrás y asiente veloz.
—Pasen por aquí, por favor. —Empieza a andar. Vuelve a
hacer sonar sus pasos y mueve el culo embutido a presión en
una falda de tubo verde menta y una camisa blanca como
uniforme de la lujosa cafetería.
Oliver me retiene en el sitio y deja que la camarera ande
sola. Se luce para nadie porque, cuando me giro, Oliver me
observa.
—Podemos ir a otro lugar si quieres —ofrece casi
avergonzado.
Sonrío.
—¿Por qué? Me encanta esta cafetería —respondo con
serenidad. Le hago ver que lo que haya tendido con esa mujer
me da igual. Le rodeo la cintura y tiro de él—. Anda, vamos,
donjuán —jugueteo.
Suspira al cielo.
—¿Ya me he ganado el título? Solo te has encontrado con
una —apunta ofendido.
Le sonrío con dulzura.
—Solo una y no ha pasado ni media hora —señalo
mordaz.
Gruñe y maldice para sí. Entretanto, andamos por el local
de mesas blancas y centros florales del mismo color, suelo
marrón oscuro y paredes verdes con decoración dorada. La
señorita cordera nos señala amable la mesa junto a la ventana
con unas increíbles vistas al río Hudson. Se va con celeridad.
Oliver sigue a mi lado rumiando nada bueno.
—Oye, vejestorio, deja tu soliloquio, que ya hemos llegado
a tu mesa de siempre. —Me mira boquiabierto, pero de pronto
me roba un beso, haciéndome reír.
—No seas cruel. Te he ofrecido irnos a otro lugar. —Retira
mi silla con una mano.
—Sí, y sigue sin importarme estar aquí, mas eso no quita
que no pueda burlarme —rebato con una sonrisa malvada.
—Ya sabes que tengo una edad. La vida me ha dado para
mucho. —Toma asiento en su silla con una mueca mordaz.
Estira la mano por encima de la mesa, pidiendo la mía, y
las entrelaza.
—En serio, ¿cuántos años tienes? —curioseo.
Baja la vista a su carta un segundo.
—Prométeme que no saldrás huyendo —dice de pronto
muy serio.
Se me encoge el estómago.
¿Cuántos tiene? Parece muy joven.
—Tengo cincuenta años, bueno, cincuenta y uno dentro de
un mes.
No quiero, pero abro la boca, desencajada. Intento cerrarla
para no parecer maleducada. No obstante, parece ser que no
puedo hacerlo. Cuando lo hago, la vuelvo a abrir.
—Cin... ¿cincuenta? —susurro perpleja.
¡Tiene la edad de mi madre!
Le miro y remiro; parece tan joven.
Con razón tanto cortejo y el “quería despertarme contigo”.
Esas cosas no las hace alguien joven.
Ay, Dios, pero es tan guapo.
—Espero que la edad no sea un problema para ti —dice
dudoso. Le observo aún en shock. Se lleva la mano a los
dientes y se empuja—. Perdona, nena. Tengo un nuevo gel de
fijación y no es muy fiable.
Y me mata.
Me llevo las manos a la cara e intento ocultar mi
vergüenza. Niego con la cabeza. La levanto de golpe cuando
escucho su risa. Se ríe de mí.
Se ríe a carcajadas el muy cabrón.
—Te lo has creído todo, Hal —suelta sin poder parar de
reír—. Tenías que haberte visto la cara.
—Eres un... —Sin poder contenerme, rompo a reír y me
cubro la cara con la mano, así evito que el estómago se me
salga por la boca con cada carcajada.
—Cuanta crueldad innecesaria, Oliver. Ese karma tardarás
en quemarlo —espeto.
Me guiña un ojo.
—Ahora estamos en paz. —Frunzo el ceño—. Por las
burlas sobre donjuán y la mesa de siempre —aclara.
Me carcajeo un poco.
—Vale, vale, señor rencoroso. Pero ahora estoy intrigada,
así que ¿cuántos años tienes?
El camarero viene y él me sonríe con burla.
—Salvado por la campana —canturrea victorioso.
Entrecierro los ojos y lo fulmino con la mirada.
—Buenos días, señor Hazard, me alegro de volver verle —dice amable.
Miro a Oliver y al chico sucesivamente. Finjo estar
escandalizada.
Oliver abre los ojos como platos y niega con la cabeza. Me
suelto con discreción de su mano y él la convierte en un puño
sobre la mesa.
—Sí, ahm... buenos días, Paul. —Me llevo la mano a la
frente—. ¿Qué quieres desayunar, Hal?
Me enfoco en la carta y evito mirarlos. —Un café con leche desnatada, un zumo de naranja
natural y un cruasán mixto.
Le paso la carta al chaval cuando termina de escribir en su
tablet y mira a Oliver, quien me contempla lleno de angustia.
—Lo mismo —coincide y le pasa la carta para que se vaya
lo más pronto posible—. ¿Cómo has podido pensar que me he
follado a Paul? —gruñe incrédulo en voz baja.
Niego, mirándole.
—Bueno, también habrá sido al revés, ¿no? El hombre
también tendrá que meterla —argumento.
Oliver abre y cierra la boca, perplejo.
—No soy gay, Haley.
—No es nada malo, Oliver, pero a mí estos rollos no me
van. Bastante tengo con preocuparme por las mujeres, como
también añadirle al sexo contrario.
Abre los ojos como platos.
—Que no me gustan los hombres, ni a Paul tampoco
—justifica vehemente.
—Vale, lo queréis llevar en secreto. A mí me parece bien,
quedamos tan amigos y...
—Haley, estás equivocada. No he tenido nada con él, por
Dios.
Chasqueo la lengua.
—Paul es nombre de gay, igual que Oliver. Debí suponerlo
—lloriqueo y me lamento al cielo.
—Pero ¿qué…? ¡Que no! Estás equivocada. Solo ha sido
un amable saludo. A mí me gustan las mujeres, me gustan los
coños, ¿vale? —Alza la voz y deja a todo el restaurante en
completo silencio, salvo por el espurreo de una mujer que
escupe su bebida, perpleja.
Le contemplo con la boca abierta. Mira hacia el lado,
avergonzado.
Para su suerte, la gente vuelve a sus conversaciones y la sala
se vuelve a llenar de ruido.
Me cubro los ojos y me echo a reír bajito. Oliver me
fulmina con la mirada.
—Lo has hecho adrede —espeta incrédulo.
Niego con la cabeza sin poder parar de reír.
—No sabía que gritarías que te gustan los coños tan alto
—me defiendo y rompo a carcajadas. Me sigue tapándose la
cara con las manos.
Cuando paramos de reír, volvemos a cogernos de la mano.
—Bueno, nena, añadiré a la lista de tus virtudes el sentido
del humor.
Me río.
—¿Y mi buen gusto por la ropa interior? —insinúo
coqueta.
Gruñe bajito.
—Está en cabeza. Además, tengo la prueba palpable de ello
—agrega con picardía s****l.
Sonrío ruborizada.
—No me digas que eres uno de esos viejos verdes que
coleccionan ropa interior como prueba de que se han tirado a
una jovencita —hablo con mi voz más inocente.
Sonríe encantado.
Paul viene y deja con ceremonia nuestros platos y bebidas.
El delicioso olor de la comida me hace la boca agua.
Cuando Paul se retira, miro a Oliver.
—También voy a quedarme con la de hoy —me advierte.
Se inclina para llevarse mi mano a sus labios cálidos y suaves.
Niego.
—Este es muy caro. No pienso permitir que lo guardes en
un cajón —refunfuño con impetuosidad.
Sonríe.
—No será en un cajón —asegura y baja la mirada para
coger sus cubiertos, dando por terminada la conversación.
Ladeo la cabeza y escruto las impresionantes vistas del
agua.
Desayunamos relajados y hablamos amenos sobre los
lugares que hemos viajado. Sin embargo, el tiempo pasa
demasiado rápido y cuando quiero darme cuenta, Oliver me
deja en la puerta del edificio donde está mi estudio.
—Te recojo luego para ir a cenar. ¿Te apetece ir a algún
sitio en especial? ¿Le’cocó o Margalorian? —Se gira hacia mí y
yo hago lo mismo.
—Algo sencillo, en donde podamos estar tranquilos. No
me apetece nada ostentoso —declaro.
Me dedica una suave sonrisa.
—Nena, ¿estás intentando ser la chica perfecta? —Me
acaricia el pelo y la mejilla.
—No lo sé, ¿funciona? —susurro.
Se inclina, me besa los labios y me rodea el cuello con su
mano. Acuno su mejilla suave con la mía y nuestro beso toma
profundidad, fuerza y pasión, hasta convertirse en pura
necesidad.
Y sí, funciona.