Sídney y Kodi [Capítulo 3]

2100 Words
―¿Estoy perdonado? ―inquirió Kodi sobre los labios de Denisse. Ella se movió en los fuertes brazos de Kodi y elevó la delgada sábana que separaba sus cuerpos, juntándose un poco más al tibio cuerpo de su eterno amante. ―¿Qué crees? ―preguntó con una sonrisa en sus hinchados labios. ―Me parece que sí. Kodi sonrió, al tiempo que dejaba un cálido beso en la comisura de sus labios. Denisse era la persona que lo llamó un par de horas atrás, después de ilusionar a una tonta mesera sobre tener una cena con ella. El bizarro motivo por el que Denisse lo llamó, fue para aclarar lo sucedido en la fiesta de su amiga algunas semanas atrás. Con anterioridad, Denisse confrontó a su amiga y esta le contó lo que realidad sucedió el día de su cumpleaños, cuando el alcohol nubló sus sentidos y perdió la razón en los seductores labios de Kodi, desperdiciando su amistad de años. ―Cintia es una zorra. Se abalanzó sobre ti cuando estabas ebrio. Kodi tomó una gran bocanada de aire y atrajo a Denisse más cerca, acariciando su mejilla con la punta de sus dedos. Ella le regresó la vida que creyó perdida, cuando por medio de un mensaje de texto habían roto sus votos de niños, cuando bajo la sombra de un árbol, uniendo sus meñiques, juraron amarse por el resto de su vida. ―Lo sé, cariño. Solo quería que me dieras la oportunidad de explicarlo todo. ―Fui una celosa psicópata, Kodi. No debí dejarte por algo como eso. Kodi la interrumpió: ―¿Realmente pensabas déjame por algo como eso? Creí que era un tiempo. ―Eso creí, al principio, pero al final entendí que no puedo vivir sin ti. ―Ni yo sin ti. Pero... tendrás que compensarme ―murmuró él, sonriéndole. ―¿No lo hice ya? ―preguntó ella con desbordante sensualidad en su voz. ―Eso fue el aperitivo. Sonrieron al mismo tiempo que la cadena imaginaria de besos desenfrenados prolongaron la noche, hasta que la luz del alba rayó sobre la traslúcida espalda de Sídney. La chica de ojos azules separó sus párpados y revisó el reloj de cabecera. Era sábado y podía levantarse tarde dos días a la semana, pero la monótona rutina la separaba de la cama antes de las siete de la mañana, odiándose por tener el despertador incrustado en la cabeza. Estiró sus brazos y fue hasta la cómoda, destapando los frascos de medicina e ingiriendo las pastillas para los espasmos, temblores y memoria. Esas medicinas eran lo único que la mantenía alerta ante el devorador mundo, no flaqueando ante el cansancio que amoratada sus brazos o los pasos que quemaban sus pies. ―Sídney, ¿cuándo es tu cita con el doctor? ―preguntó su abuela, al bajar a desayunar los famosos huevos revueltos; el delirio de los sabadeños que visitaban la cafetería solo una vez a la semana. La mayoría por trabajo o distancia. ―El lunes ―respondió Sídney. El olor a tocino embargaba la cocina, expandiéndose por los confines del lugar. La abuela preparaba toda la comida escrita en el menú, todos los días, y con ello se mantenía hasta que su corazón desfalleciera o sus piernas flaquearan por el cansancio de la edad. Era alguien fuerte, vigorosa y con una sazón envidiable por cualquier mujer de menos edad. ―¿Irás sola? ―inquirió, revolviendo la cacerola con una espátula de madera. ―Sí, abuela. ―¿Por qué no le dices a tu padre que te acompañe? ―Porque es ejecutivo de una cadena hotelera, abuela. Pasa la mitad de su vida en la oficina y esta de viaje a Australia. No tiene tiempo para su hija enferma ―le aseguró a su abuela, cuando la verdad era otra: su padre no sabía de la enfermedad. Al morir su madre, el padre de Sídney comenzó a llevarla al médico para examinarla y asegurarse que ella no padecía la misma enfermedad que le había arrebatado a su lozana esposa. Un año atrás, cuando comenzaron los temblores, los olvidos y los arranques de histeria, la abuela, preocupada por su estado mental, la llevó de nuevo al doctor. Tras realizarle muchos exámenes, le diagnosticaron Huntington: la misma enfermedad que padecía su madre al morir. Sídney quiso contarle a su padre el padecimiento que la debilitaba día tras día, pero el fuerte trabajo y los viajes de negocio, se verían truncados al tener que cuidar a su moribunda hija. No sería justo para él. Muy en lo profundo, Sídney tenía algo muy claro: si le contaba a su padre, este moriría... por segunda vez en su vida. ―Si quieres le digo yo ―espetó su abuela, antes de dejarle un plato lleno de tocino, huevos y rodajas de pan tostado en la encimera de la cocina. ―¡No! ―exclamó Sídney, más alto de lo imaginado. ―¿Por qué? ―Esta muy ocupado. Además, puedo ir sola, como todas las demás veces. No sería la primera vez que voy sola al doctor y hasta ahora no me ha sucedido nada malo. Regreso intacta a casa. No quiero que se preocupe por mí. Estoy bien. La abuela se acercó al taburete donde se encontraba Sídney, besando su mejilla con suavidad y sintiendo la delicadeza de la piel de la abuela en su pómulo, junto al grato olor a flores en sus fosas nasales. Sídney se levantó y la atrajo a sus brazos, atesorando a la persona que la cuidó desde que su madre murió. En brazos de ella, entendió algo que creyó no cruzaría por su mente: lo que más extrañaría del mundo sería a su abuela. Sobre todo la calidez de sus abrazos, lo amoroso de sus besos y la delicia de su presencia. ―Voy acompañarte esta vez. No abriremos ese día y te llevaré al doctor. Sídney sujetó sus arrugadas mejillas y susurró: ―Estoy bien. Es solo rutina. ―Espero que sepas, que si algo te llegara a pasar, yo me muero, Sídney. Controló sus emociones y lanzó las lágrimas a un rincón de su mente, recordando que serían dos tumbas el mismo día. El almanaque de su amorosa abuela estaba llegando a su fin, despendiendo las últimas hojas. ―No vas a perderme, abuela ―le mintió con todas las fuerzas de su alma. Ese fue el abrazo más largo que Sídney recibió en toda su vida, y también uno de los más dolorosos, comparándolo con el recibido la tarde que su madre falleció, aquel triste mes de enero, cinco años atrás. Las meseras y ayudantes de cocina llegaron cuando estaban desayunando, aprovechando de platicar sobre sus monótonas vidas y lo aburridas que se volvían cuando no tenían nada que hacer. Minutos después de terminar de desayunar, Sídney ayudó a la abuela abrir la cafetería, para que los clientes habituales de los sábados en la mañana disfrutaran sus deliciosos desayunos. Al terminar, se colocó el delantal y la faena comenzó. Sídney entendía la gravedad de su estado, pero no podía darse el lujo de quedarse en cama o postrarse a una silla. Eso solo aceleraría su inminente muerte. A veces, en las frías noches, pensaba en qué pasaría cuando llamaran a su padre y le contaran la gravedad de su enfermedad... Cuando se enterará que su única hija moriría de la misma enfermedad que asesinó a su amada esposa. El dolor que sentiría lo derribaría al suelo y terminaría de quitarle las fuerzas necesarias para vivir. Sídney no sabía por qué los médicos no vieron la enfermedad en su sistema cuando le hicieron todos los análisis cuatro años atrás, cuando claramente, uno de los doctores, le había dicho a su padre que era una enfermedad hereditaria, que los padres les pasaban a sus hijos antes de su nacimiento. Eso significaba, que el día de la muerte de Sídney estaba escrito desde el instante que nació. _____________________ Kodi se encontraba impaciente al otro lado de la acera cuando Sídney cambió el cartel de cerrado por abierto, en la puerta de la cafetería. Observó cómo los clientes entraban a una velocidad vertiginosa, como los niños correteaban y pegaban los rostros en el empañado cristal del ventanal. Y como la chica que había invitado a cenar no volteaba a verlo ni por error de sincronía. Kodi respiró una última vez antes de verificar el tráfico y cruzar a paso constante, haciendo sonar la campanilla de la entrada y tomando asiento en el lugar más alejado de la cafetería; el usual desde que visitaba el lugar. No soportaría observar como la joven lo vería después de quedar para cenar y abandonarla como si no valiera nada, renunciando a su palabra de no lastimar a ninguna otra mujer el resto de su triste vida. Una joven, ajena a la habitual, se acercó hasta su mesa, con la disposición de darle la bienvenida al lugar y tomar su orden. Kodi no quería que lo atendiera nadie más. ―Bienvenido. ¿Qué deseas? ―Ah... ―contestó él―. ¿Podrías decirle a la otra chica que me atienda? Kodi observó como el rostro de la joven se contorsionaba mientras señalaba a Sídney, al otro lado de la cafetería, con el lapicero en sus manos. Una extraña sonrisa se dibujó en su rostro y sin esperas contestó después de escuchar lo que Kodi deseaba. ―Claro ―concluyó. Kodi divisó a la joven acercarse a Sídney, tocar su hombro y señalarlo tenuemente. Sídney se encontraba atendiendo a unos ancianos algunas mesas más adelante, pero al señalarle dónde estaba y susurrarle que alguien quería hablar con ella, la mirada de dos adolescentes no se hizo esperar, atrapando la dura expresión en el rostro de ella cuando apresó los ojos de Kodi, mirándolo fugaz antes de girar y terminar de atender a los ancianos, dispuesta a ignorarlo, o al menos, eso pensó Kodi. _____________________ Sídney estaba atónita cuando Caroline le aseguró que un joven muy apuesto preguntaba por ella al final de la sección. Los ojos de Caroline brillaban, pensando que al fin Sídney le daría una oportunidad al amor y lograría salir de ese lugar, desconociendo la enfermedad que tanto intentaba ocultar. Haciendo caso omiso a lo que Kodi provocada en ella, terminó de atender a los más fieles clientes que tuvo la cafetería durante años: la pareja Roarch. Iban todos los fines de semana, mucho antes que Sídney comenzara a trabajar en ese lugar. Siempre comían lo mismo: panques de mora con café n***o. ―Les traeré su comida en algunos minutos ―añadió Sídney con una gran sonrisa, pero al girar, su sonrisa desaparición e impuso una fría y dura mirada sobre él. Aunque quiso no sentirlo, miles de mariposas ficticias revolotearon en su plano estómago, provocándole nauseas al pensar como una mirada la volvía indefensa. Sujetó con fuerza el bolígrafo y se encaminó a la mesa, donde se encontraba la persona que provocó su desmedida furia algunas noches atrás. Sus manos temblaban, no lo negaría, pero no era exactamente por él. Se detuvo en su mesa; ambos mirándose por intervalos de segundos en los que ninguno habló. Al final, Sídney ignoró todo lo expuesto y extrajo la libreta del bolsillo, al tiempo que preguntó: ―¿Ordenarás? _____________________ Kodi tragó gruesa saliva y leyó por millonésima vez el menú, buscando la forma correcta de disculparse por ser un completo patán con la chica que no lo merecía. Ella fue muy buena, agradable y especial, cuando él fue un completo patán. ―Sí ―espetó, bajando la mirada y elevándola casi de inmediato―. Quisiera los famosísimos panques, un batido de vainilla... y una gran vaso de perdóname. Sídney anotaba cada especificación y ante la última petición, despegó la atención y fusionaron miradas; una de ellas arrepentida y la otra desilusionada. Aún no podía creer la osadía de ese joven. Dejarla como lo hizo jamás sería compensado con una minúscula disculpa como esa. Exhaló un bufido y negó con la cabeza, mirándolo de arriba abajo, antes de contestar a la extraña oración del joven desconocido. ―¿Quieres los panques bañados en miel? ―preguntó ella frívolamente. Él se encontraba conmocionado por la respuesta tan fría de su parte, considerándola alguien alegre y vivaz. Pero la actitud de él la convirtió en una nevada de diciembre; algo increíblemente bello pero demasiado frío. ―Sí ―sopló, descubriendo que tener su perdón tomaría mucho más tiempo. Kodi no sabía que actitud evocar con ella, considerando que las rendijas por donde entró la primera vez estaban selladas con concreto armado, una capa de titanio y una piscina de ácido. Cuando Sídney terminó de anotar todo, respiró profundo y, por esa milésima de instante, Kodi pensó que le hablaría, pero en cambio, ella dio media vuelta y desapareció más rápido de cómo llegó, perdiéndose en el aroma del café n***o.
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