En Territorio Enemigo

1847 Words
El intercambio fue tan bien como podía hacerlo una estratagema planeada por mis obtusos superiores, y así finalmente y por fortuna pude poner pie en territorio francés sin ser cazado como un conejo, del modo en que era constantemente asechado por la muerte no hace mucho tiempo atrás en las trincheras, los hombres franceses que me recibieron y por surte no reconocieron, eran un par de mimados de pura casta y parecía más preocuparles el estado en que quedaría mi rostro después de la leve golpiza que el fin de la guerra o lo que tenía yo que decir sobre ella, a medida que transitábamos el territorio, ese que en otra época hubiera yo visto con los ojos del enemigo, no pude dejar de notar que aun errados como estaban en sus convicciones políticas, realmente no eran distintos a nuestros campesinos, distintos a mis mismo, sin embargo al parecer si bastante más desgraciados, toda la zona al oriente del rio Mosa se encontraba en tal estado de devastación que por un ligerísimo instante llegue a pensar que tal vez no había justicia en lo que hacíamos, en la guerra y en la muerte. Madres se apostaban junto con sus hijos en los caminos rurales para pedir a los soldados o transeúntes de cualquier tipo alguna  ayuda, humilladas hasta la saciedad, ensuciando sus vestidos y algunas de ellas inclusive dispuestas a vender su propio cuerpo para conseguir algo que poner en la boca de sus pequeños, todas las aldeas de las que supongo provenían la mayoría de esas madres desamparadas no eran nada más que un montón de escombros distanciados por un espacio llano que en otro tiempo fueron las calles que transitaban en la vida cotidiana que les había quedado reducida a cenizas por el azote de un cañón que ni siquiera lograban distinguir en la distancia. Seguro allí, bajo las paredes y los trozos de techo, podría encontrarse el cuerpo de un pobre desprevenido al que la matanza agarro echando la siesta o descargando la vejiga, tal vez incluso se encontrara entre las casas desbaratadas algún pobre anciano que pese a su voluntad de huir no pudo hacerlo, en fin, un sinfín de desgracias cuyo inventario resulta imposible pero que en cualquier caso ejemplifica muy bien la magnitud de la catástrofe. Mientras caminaba con esos dos hombres que serían mi compañía hasta llegar a parís para reportarme allí con el estado mayor de mi falsa patria, note en ellos la misma frialdad elitista que suele acompañar también a nuestros oficiales que pelean la guerra sobre el papel, haciendo planes inverosímiles y moviendo hombres imaginarios sobre su tablero de ajedrez, haciendo una guerra que ya no conocen y causando la muerte a miles de hombres por su ignorancia, seguro serian estos de aquellos que teniendo una nueva tropa a su cargo preferirían enviarla a la carga con la bayoneta calada antes que usar el fusil, de esos que aprendieron de una guerra que ya no existe y terminan por llevar a miles de hombres al fuego de las ametralladores o a la aniquilación lejana del cañón. Eran entonces un odio doble el que me producían, el de su patria de nacimiento, y el de su blandón y estúpido carácter, en los tantos transportes que hubo que abordar para arribar a parís estuve casi todo el rato mirando los costados, prefiriendo el olor a tierra y los ojos hambrientos de comida y misericordia de las viudas en lugar de entregarme a la charla ridícula que aquellos dos ofrecían. Llego el momento en que se cansaron de mis desavenencias y entonces tuve por fin que dejar de responder de mala manera las nimiedades que preguntaban con ánimo de niños prescolares, llegar a parís en caballo recibir indicaciones de como movilizarme hasta la plana mayor y finalmente ser dejado en una espaciosa habitación de hotel, si cargo alguno fue la obtención de algo que había deseado sin saberlo desde el instante mismo en que inicio mi travesía por ese mundo roto y triste que era la Francia de esa época. Ciertamente parís no se comparaba a las pálidas aldeas que la rodeaban, henchida de edificios inmensos y de calles de renombre, en cada esquina se podía observar uno de aquellos vicios sobre los que los parisinos se encuentran tan orgullosos, cafés y teatros en todas partes, ciertamente una época del florecimiento intelectual que tal vez tuviera mucho que ver con el ablandamiento de sus hombres que parecían resistir mucho pero que los nuestros los embates de la guerra. Ese primer día, sin embargo y pese a la curiosidad infinita que me producía la exploración de esa ciudad tan variopinta no tuve fuerzas para levantarme del catre, con lo que caí en un profundo sueño del cual desperté sudando a media noche, con el miedo que hasta antes no me había planteado, en la trinchera, la muerte avisaba, era conducida por los tiros o por lo menos el grito de carga del enemigo, pero ahora podía encontrar mi fin sin oportunidad de defensa, esa certeza habría de cambiarme las noches para siempre y desde aquel día no volví a dormir bien en territorio enemigo, siempre con una ligera paranoia que decía asolapada, “seguro se han dado cuenta, en cualquier momento caerá la puerta y hallaras la muerte o peor, la tortura”. Con tan mala noche y tras darme cuenta de que en realidad me había metido en un lio inmundo  del cual quería salir en cuento fuera posible me aplique completamente a la tarea de espía, por ello partí bien temprano en la mañana hacia la plana mayor de los ejércitos franceses, allí fui recibido por ni más ni menos que el mismísimo Poncaire quien fue ministro justo antes del comienzo del derramamiento de sangre, el hombre con un tono de voz similar al que emplean los burócratas con los tramites más menudos me indico que debía esperar a ser reasignado un par de semanas y a ser revisado en mi aptitud y antecedentes por lo menos otro par, con lo que hasta que se conducían las cuestiones rutinarias de averiguar si no era yo un traidor, cosa que realmente era, tendría yo que vagar por la ciudad con algunos francos que tendrían a bien adelantarme de mi sueldo como oficial, me fue entregada allí una primera paga y con la previsión de que no sería necesario gastarla en el hotel l que se encontraba a nuestro servicio y por ello era gratuito fui lanzado a la calle como un perro. Frente a las grandísimas casas del centro de parís tuve mucho tiempo para vagar por las calles famosas e incluso gaste mis primeros francos en una cafetería en la cual pude de comer por fin el famosísimo Baguete que tanta importancia tenia para estos amantes de la refinaciones, en mi ir y venir por esas callecitas perdí el rumbo y ya no supe como volver al lugar que se me había asignado como descanso, entonces, cuando me disponía a preguntar a algún discreto transeúnte sobre el camino a seguir, fui sorprendido por un grupo de personas vestidas de n***o fúnebre que caminaban todas muy apresuradas hacia algún sitio algunas calles más abajo, aun ataviado con mi uniforme y creyendo que sería esa una buena oportunidad de entrar en contacto tal vez con alguna familia de buen rango militar ablandada y  afligida por la muerte, me encamine sutilmente tras los desdichados, tras no mucho camino me dirigieron sin quererlo ellos a la que sería el lugar de muchas de mis futuras gracias y desgracias, el sitio en el que habría yo de probar el amor y el odio, una guerra muchísimo más estudiada que la que se vive en la frontera pero no menos mortífera. Al penetrar en esa casa de inmensas proporciones estuve tentado a abandonar la ridícula empresa de empezar tan pronto con mis actuaciones, pero se veían tan inocentes todos esos franceses menuditos y tristongos que de un instante a otro sentí que sería ese el mejor lugar para pasar la tarde, cuando algunos de los presentes empezaron a preguntar sobre cuál era mi filiación con el finado, mi respuesta, que apelaba a los aires romanticones que todo francés lleva en el pecho dejo a muchos halagadisimos, entre ellos a la señora de la casa, una tal Moreau que no tardo en acercárseme para intentar tener una charla de esas llenas de melancolía que tanto gusta a los ancianos, me creía a salvo de toda sospecha y llegue incluso a felicitarme por lo bien que se me daba todo este tema de las máscaras y las ilusiones, pero entonces una mujer negra, en un vestido casi del mismo color a su piel empezó a observarme con odio poco disimulado, tal vez sintiendo que mi aparición robaba al difunto su último momento de gloria, no quise darle el placer de la marcha con lo que profundice la conversación con la dueña de casa, explico que su hijo había sido parte de la caballería, asignado al norte de la frontera callo en las cercanías del Flandes belga por cuenta de una granada fortuita, sus otros dos hijos seguían allí en el campo de batalla, -a la deriva de su suerte- decía la pequeña ancianita siempre al borde de las lágrimas pero siempre también con la fortaleza para contenerse, su relato interminable la llevo a contarme incluso sobre otras muertes que nada tenían que ver con esta,  hablo de su marido, muerto no hace tantos años e incluso confirmo con su charla inconexa las sospechas que ya tenía yo de antes sobre esa única mujer que no paraba de acosarme con la mirada, en efecto, la alta morena de la esquina había sido en algún momento su criada pero era hoy en día según sus propias palabras algo similar a su hija, la llamo para presentarla -Camillie- dijo sonoramente, acudió entonces con sumisión de esclavo, solo hasta entonces pude observarla bien, muy para mi sorpresa y gusto tal vez de Jonas que ya me había advertido de esto, era una preciosura de dama, totalmente alejada a los rasgos groseros que había yo advertido en otros de su color estaba ella dotada de un aire elegante y adusto, como de reina antigua, si me hubieran dicho que su figura fue calcada de alguna antigua faraona egipcia no habría yo dudado un solo instante, por desgracia toda esa inspiradora hermosura quedaba opacada por la intensa mirada de desprecio con la que me penetraba el alma. No obstante la ancianita no pudo notarlo, ensimismada como estaba en sus melancolías, por lo que creyendo que sería oportuno para todos decidió invitarme al día siguiente, estuve a punto de negarme, pero fue tal la mueca de desprecio que se pintó en la cara de la bella morena que no pude evitar la tentación de aceptar, el solo hecho de molestarla era suficiente recompensa, además nada faltaba para que encontrara tal vez en esa casa mi primera fuente de información y empezara así a cumplir los servicios que se me demandaban en la verda   
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