De entre todas las mujeres presentes era yo la única de orígenes africanos, todas las demás tan blancas como la nieve me miraban con cierto recelo, que no fui capaz de dejar de notar por mucho que me repitiera que no era momento de los convencionalismos sociales sino del servicio a la patria. Después del ayuntamiento, durante las primeras semanas de noviembre fuimos instruidas muy mala mente sobre las mejores maneras de detener una hemorragia, vendar una herida o componer un hueso roto, las enfermeras experimentadas y profesionales se reservaron las aterradoras tareas de la amputación y el tratamiento de los desfigurados, esos poquísimos días de instrucción ya casi no puedo recordarlos, pues sobre ellos se posaron tantísimas imágenes desagradables y dramas efímeros que me resulta simplemente imposible rememorar ese apacible remanso de mujeres, en el que todas las presentes creíamos que la tarea nos permitiría conservar el uniforme blanco y las manos decentes. Nada más alejado de la realidad.
Ya bien entrado el mes de noviembre, cuando fuimos finalmente destinadas a la retaguardia, en alguno de los cientos de campos de batalla que se abrían de norte a sur en la frontera oriental de nuestra patria, las noticias que recibíamos de los refugiados que huían de la guerra y los soldados que volvían destrozados no podía ser más descorazonadoras, al parecer el avance alemán era equiparable al del mismísimo napoleón, cosechaban victoria tras victoria y nuestros hombres se veían constantemente obligados a retroceder, la primera persona con cuya sangre me manche las manos, en un intento torpísimo por salvarle la vida provenía de una batalla librada ya en territorio francés, fue alcanzado en la pierna por una bala mientras se retiraba de la ciudad de Ypres en la frontera belga, era un hombre menudito, que apenas parecía haber alcanzado la mayoría de edad, fue traído por algunos de sus compañeros que presentaban también heridas menores.
Ese hombre moribundo, y ya completamente convencido de su propia muerte me miro con los ojos con los que un recién nacido mira los rostros de quienes le dan la bienvenida al mundo, como reconociendo apenas lo que lo rodeaba, tal vez en una alucinación que le hacía pensar que todo lo acontecido no era más que una pesadilla espantosa, me hubiera gustado poder seguirle el juego y ofrecerle las caricias de una madre, contarle una historia placentera para ver como la vida se le fugaba entre la paz y la tranquilidad, por desgracia mi falta de experiencia no lo permitió, y entre los esfuerzos que hice por rasgarle adecuadamente la ropa y hacerle un torniquete en la parte alta del muslo creo haberle causado más sufrimiento del necesario, luego, las señora Durand, enfermera en jefe, al vernos a todas ya bautizadas en esta desgarradora pero honorable labor dio el más conmovedor de los discursos, del cual solo recuerdo la parte final –cuando toda esta locura acabe, volverán con el rabo entre las patas a buscar nuestra ayuda y cariño, son como niños jugando y nuestro deber es ver que no se hagan más daño del necesario en sus afanes de grandeza-.
Cada una de nosotras debía atender al día por lo menos a 20 pacientes, tan pronto como llegaban nuestros escasos suministros médicos se acababan, la señora Durand tuve que instruirnos, no sin algo de vergüenza en el arte de desprendernos de nuestras posesiones más valiosas, nuestros vestidos, nuestras pañoletas y hasta nuestro propio dinero para poder hacernos de lo necesario. Así pues, los vestidos rasgados y hechos jirones se convertían en vendas las pañoletas utilísimas por su resistencia en torniquetes y nuestros francos en antibióticos y medicina para el dolor. Aunque al principio las más egoístas de las nuestras se rehusaron a entregarle a esta guerra sin sentido más de lo que ya entregaban con sus propias manos y tiempo, basto una semana de horribles quejidos y miradas suplicantes para que incluso a ellas se les ablandara el corazón y partieran corriendo hacia el pueblo o ciudad más cercana a surtirse de los más variados instrumentos para conjurar el sufrimiento, prontamente entre todas nosotras se formó una comunidad similar a la de las hormigas, despertábamos bien entrada la mañana, preparábamos todos los utensilios que estimábamos necesario en el día, sin que ninguna estorbara a ninguna, como parte de un mismo cuerpo fragmentando en cientos de señoritas de blanco y celeste. Por la tarde empezaban a fluir desde el lejano frente los heridos y así iba creciendo su flujo hasta que por la noche ya no encontrábamos donde acomodar a ningún moribundo más, los montículos de paja y las camas mal construidas se nos quedaban cortas ante la cantidad de hombres que llegaban. Nunca habíamos estado tan consientes de la magnitud inmensa que es la humanidad, que tiene la capacidad de dar muerte a los suyos en una proporción similar a la mortandad de un matadero que funciona día y noche y aun así quedan aún suficientes insensatos para alimentar esa maquinaria por días e incluso años.
Recibía constantemente, correspondencia de ambos frentes, de los hermanos, que por cuestiones de suerte permanecían aún todos en perfecto estado y de la señora Moreau, en algunos casos las cartas eran dirigidas a mí y en otros casos actuaba simplemente como intermediara de confianza entre la ciudad y el campo de batalla, en una de las primeras cartas que envió la señora Moreau se leía lo siguiente
“Queridísima Camille,
Se dé buena fuente que tu valor y esfuerzos son tan admirables como los que hacen mis retoños en la frontera, la señora Marion y yo no hacemos más que sumergirnos más y más en la congoja de ver que has tenido que manchar tus manos tan gráciles y finas en esa tarea de carnicero, remendando destrozos que nada tiene que ver contigo pero que no puedes obviar porque la providencia te doto del cariño y la compasión de un santo. Constantemente viene Marion, que se ha convertido en mi única compañía, a decirme que no puede creer haber entregado tanto a este país que ni siquiera es el suyo para que recibir tan angustiosa paga, una hermana perdida y una sobrina en las garras del peligro, no hayo manera de consolarla porque mi propio corazón esta tan bien lleno de pesares y sabes muy bien lo mal que se me dan las actuaciones, el único bienestar que nos queda ahora en la vida es el de saber que tus manos como una extensión de las nuestras seguirá dispensando a todos a quien lo necesiten los cuidados siempre tiernos que en otros tiempos destinaste abnegadamente a las tareas que tuve que imponerte no por otra cosa que por la necesidad de que se hicieran las cosas. Sé que esto es egoísta, pero procura dar un poco más de aquello a mis hijos, si en algún momento cualquiera de ellos es alcanzado por el infortunio que sean tus ojos lo primero que vean y el tacto de tu piel lo que les devuelva el sosiego, no permitas que ningún mal los encuentre lejos de casa.
Siempre tuya,
La señora Moreau
Esa misiva, que me inundo los ojos tan pronto como divise la primera palabra venia acompañada de otra dirigida a sus hijos, la hice llegar a través de uno de los hombres que se recuperó milagrosamente y estuvo en condiciones de volver al campo de batalla, apenas un par de días después un herido muy leve se presentó cojeando en el campamento, gritaba – hay entre ustedes alguna mujer negra, traigo para ella una misiva de los hermanos Moreau- corrí a darle alcance, tal fue mi alegría de recibir noticias de ellos y poder darle así consuelo a la señora Moreau que estuve a punto de tumbar a ese pobre hombre, eran nuevamente dos las epístolas, una de ellas para mí y la otra para su madre. Naturalmente puse a buen recaudo la que no era mía y me guardé la otra en el bolsillo para poder leerla en algún momento de paz, estaba ya a punto de empezar el desfile de los descompuestos y tenía una que estar con la cabeza enteramente puesta en la tarea de ayudar, el más mínimo dejo de distracción c desenlazaba casi siempre en alguna mancha imborrable sobre la conciencia.
Esa misma noche, después de caminar al rio para lavarme las manos y el rostro junto con algunas de las pocas compañeras de labor que me acogían pese al color de mi piel, pude abrir la carta de los hermanos al resguardo de un arbolito, que se alzaba solitario junto al lecho del riachuelo, recostada sobre su tronco leí lo siguiente.
Querida Camillie.
Escribimos la presente los tres de nosotros, conjuntamente, podrás imaginas ya la cantidad de tiempo inaudito que nos ha tomado ponernos de acuerdo en las palabras y las comas, lo único que nos ha impulsado a usar toda una tarde que debió estar destinada al sueño a la labor de confeccionar esta misiva es el amor que profesamos por ti, por el hogar y también el deseo de advertirte de que esta guerra no parece estar tomando para nada un buen cauce, en todos los frentes nuestros hombres se baten en retirada. Nosotros, que somos integrantes de la caballería no hemos podido hacer más que mirar desde las colinas como los nuestros son en todas las ocasiones desplazados por el fuego de la artillería, parece ser que la labor de los dragones y los húsares ya no es la que era en otro tiempo, apenas en unas pocas ocasiones el fuego cruzado nos ha permitido entrar en acción pero tan poca fue nuestra contribución al campo de batalla que nos avergüenza un poco la cara tan llena de elogios que recibimos de parte de mama, sabemos que es mucho pedir pero podrías responder la presente con uno de tus hermosos rizos, todos nosotros extrañamos el tacto divino de tu cabellera, es extraño, lo sabemos y a todos nos apena, pero si la muerte a de encontrarnos a lomos de nuestro corcel queremos por lo menos tener algo de verdadera estima con nosotros.
Amorosamente,
Danton, Guille y Antonie.
Como estas no recibir muchas tantas como hubiera querido, pero los hermanos me escribían cada que tenían la oportunidad, llegaron incluso a confesar que habían realizado la promesa de que aquel que sobreviviera a la masacre pediría mi mano, observe eso con una incredulidad que luego se me convirtió ternura, fue esa la última carta alegre, luego de eso, la muerte de uno de ellos, pinto toda nuestra correspondencia de fatalidad y muerte.