No puedo decir que sea un tipo extremadamente melancólico, pues aunque lo cierto es que constantemente tengo problemas para ocultar mis sentimientos es también cierto que no soy de aquellos que se encuentran inhabilitados por cuenta de una mala pasada de la vida, los embates no hacen mas que alimentar un fuego de una actividad que no se acallar y antes de querer pudrirme en una celda en ese país desconocido por algún crimen que realmente no había cometido planee mil y un veces un intento de escape. Como ya no me encontraba en la habitación del hotel, dado que el alto mando decía que debía encontrarme junto con el resto de los procesados, a disposición de una cárcel del estado, la tarea de escapar se había tornado infinitamente más compleja que antes pues no debía ya solo sortear mis dos guardias y medio país que se cernía en mi camino hacia Alemania, sino que también había de vencer los negros barrotes de la celda y todo el dispositivo de seguridad que sobre ella pesaba.
Cuando fui tomado del cuarto y trasladado a la inmensa mole de concreto que era esa prisión ya había empezado a concebir cuales debían ser mis pasos, examine el armamento que acompañaba a los guardias y también el numero de ellos, su armamento era letal, todos ellos portaban revólveres de hasta 6 tiros con los que podrían derribar con facilidad a cualquier persona dentro del penal en el que los únicos parapetos eran las celdas mismas y precisamente de ellas debía huir, el numero de guardáis era menos nutrido de lo que esperaba pero aun así suficientemente cuantioso como para mantener cubierta casi la totalidad del reciento y lo mas complejo, la celda pequeñísima y construida de ladrillos grises, cerrada por una fila de barrotes gruesísimos parecía no haber sido formulada con ningún error, su rigidez simple y austera la hacia un bastión impenetrable tanto hacia afuera como hacia adentro, cuando fui encerrado en ella agradecí para mis adentros que no fuera una de las que se encontraba mas al fondo en el pasillo y que pudiera usarla tan solo yo, sin ser acompañado por ningún otro recluso, tal vez de crímenes reales, no como los míos.
Después de mucho darle vueltas al asunto determine que el único modo de hacer lo que el corazón me demandaba, volver a la patria para socorrer a los míos, debía contar con la ayuda de por lo menos alguna persona con medianas capacidades fuera de la celda, entre mis poquísimos conocidos la mayoría de ellos eran soldados incorruptibles que no harían semejante cosa por alguien a quien poco conocen y los demás eran tan solo Camillie y la señora Moreau, ambas de ellas mujeres acostumbradas a una vida bastante distinta a las que podía esperarles si concedían mi deseo de procurarme la llave de la celda y distraer a los guardias mientras yo me escabullía por alguna de las ventanas del segundo piso que, inverosímilmente parecían no estar cerradas por barrotes a juzgar por las sombras que proyectaban las luces en el patio, con todo esto en mente resultaba imposible concebir el sueño y el juicio se acercaba cada día más, consciente de que en este mundo todo lo que pueda ir mal ira de tal modo empecé a pensar que solo podía esperarme la muerte como sentencia, la ansiedad me ocupaba cada vez más el corazón.
Lo único que lograba calmarme la furia y la impotencia eran las visitas de Camillie quien ocupaba completamente la media hora de visitas diarias que me eran permitidas, desde el día uno y sin fallar nunca, siempre muy puntual, como si esperara a las afueras del penal largo rato antes de entrar a verme. Las visitas no se encontraban supervisadas y durante el tiempo que duraban no había, por lo menos en lo aparente, oídos que nos espiaran aunque si éramos ambos sometidos a minuciosas requisas antes y después de la corta visita, nuestra conversaciones giraban casi siempre sobre los mismos temas, ella me rogaba que le concediera mis secretos, que tal vez de ese modo podría ayudarme intentaba entonces sobornarme con sus caricias, me indicaba que me acercara y con los dedos extendidos posaba suavemente sus yemas en mi mejilla deslizándolas de atrás hacia adelante para acompañar el gesto con sus hermosos ojos que me escudriñaban la vez que decía que si tanto decía amarla debía confiar en que la honestidad era el único camino para mi redención, yo a pesar de que siempre estaba al borde de ceder nunca lo hice, por que sabia que seria tanto como ponerla en una posición imposible.
Cuando finalizábamos ese ritual de súplica y negativa siempre se enojaba visiblemente y una vez incluso se le escapo -Maldita mi suerte vengo a fijarme en el mas terco de todos- tras lo cual callo y enrojeció, no quiso volver ha hablar del tema pues decía que las cuestiones del amor no tenían cabida en momentos en los que mi vida pendía de un hilo, yo constantemente volvía sobre el tema recordándole la incriminadora frase, se ponía de tan mal humor que me parecía graciosísima y mas de una vez se marcho visiblemente enfurecida tanto que llegue a pensar que no volvería, pero siempre regresaba al día siguiente con fuerzas renovadas y dispuesta a realizar nuevos esfuerzos para ayudarme aun en contra de mi voluntad, pronto las sesiones de caricias se hicieron mas frenéticas y de ocupar tan solo 5 minutos de nuestras entrevistas pasaron a 10 luego a quince y finalmente todo el tiempo que estábamos juntos se nos pasaba conociéndonos con le tacto de las manos la piel, en ese juego de acompañar las palabras con el caminar de nuestros dedos sobre el rostro del otro conocimos el modo en que cada uno de nosotros expresaba sus ideas con la mano, la manera en que ella apretaba fuertemente mi rostro cuando decía yo alguna cosa relacionada con mi inminente muerte y también el modo en que se suavizaba su toque cuando le pedía alguna cosa indecente que la hacia sonrojarse, una vez que sugerí que me besara a través de la reja para que así pudiera llevarme un ultimo buen recuerdo de este mundo, se avergonzó y dijo que no eran cosas que podía pedir en una ocasión así, pero que si servía de motivación podría ofrecerlo de premio el día de mi liberación. El ultimo día, antes del juicio, acepte su proposición y le dije con malicia que aceptaba el premio y que tal vez llegaría a pedir incluso mucho más, como ya se iba a justando a mis constantes intentabas rio y dijo – ya veremos- ese día además de coquetear y deshacernos en deseos de aumentar de algún modo el tiempo en compañía del otro encontramos tiempo para hablar de cosas serias, ella dijo que ya que le era imposible ayudarme de ningún otro modo testificaría en mi favor en la causa de los horrorosos desgraciados que la habían raptado, añadió que si faltara a su conciencia era lo único que podía hacer lo haría por mí, de ese modo y con estas penosas promesas fui llamado al estrado un tarde de febrero del año 1915.