Incorporarme de nuevo a la vida castrense, pero esta vez del lado contrario al que había ocupado hasta ahora, me generaba sentimientos, en el mejor de los casos, contradictorios, pues por un lado podía hacer con mucha facilidad el trabajo que me había llevado allí, pero por el otro tenia también grandes posibilidades de ser descubierto así como el mando sobre algunos hombres contra los que probablemente había disparado no hace mucho tiempo, entre esos temores y facilidades me debati todo el camino que pase a lomos de caballo mientras me dirigía al norte de la línea a incorporarme a la plana de oficiales que se encontraban apostados casi sobre los el mar Baltico, en la costa al norte de todo el territorio francés, durante el camino tuve la fortuna de no ser importunado muchas veces por los entrometidos soldados que me acompañaban que en muchas ocasiones había demostrado ser un perfecto ejemplo de esos confianzudos despereciables que no encuentran otro modo de llenar el silencio que diciendo necesidades, seguro mi supuesto rango y la cara de pocos amigos que lleve todo el tiempo fueron los que me granjearon esa grandísima ventaja.
Sin embargo, mientras iba avanzando por el camino que pasa por Flandes y por lo tanto en cercanías de la frontera belga tuve que renunciar por la fuerza de los hechos a ese privilegio y empezar entonces a comunicarme con esos hombres para maniobrar sobre el terreno evitando ser alcanzados por los obuses que disparaban en mi contra, aunque era yo su compatriota. La idea de que por puro azar uno de uno de los pesados proyectiles me acabara la vida me parecía a la vez graciosa y estúpida, no me imaginaba la cara de tontos que habría de quedárseles a los oficiales que allí me enviaron al percatare de que había muerto por cuentata de uno de sus propios bombazos. Pero, en fin, ese era una de los riesgos que se debía estar dispuesto a correr.
Atravesar la línea de bombardeo no nos ofreció tata resistencia como esperábamos, lo que si fue un gran obstáculo fue evitar el aire mismo que se había hecho nocivo debido que movidos por algún extraño desenfreno nuestros ingenieros habían decidido empezar a usar gas de Cloro para barrer con las líneas francesas e inglesas , aunque el arma era sin lugar a dudas efectiva terminaba por robar a la guerra el poco honor y orgullo que le quedaba. El acercamiento final a la ciudad de Calais, lo hicimos con pañuelos cubriéndonos los labios y la nariz, tanto para evitar en nocivo gas como para aplacar un poco el olor de la muerte que se había quedado muy impregnado en un terreno de cientos de kilómetros en los que se había batallado una cruenta guerra no muchos meses atrás. Lo más impactante no era solo la cantidad de hombres muertos, que por un motivo u otro no habían podido ser llevados a su lugar de descanso final, sino que casi por cantidades iguales había c*******s equinos por todo lado, esos pobres animales cuyo único pecado era el de caminar fielmente a nuestro lado o bajo nosotros habían pegado un precio desmedido por tan pequeña ofensa.
A la entrada de Calais, viendo sus antiquísimas casas de piedra grisácea, sus puerto pequeñito carcomido por la sal del mar y sus cielos siempre nublados, una nueva melancolía se me sumo a las muchas que ya llevaba de antes en la mente, fue la melancolía de la casa Moreau, esa en la que a pesar del luto siempre había encontrado alguna clase de compañía o diversión que me hacía casi olvidar de que a no muchos kilómetros se abrían las puertas de infierno, en especial la odiosa Camillie se me pasaba por la mente muy a menudo, tanto que dolía no haber sido nunca objeto de su cariño a pesar de haber pasado muchas horas persiguiéndola en la inmensa casa de los Moreau, mis únicos recuerdos satisfactorios de ella eran solo dos, aquel día que más por una ternura inagotable que ya le empezaba yo a ver en el corazón y también por algo de lastima me cuido los temblores que me había imprimido en el alma el hombre al que debía yo rendir mis informes y el otro la noche que la espié mientras tomaba su baño, ambos eran recursos que se debatía en extremos muy opuestos de una misma cosa, la pasión, el primero de ellos era de aquellos que lo embriagan a uno del deseo de abrazar y besar de acunar y acariciar, nada más que actos de cariño inocentes y el segundo , aunque también incitaba al beso y la caricia se movía en un campo mucho más lujurioso, y mis labios sinceramente querían morir en parajes muy variados entre los cuales figuraban sus labios apenas como una parada temporal, mis manos también querían acariciar pero rincones de su anatomía que seguramente estaban vedados a todo hombre sobre el planeta. Debido a esto, las noches me parecían eternas, entre intentar congeniar con los oficiales y los soldados, para así conocer con exactitud las condiciones de estas tropas y agitarme en deseos febriles de correr al campamento medico solo para observar a Camillie así fuera de lejos se me iba la vida de a gotas, como si estuviera medida por un reloj de arena que deja escapar apenas tangiblemente los granitos minúsculos en su interior.
La señora Moreau me había autorizado y casi rogado que escribiera a su casa para darle constante cuenta de mi estado de salud y del puerto al que iba a parar la guerra según mii “instruida” opinión, las indicaciones que me dio para que las carta llegaran hasta sus manos, hacían que cada uno de los folio manuscritos pasara por Camillie, entonces vi mi oportunidad para procurarme una ligera pero valiosísima calma a las noches que me atormentaban con su recuerdo y la primera carta que dirigí a parís con dirección a la casa Moreau, iba acompañada de una carta cuyo paradero final era el campamento medico en el que estaba mi musa morena, tan perfecta y hermosa. Esa carta, apenas unos minutos después de que abandonara mis manos se me antojaba ya ridícula y estúpida y quise incluso recuperarla del cartero que sin embargo había partido muy rápido de la ciudad y no pude alcanzar, esa carga fue el comienzo de una extraña relación de misivas que me llevaría por parajes de la vida humana que no he vuelto a experimentar nunca