Elizabeth Cranwell.
Desperté sintiendo el sol en mi piel, esa extraña leyenda que dice que los vampiros no podemos percibir el sol. Era tan falsa como mi suerte en el amor. A lo mejor existió alguna especie que no era tolerante, pero desde que fui convertida el sol nunca ha sido molestia alguna. Quizá la especie evolucionó o solo yo era inmune. Pero mi mayor reto era pasar desapercibida entre los mortales. Me encantaba viajar, había conocido todo el mundo. Cada rincón posiblemente, sin embargo no perdía el gusto por mi hermoso país.
Había conocido a demasiados hombres, altos, bajos, delgados, fortachones, rubios, morenos, fuertes, débiles, mortales e inmortales. Pero ninguno pasaba de los seis meses, mi maldición los mataba uno por uno. No la entendí hasta medio siglo después, creía que se alejaban de mí, que les dejaba de interesar y por eso me evitaban. Hasta que descubrí el verdadero motivo, todos morían de la misma manera, su corazón se detenía provocándoles un infarto. Después de recibir la maldición dada por Lilith, el primer demonio mujer, no entendía de qué iba, pues por más de un siglo nunca tuve indicios. Hasta que me enamoré de Maximiliano Laurew, un hombre caucásico inglés, que se posicionó en mi alma tal como mi primer amor, Daniel Bond. El día que cumplíamos seis meses de relación por fin, cuando estaba más enamorada que nunca, le había preparado una romántica cena y una habitación con todo el ambiente erótico posible. Pero él nunca se presentó, me lamenté mucho y creía que me había abandonado para siempre. Fui en su búsqueda luego de un mes, quería enfrentarlo ahora que me sentía mejor. Pedirle una explicación, solo una para poder entender porque siempre me dejaban luego de seis meses, pero cuando llegué a su casa. Todos vestían de n***o, lloraban sin consuelo y llevaban flores. Creí que había muerto el señor Laurew, su padre. Pero al entrar en la casa y verlo junto a la señora Laurew, sentados frente una tumba con una fotografía de él, entendí que había fallecido mi gran amor.
Llore sin reparos, maldije para mis adentros mientras muchos cabos se juntaban en mi cabeza. ¿Acaso yo había provocado su muerte? Salí disparada para mi hogar de aquel entonces, tomé los datos que guardaba de cada pareja que había tenido e investigue, todos estaban muertos. Y era mi culpa.
Desde ese entonces me prohibí volver a enamorarme, salía con hombres, disfrutaba de ellos y ellos de mí claro, pero luego se acababa todo. No permitiría que mi torpe corazón acabará con la vida de nadie más, así que mi vida se tornó más solitaria que nunca. Hasta que conocí a Tamara Boo, una hibrida de dos especies. Mitad bruja, mitad vampira. Sus padres murieron en manos de los mismos cazadores que acabaron con mis amigos, de los cuales me salvé gracias al pacto con Lilith, quedándome solo la maldición. Conectamos en seguida, la encontré robando también sangre en un banco de caridad. De esos que recolectan sangre para donar a enfermos, sé que suena cruel. Pero no volvería a cazar nunca, no quería ser una asesina, suficiente tenía con que todo aquel que me amará muriera.
Tamara fue quien me ayudó a encontrar la forma de terminar con la maldición, gracias a su sabiduría de bruja. Debía encontrar a la reencarnación de Vladimir Bennett el primer vampiro y el que nos convirtió, en términos vampíricos “nuestro padre”. Si lograba que él se enamorará de mí, la maldición quedaría obsoleta y probablemente también la condena.
—¿Lista, bombón?—entró a mi habitación Tamara, contorneando sus caderas. Llevaba un vestido teñido a su cuerpo y muy corto.—, Hoy es nuestra noche.
—Sí, solo me falta el labial—respondí, colocándome el pintalabios rojo pasión en mi boca, me coloque los tacones negros y aplique el perfume.—, Vamos, preciosa.
Tomamos nuestras pertenencias y salimos del departamento que compartíamos, subimos al auto y Tamy como solía llamarla condujo hasta la discoteca bar que iríamos. Al llegar estacionó el auto y me percate de algo que no me gustó, un grupo de tres chicos que estaban por entrar, tenían sed de sangre. Eran novicios y sabía bien cómo iba a terminar todo, un desastre sin duda alguna. Así que bajamos rápidamente y entramos por ellos, estaban tratando de seducir a unas chicas. Por lo que no podía permitirlo, nos les acercamos bailando de manera sensual, aprovechando la buena música que sonaba por los parlantes, ellos cedieron a nuestros encantos claramente, dejando a las mortales atrás. Su olfato era nefasto, pues no se percataron de que éramos inmortales como ellos. Novatos, dije para mí misma mientras una sonrisa de placidez esbozaban mis labios.
—¿No te gustaría ir a un lugar más privado?—me preguntó el rubio al que le bailaba.
—Mm, quizás.—dije respondiéndole en el oído y viendo como su sed aumentaba.
—Tomare eso como un sí.—dijo tomando mi mano y arrastrándome fuera, seguido de sus amigos y Tamy. Quien me guiñó el ojo con diversión.
Al llegar al estacionamiento subimos a su auto, indicándoles a donde llevarnos, a nuestro departamento. Odiaba a los que mordían y convertían a otros y los dejaban a su suerte, no les enseñaban a convivir con los mortales, ni a como saciar su sangre sin lastimar. Por lo que Tamy yo nos divertíamos con ellos, les dábamos una lección que jamás olvidarían. Al llegar bajamos y seguimos con el juego de seducción, hasta hacerlos entrar a los tres, ellos estaban extasiados con nosotras, mientras los llevábamos a nuestro cuarto de diversión. Use mi velocidad para atarlos de manos y pies a cadenas de plata, los novicios son tan débiles que el solo tacto les hace quemaduras.
—¿Pero que rayos?—se quejó uno de ellos.
—¿Qué nos hacen? ¡Agh!—se quejó otro.
—¿Con que querían divertirse, eh?—rete.
—¡No queríamos hacerles daño!—exclamó con desesperación el restante.
—¿Ah no? No querían mordernos, ¿verdad?—pregunté.
—¡No, no, no! Solo queríamos divertirnos—dijo el rubio.
—Son novicios, ¿tienen sed?—preguntó Tamy.
—¿Cómo lo saben?—preguntó el castaño.
Tamy me dio la mirada, así que me reí con diversión y a la vez lujuria. Saque las velas con aroma a canela y manzana, mis favoritos. Ella se encargó de romper la ropa de los chicos, dejándolos completamente desnudos, Mientras ellos intentaban liberarse a toda costa de las cadenas para huir, me reí con ganas. La vergüenza invadía el rostro de cada uno. Me detuve en el más fanfarrón, el rubio que intentó seducirme.
—¿Y con eso tan diminuto querías conquistarme?—interrogué con diversión, refiriéndome a su “amiguito” entre pierna, sus amigos estallaron en risas y al mismo tiempo Tamy. —, Querido, a mi edad, he visto y probado de todo. Pero nunca había visto uno tan, ¿Cómo decirlo? ¿Chiquitín?—divertí.