Era de noche. A diferencia del pueblo de Honor, en la ciudad real había faroles como poste en la calle que daban claridad en el camino de piedra, como otras antorchas en las fondas y bares que, debido al evento continental, rebosaban de clientes y estaban demasiado animados. Las personas bebían y comían por gusto. Hacían apuesta de quienes iban a ganar al día siguiente. Las monedas de diferente de tipo sonaban al ser depositadas en cofres.
Hercus fue al baño público de la ciudad real con una prenda para secarse. El lugar era un lago en una zona rodeada por piedra. Había un camino escalera para subir y bajar. Este era para hombres y había pocas personas. El aire era denso por el vapor. Se sumergió, mientras su cuerpo desnudo se limpiaba del sudor y la suciedad de las actividades de los juegos. En su torso habían quedado las marcas de las garras de aquel león al que se habían enfrentado. En su brazo izquierdo la mordedura y en su pierna la de las mandíbulas del cocodrilo. Además, se agregan todas las otras que se había hecho a lo largo de la vida al formarse como un guerrero. Tenía ligeros morados de los golpes de las lanzas sin puntas que, pese a la armadura, lo había logrado manchar. Se refrescó y el ambiente del sitio lo incitaba al sueño. Hace ya varios días que no sabía nada de Heris. Debido a la intensidad de las competencias, todo se sentía más largo, como si hubiera sido hace mucho tiempo que se habían casado y despedido. Antes no había podido ir y venir, pues no quería cansar a Galand, para las justas y la carrera de cabello. Pero ya que habían pasado las pruebas en las que lo necesitaba, podía hacer uso de su amigo sin exponerlo a una prueba mayor después. O, ¿debía esperar a que las competencias acabaran? Ella le había dicho que era posible que lo viniera a ver. Suspiró con cansancio. Esperaría un poco antes de tomar alguna decisión. Luego entraron Herick, el gigante Axes, el gran Hams, Kenif, Zack y los hermanos, que se divirtieron en la piscina.
Más tarde, todos se dirigieron al banquete con sus nuevas ropas y perfumes que habían comprado en las tiendas. Hercus vestía el atuendo azul que Heris le había preparado. Aunque fuera el color estandarte de los nobles, no estaba prohibido usarlo, solo el morado y el dorado eran exclusivos para la realeza y nadie más podía llevarlos.
El salón de celebración era un espectáculo para los sentidos, una muestra deslumbrante de opulencia y elegancia. Grandes columnas de mármol se alzaban, sosteniendo el techo adornado con intrincados diseños tallados. La luz de candelabros de oro iluminaba el espacio, haciendo brillar las paredes decoradas con tapices y pinturas. En el centro había largas mesas que estaban repletas de manjares exquisitos: carnes asadas, pescados frescos, frutas exóticas y una variedad de platos elaborados con las más finas especias e ingredientes. Copas de vino y jarras de cerveza fluían sin cesar, atendidas por sirvientes de Glories, ya que eran los anfitriones del evento. Estaban vestidos con distinción y se movían con destreza entre los invitados.
Hercus y su grupo se encontraban en un rincón apartado del salón, siendo acompañados por el príncipe Lars Wind del reino de Aerionis del oeste, que se había vuelto su único nuevo compañero. Aunque eran plebeyos, su presencia no pasaba desapercibida entre la multitud, pues su actuación en los juegos de la gloria los había convertido en figuras destacadas de la competencia. Por supuesto, todos los miraban con desdén y desprecio, pues eran rastreros plebeyos de marca negra, en su mayoría mal olientes campesinos. A pesar de estar rodeados de lujo y pompa, mantenían su sencillez y humildad, disfrutando del festín con gratitud.
Hercus se sentía observado por la princesa Lisene Wind y su grupo de mujeres de guardias reales, que lo observan de manera siniestra, con expresiones serias y como con ganas de asesinarlo. En la carrera había intentado golpearla, la había agarrado por el brazo y hasta aquella bruja de ojos y cabello blanco había caído encima de él. Y, por error, hasta le había tocado el pecho. Quizás por eso deseaban matarlo y hasta lo estuvieran maldiciendo.
—Hercus, te dije que te parecía mi hermana, Lisene Wind, pero ya la tuviste encima de ti. Eres un verdadero campeón —dijo el príncipe Lars. Alzo su vaso de cerveza y lo tocó con el suyo—. ¡Salud!!Por Hercus!
Había un ambiente tenso e incómodo entre ellos, por lo que había sucedido. Hercus se mantuvo sereno. Lo mejor sería evitar la bruja de viento y a sus molestas sirvientes. Sí, eso era lo más prudente.
Era el tercer día de los juegos de la celebración y su majestad no había asistido al banquete. Ya no había tenido la oportunidad de hablar más con ella y solo le dedicaba sus triunfos desde la distancia. Sin embargo, el salón se sumió en un silencio lúgubre cuando la figura imponente de la su majestad hizo su entrada, acompañada de su hija, la princesa. La reina Hileane estaba vestida en un elegante traje de plateado, bañado como por escarcha brillante con cetro con punta de copo de hielo. Irradiaba una presencia fría y majestuosa. El piso, se tornaba de cristal ante la pisada de sus tacones. De igual modo, tenía un velo en su cabeza que no le dejaba ver el rostro. Era demasiado etérea y poderosa, con un aura de autoridad sin comparación alguna. A su lado, la princesa Hilianis destacaba por su belleza juvenil y su cabello dorado, contrastando el miedo que generaba de su madre, era más carismática. Eran rodeadas por la guardia real, lideradas por su comandante, Lady Zelara.
—Yo estoy aquí —dijo su majestad Hileane Hail con su tétrica y fría voz, acentuada.
—¡Bienvenida, su majestad, mi gran señora! —dijeron todos los allí presentes—. ¡Bienvenida, su majestad, mi gran señora!
—Bienvenida, su alteza, mi joven señora. —Esto para la princesa Hilianis.
Incluso, la realeza de otras naciones le dedicaban ovación. La reina de hielo era más grande que los otros de su mismo estatus. Era como si cada quien supiera que la monarca Hileane Hail estuviera por encima de cualquier señor, rey o gobernante. Ella no tenía igual, ni obedecía a nadie, ni se inclinaba. Nunca lo hizo y jamás lo hará. Estaba por encima hasta de las mismas brujas de la profecía que la reconocían como la más poderosa. Allí estaban tres, la princesa Lisene Wind, la bruja de viento, la otra era aquella que tenía el cabello azul y un particular sombrero de madera, era la hechicera de agua. Además de la más afamada del continente, su majestad Hilean Hail, solo faltaba la señora de la oscuridad, Melania Darkness, la reina de Frosthaven en el norte.
Los caballeros se postraron en sus rodillas, los nobles bajaron la cabeza en señal de respeto y hasta. El ambiente se cargó de un aura de poder y misterio mientras madre e hija avanzaban con gracia por el salón, recibiendo reverencias y miradas cautivadas a su paso. La reina Hileane y la princesa Hilianis se dirigieron hacia el estrado reservado para la realeza, donde dos tronos de hielo que se formaron al instante. Al tomar haciendo, su majestad hizo un gesto con sus brazos de adentro hacia afuera con elegancia. Su presencia imponente llenando el lugar con un aire de solemnidad y grandeza. A partir de ese momento, el banquete continuó con la señal de la monarca, mientras que la atmósfera era más refinada y tranquila. Los invitados observaban con cautela a las soberanas de Glories. Había murmullos en diferentes idiomas. Los extranjeros podían notar la belleza juvenil de la princesa. Pero nadie había visto el rostro de la soberana desde que había decretado que cualquiera que la mirara a los ojos se convertiría en una estatua de hielo.
Hercus tragó saliva al quedarse viendo en dirección del rostro de la reina. A pesar de que estaba tapado por el velo plateado, tenía curiosidad por saber cómo lucía en verdad el rostro de la bruja de la escarcha. ¿Por qué se sentía tan cercano y seguro con ella? Sin embargo, su corazón se agitaba por la emoción de tener tan cerca, pero a la vez tan lejos a la única persona que jamás podría alcanzar. Si hasta los nobles, príncipes y reyes eran imposible hacerlo, mucho menor lo era para él, que eran un simple plebeyo. La asistencia de la reina era algo novedosa en los banquetes nocturnos. Aunque solo pudiera admirarla desde la distancia, era satisfactorio poder hacerlo.
—¡Princesa Hileane! ¡¿Quieres casarte conmigo?! ¡Sé feliz! ¡No…! ¡No estés triste!
Hercus revivió esas palabras en su cabeza. Era increíble como al ser un niño había tenido la osadía de hacerle esa propuesta a un m*****o de la realeza, que luego se convertiría en una temida reina y que era una despiadada bruja de hielo. A pesar de que ya estaba casado, de solo recordar eso le daba un escalofrío. Cuando era más pequeño era mucho más valiente que ahora de adulto. Bebió un trago de cerveza. Por la reina sentía una gran admiración, y aún, si le pretendiera como hombre, sería imposible de realizar. Frunció el ceño ante su reflexión. ¿En qué estaba pensando? Ya tenía a su bella esposa, Heris. Debía pedirle perdón por tener tales pensamientos infieles con otra mujer que, además, era con la misma soberana de Glories. Tomó otro trago de licor, haciendo que los demás lo vieran extrañado, ya que él no bebía y se mantenía libre de ingerirlas.