—¡Usted no quiere decir eso! No es esa clase de hombre. Pero las últimas palabras llegaron débilmente. La mujer no hizo el más mínimo movimiento. En cuanto a Davidson, el impacto tuvo la virtud de tensarle, primero, para desmadejarle, después. —¡Heyst! ¡El perfecto caballero! —ronroneó. La otra no pareció escucharle. Aquel hecho abrumador no se ajustaba, por unas u otras razones, a la idea que Davidson tenía de Heyst. Nunca le oyó hablar de mujeres y nunca parecía pensar en ellas, siquiera para recordar que existían. Y ahora, de golpe, aquello. ¡Escaparse con una instrumentista! Por entonces, trataba de situar en una perspectiva indulgente a cada una de las partes que intervinieron en el pasmoso suceso. Antes que nada —reflexionaba—, no estaba muy seguro de que ello impidiera considera