Capítulo 5
Ocurrió que Davidson retrasó dos días el viaje de regreso. Nada decisivo, ciertamente, pero se sintió obligado a ir a tierra enseguida, durante la hora más calurosa de la tarde, para buscar a Heyst. El hotel de Schomberg estaba situado en un extenso recinto donde se veía un jardín y algunos árboles altos, bajo cuyo desplegado ramaje destacaba una especie de auditórium destinado a CONCIERTOS Y OTRAS REPRESENTACIONES, como el hotelero había hecho constar en los anuncios.
Trémulos jirones de cartel, proponiendo en gruesos caracteres rojos CONCIERTO TODAS LAS NOCHES, podían leerse en las columnas de ladrillo de ambos lados de la puerta.
El paseo había sido largo y condenadamente caluroso. Davidson permaneció enjugándose el sudor en frente de lo que Schomberg llamaba la piazza, a la que se abrían varias puertas con los lienzos completamente bajados. Ni un alma a la vista, siquiera la de un mozo c***o.
Nada, excepto una buena cantidad de sillas y mesas de metal pintado. Soledad, penumbra y un silencio envolvente, además de una débil e incierta brizna de aire que llegaba de los árboles y que inesperadamente produjo en el sofocado Davidson un ligero temblor (el temblor de los trópicos que, especialmente en Sourabaya, a menudo significa fiebre y hospital para el imprudente hombre blanco).
Precavidamente buscó refugio en la oscuridad del cuarto más cercano. En aquel crepúsculo artificial, y de entre las superficies ensabanadas de las mesas de billar, surgió una forma blanca sobre las sillas en las cuales había permanecido extendida. La mitad de la jornada, una vez concluido el trajín de los almuerzos, coincidía con la hora desganada de Schomberg. Anduvo despacio, gordo, un poco dubitativo y a la defensiva, la espesa barba como una coraza sobre la pechera. No le agradaba Davidson: nunca fue un cliente asiduo. Pulsó el timbre de una de las mesas por la que pasaba y preguntó con el aire distante de oficial reservista:
—¿Qué desea?
El capitán trataba todavía de enjugarse los goterones y se limitó a declarar que había venido a llevarse a Heyst, como acordaron.
—Aquí no está.
Apareció un c***o como respuesta al timbre. Schomberg se le volvió marcialmente.
—Que el caballero te diga lo que quiere.
Davidson tenía que irse y no podía esperar. Lo único que pedía es que Heyst estuviera informado de que el «Sissie» zarpaba a medianoche.
—Le estoy diciendo a usted que no está aquí.
El marino chasqueó la lengua con preocupación.
—Vaya, por Dios. Entonces será en el hospital. Conclusión bastante normal en una localidad tan saqueada por la fiebre.
El reservista se limitó a fruncir los labios y a pajarear con las cejas sin mirarle. Cosa que podía significar lo que se quisiera, aunque Davidson confió en poder abandonar la idea del hospital. Eso no quitaba tener que encontrar a Heyst antes de medianoche.
—¿Ha estado aquí?
—Sí. Estuvo aquí.
—¿Podría decirme dónde se encuentra ahora?
Trataba de contemporizar, aunque dentro de él empezara a crecer una inquietud propia, como el afecto, de quien se adjudica un papel protector. Obtuvo esta respuesta:
—No puedo decírselo. No es de mi incumbencia —y todo ello acompañado de majestuosas oscilaciones de cabeza que insinuaban horrendos misterios.
Davidson era la paciencia personificada. Formaba parte de su naturaleza. Y no traicionó sus sentimientos, nada favorables por lo demás al teutón. «Estoy seguro de que le encontraré en las oficinas de Tesman», pesó. Pero era una hora muy calurosa y si Heyst anduviera por el puerto habría sabido ya lo del «Sissie». Era incluso posible que estuviera ya a bordo, disfrutando de la frescura de las bodegas. Davidson, hombre de volumen, se preocupaba bastante por la temperatura y solía decidirse por la inmovilidad. Titubeó un instante. Schomberg, mirando desde la puerta hacia el exterior, aparentaba una perfecta indiferencia. No le duró mucho, sin embargo. Se volvió de improviso y preguntó ásperamente:
—¿Es que quiere usted verle?
—Eso es. Quedamos en encontrarnos…
—No se moleste. Dudo que ahora esté tan preocupado como usted.
—Ah, ¿sí?
—Juzgue por sí mismo. ¿No está aquí, verdad? Tome usted mi palabra. Y no se moleste por él. Se lo aconsejo como amigo.
—Gracias —dijo Davidson íntimamente sobresaltado por aquel tono iracundo—. Creo que me sentaré un instante y tomaré un trago, después de todo.
No era precisamente lo que Schomberg esperaba oír. Se desgañitó:
—¡Mozo!
El c***o hizo acto de presencia, y después de señalar al blanco con un cabezazo, el hotelero se marchó murmurando entre dientes. El visitante llegó a escuchar cómo le rechinaba la quijada mientras se iba.
Davidson se quedó solo con las mesas de billar y con la impresión de que no había un alma en el hotel. Su apacibilidad era tan genuina como para no hacerle sufrir una inquietud profunda por la ausencia de Heyst o los extraños modales con que Schomberg le había tratado. Estaba considerando los acontecimientos con su particular método, consistente en equilibrio y prudencia. Algo había ocurrido y él se sentía poco dispuesto a salir a investigar, retenido por un presentimiento que de algún modo esclarecedor le sobrevendría allí mismo. Uno de los carteles de CONCIERTO TODAS LAS NOCHES, como los de la puerta, pero en buen estado, colgaba de la pared de enfrente. Lo observó sin interés, aunque le sorprendiera el hecho —no muy habitual— de que anunciara una orquesta de damas. LAS DIECIOCHO ESTRELLAS DE ZANGIACOMO EN GIRA POR EL ESTE.
El cartel informaba que habían tenido el honor de interpretar un selecto repertorio entre diversas autoridades coloniales, a las que se añadían pachás, sheiks, magistrados, S. A. R. el sultán de Mascate, etc.
Davidson compadeció a las dieciocho artistas. Conocía esa clase de vida, las sórdidas condiciones y los incidentes brutales de tales giras, siempre capitaneadas por algún Zangiacomo que a menudo era cualquier cosa, menos músico. Mientras escudriñaba en el cartel, sonó una puerta a su espalda y entró una mujer, que no era otra que la de Schomberg. Como cínicamente observó alguien en cierta ocasión, carecía hasta tal punto de atractivo que era difícil imaginarla siendo otra cosa. La opinión de que él la trataba abominablemente se sustentaba en la aterrorizada expresión de su cara. Davidson levantó el sombrero. Ella le devolvió una inclinación del rostro cetrino y acto seguido tomó asiento tras una especie de alto mostrador, frente a la puerta, con un espejo y filas de botellas contra la pared. Llevaba un complicado peinado de dos tirabuzones caídos al lado izquierdo del magro cuello. También, un vestido de seda. Era evidente que había estado cumpliendo con sus obligaciones de hospedera. Por una u otra razón, ello formaba parte de las exigencias del marido, aunque no añadiera nada a los encantos del lugar. Se sentaba allí, entre el humo y el ruido, como un santo en su hornacina, sonreía bobamente en dirección a los billares de cuando en cuando y no hablaba con nadie y nadie le hablaba. El propio Schomberg no tenía más interés en ella que el que pudiera derivarse de una repentina y desdeñosa mirada. En todo caso, hasta los chinos ignoraban su existencia.
Había interrumpido las reflexiones de Davidson. A solas con ella, su silencio y su boquiabierta inmovilidad le hicieron sentirse incómodo. La gente le sugería fácilmente sentimientos compasivos. A pesar de la violencia del mutismo. Lo rompió refiriéndose al cartel:
—¿Ha hospedado usted a ese grupo en su casa? Hasta tal punto le faltaba la costumbre de que los clientes se dirigieran a ella, que el simple sonido de la voz hizo que saltara en el asiento.
Davidson contaría después que ella saltó exactamente como un muñeco de madera, sin perder la rigidez. No movió siquiera los ojos. Y aunque le respondió con soltura, no pudo despejar aquella sensación de madera en los labios.
—Pararon aquí poco más de un mes. Ya se han ido. Tocaban todas las noches.
—Sería un buen grupo, me imagino…
No contestó nada. Se mantuvo mirando fijamente al vacío y su silencio volvió a desconcertar a Davidson. Parecía que no le había escuchado. Lo cual era imposible. Quizá su conversación terminara allí donde comienzan a expresarse las opiniones. El hotelero podía haberla entrenado, por razones domésticas, a guardárselas para ella. Pero Davidson se creyó en la obligación de conversar; así que llevó a cabo una interpretación personal de este sorprendente silencio cuando dijo:
—Ya veo que no fue muy rentable. Esta clase de orquestas rara vez lo son. ¿Se trataba de un grupo italiano, señora Schomberg, a juzgar por el nombre del director?
Sacudió negativamente la cabeza.
—En realidad, es alemán. Sólo que se ha oscurecido el pelo por exigencias del espectáculo. Zangiacomo es su nombre artístico.
—Un hecho curioso —comentó Davidson.
Con la cabeza ocupada en Heyst, se le ocurrió que también podía conocer otros hechos. No dejaba de ser un divertido descubrimiento para cualquiera que se fijara en ella. Nadie había sospechado jamás que estuviera en posesión de un cerebro. Por pequeño, incluso por raro que fuera. Uno se inclinaba a pensar en ella como en un objeto, un autómata, un simple maniquí con un dispositivo para inclinar la cabeza con puntualidad y sonreír estúpidamente cada cierto tiempo. Davidson avistó su perfil de nariz aplastada, mejillas hundidas y un fijo, esclerótico y desorbitado ojo. No pudo menos que preguntarse a sí mismo: «¿Es esto lo que acaba de hablar? ¿Hablará otra vez?».
El mero prodigio era tan excitante como trabar conversación con una máquina. Una sonrisa se pintó en las gruesas facciones de Davidson. La sonrisa de un hombre que hace un experimento jocoso. Se dirigió a ella otra vez:
—Pero los restantes miembros de la orquesta eran verdaderos italianos, ¿no es así?
Por supuesto, le tenía sin cuidado. Sólo quería comprobar si el mecanismo funcionaba de nuevo. Funcionó. El artefacto dijo que no. Al parecer, eran de todas partes. Se interrumpió, el desorbitado ojo inmóvil mirando a lo largo de la habitación y a través de la puerta abierta a la plaza. Luego continuó en el mismo tono murmurante:
—Había también una muchacha inglesa.
—¡Pobre diablo! —dijo Davidson—. Sospecho que esas mujeres no tienen mejor vida que la de un esclavo. ¿Por lo menos, era decente el tipo de la barba teñida?
El artefacto permaneció en silencio. El empático entendimiento de Davidson sacó sus propias conclusiones.
—¡Mala vida, la de esas mujeres! —dijo—. Cuando se refiere a una chica inglesa, señora Schomberg, ¿quiere usted decir una jovencita? Algunas de esas chicas de orquesta no son lo que se dice unas pavas.
—Bastante joven —las mortecinas palabras salieron de la impasible fisonomía de la mujer en la hornacina.
El visitante, animado, comentó que lo sentía por ella. Se compadecía fácilmente de la gente.
—¿Adónde fueron, después? —preguntó.
—No se fue con ellos. Se escapó.
Ésa fue la sentencia que Davidson obtuvo a continuación, y que introdujo un nuevo aliciente en la entrevista.
—¡Vaya, vaya! —exclamó plácidamente; y luego, con el conocimiento de un hombre de mundo—: ¿Y con quién? —preguntó sin dudarlo.
La impasibilidad proporcionaba a la señora Schomberg la apariencia de un interlocutor absorto. Quizá escuchara, realmente; en cuanto al marido, debería estar concluyendo la siesta en algún lejano rincón de la casa. Se hizo un silencio profundo que duró hasta hacerse inquietante. Al cabo de un tiempo, la entronizada susurró por fin:
—Con ese amigo suyo…
—Ya veo que sabe que estoy buscando a un amigo —dijo Davidson, esperanzado—. ¿Va usted a decirme…?
—Ya se lo he dicho.
—¿Cómo?
Una pantalla se desplegó ante los ojos de Davidson, proyectando algo en lo que no podía creer.